[caption id="attachment_1608" width="560"] Felisberto Hernández[/caption]
Sin que nadie se sienta obligado a molestarse ni a rebatirme, creo yo, diré que el novelista y cuentista uruguayo Felisberto Hernández (1902-1964) cuenta en España con un nutrido contingente de entusiastas lectores, pero que, según mi impresión, sigue sin gozar del masivo reconocimiento dispensado a otros escritores latinoamericanos contemporáneos suyos y posteriores a él. No sé si estoy en lo cierto.
Cuando en 2009, con motivo de la publicación de su corta y autobiográfica novela Por los tiempos de Clemente Colling (El Nadir), de 1942 –el libro suyo que prefería Juan Carlos Onetti–, le dediqué un extenso artículo en la 'Galería de Imprescindibles' de El Mundo –y perdón por la autocita–, tuve que volver a escuchar que en tal sección tengo preferencia por los “raros”. Para nada. Aunque, es doble verdad, raros también aparecen en ella, y Felisberto Hernández es uno de los más raros entre los raros.
Aquella edición contiene, a modo de prólogo, una carta a Felisberto de su amigo y mentor Jules Supervielle en la que el gran poeta franco-uruguayo le dice: “Ud. alcanza la originalidad sin buscarla en lo más mínimo por una inclinación natural hacia la profundidad. Ud. tiene el sentido innato de lo que será clásico un día. Sus imágenes son siempre significativas y respondiendo a una necesidad están prontas a grabarse en el espíritu. Su narración contiene páginas dignas de figurar en rigurosas antologías, las hay absolutamente admirables…”
Más razón que un santo tenía Supervielle en todo, y no digamos en lo de las imágenes. Leo en estos días: “...pasábamos por uno de esos silencios que se hacen en los circos cuando la prueba es difícil”. Felisberto está hablando de un hombre y una mujer que no aciertan a decirse nada en un momento dado. Y ésta otra: “…y la luz, al salir por la ventana daba sobre troncos grises y parecía que alumbraba pantalones”. Y eso, y mucho más, en el mismo cuento, Úrsula, uno de los más conocidos de Hernández, un cuento que empieza así: “Úrsula era callada como una vaca”.
Úrsula, que también es gordísima, es una de las muchas mujeres peculiares que pueblan la narrativa de Felisberto Hernández, quien tuvo una vida complicadísima, se casó cuatro veces y recopiló numerosas amantes. Una de sus esposas, por breve tiempo, fue la española África de las Heras, comunista y espía de la KGB. Felisberto nunca se enteró de las ocupaciones clandestinas de África. Creyó que era modista, oficio que ella ejerció para disimular.
“Úrsula era callada como una vaca”. No es mal comienzo, ¿no? Hernández tiene unos arranques extraordinarios –sin que parezca estar muy empeñado en que así sea–, unos, por su estimulante extrañeza, y otros, por su desarmante, y también extraña, naturalidad. Hay otro que empieza así: “Hace tiempo que tengo una idea. Y como hace tiempo que tengo una idea, me recluyeron”. Y, en ese mismo cuento, dice el narrador: “Cualquiera de los locos que hay aquí, tiene una idea fija. Pero yo soy un loco que tiene más bien, una idea movida”. A veces, dan ganas de quitarle o ponerle comas a las frases de Felisberto –o de cambiarlas de sitio–, pero, en fin, ésa es otra historia, porque el caso es que Hernández, que fue consumado y profesional pianista, logra siempre una peculiar musicalidad.
¿Loco? Muchas veces parece loco el narrador de las historias de Felisberto –tantas veces autobiográficas–, un loco que juega en otra liga, como suele decirse, que se mueve dentro de una lógica y de una psicología que no es –ni lo parece– la de todos, que crea con sus personajes y con las situaciones que viven universos que, tomados de la cotidianidad, terminan siendo paralelos, de una cotidianidad paralela. Hernández mueve los sentimientos, la cabeza y diríamos que las piernas de sus personajes con una puesta en escena magistral, desglosando el tiempo y el espacio con una minuciosidad que pone en pie mundos alternativos que, sin embargo, están, como los objetos que los ocupan, en éste.
Felisberto Hernández es fantástico, en todos los sentidos de la palabra y de sus palabras, y, ya va siendo hora de decirlo, es tremendamente divertido y tremendamente patético a la vez. Su sentido del humor se desborda de los más dramáticos recipientes.
Estoy leyendo y releyendo a Felisberto en Hoy estoy inventando algo que todavía no sé lo que es, recopilación de cuentos que, con el subtítulo de “Escritos póstumos”, ha sacado en septiembre, junto a otro volumen titulado Mosaicos, la editorial madrileña Sitara. Este año también ha salido un estudio de Sebastián Miras titulado Las invenciones míticas de Felisberto Hernández (Universidad de Murcia).
Soy un fan total de Felisberto Hernández, pero no soy un experto ni me voy a poner a chequear las ediciones de sus cuentos. He leído Los libros sin tapas y Las hortensias y otros relatos, editados en Argentina por El cuenco de plata en 2010. El segundo con prólogo entusiasta de Julio Cortázar. También La casa inundada, que publicó Atalanta en 2012, con prólogo igualmente entusiasta y muy matizado y documentado de Eloy Tizón. Y ahora estoy con lo que estoy. Y ya. Algunos cuentos se repiten, como suele suceder, en estas compilaciones, pero no creo que esto sea un problema para el club de admiradores de Felisberto Hernández, quienes, a buen seguro, piensan de él lo mismo que pensaba Ítalo Calvino: “Es un escritor que no se parece a ninguno: a ninguno de los europeos y a ninguno de los latinoamericanos; es un “atípico” que escapa a toda clasificación y encasillamiento y se presenta como inconfundible con sólo abrir la página”. ¡Exacto!