[caption id="attachment_1526" width="560"] Michel Pastoureau[/caption]
Michel Pastoureau (París, 1947) tituló en 2010 su inteligente, divertido y muy ameno libro, editado ahora por Periférica con traducción de Laura Salas Rodríguez, Los colores de nuestros recuerdos. También podría haberlo titulado “Nuestros recuerdos de los colores”, y no habría sido inexacto. O, sobre todo, “Los colores de mis recuerdos”, pues Pastoureau tira de primera persona y mezcla constantemente la narración de sus propias experiencias vitales con la especulación y la erudición sobre los colores a ellas asociados. Siendo, pues, Los colores de nuestros recuerdos primordialmente un ensayo, también es, solapadamente, un libro memorialístico, en el que Pastoureau no agota ni pretende totalizar todo el recorrido de su vida, sino que, fragmentariamente, incluye recuerdos vinculados en cada caso a sus percepciones y sensaciones con los colores.
Generalmente, Pastoureau comienza cada epígrafe con el relato abocetado de un recuerdo personal, en el que inmediatamente señala el protagonismo de un determinado color para, a continuación, glosar la trayectoria histórica de tal color, sus aplicaciones, sus interpretaciones, los contenidos simbólicos positivos o negativos vinculados a su presencia o empleo deliberado etc., dando rienda suelta a una formidable erudición interdisciplinar –expuesta con entretenida levedad- y sin orillar sus preferencias, opiniones y manías más personales, expresadas siempre con libertad, desenfado y considerables dosis de humor.
Digamos, en una primera aproximación, que Los colores de nuestros recuerdos es un gran fresco sobre la vida cotidiana desde la segunda mitad del siglo XX hasta hoy mismo, pues con la excusa de analizar los colores van desfilando por las páginas del libro los objetos que han conformado y conforman el decorado de nuestra experiencia diaria en las últimas décadas, con puntuales y necesarias incursiones en el pasado más remoto en el que se fraguaron o se iniciaron los conceptos culturales –que han sufrido evolución- en torno a los colores. En tal sentido, el historiador medievalista que es principalmente Pastoureau se revela como un adepto por libre a la corriente de historiadores de la vida cotidiana.
En segundo lugar, y cómo es fácil deducir, este delicioso libro tiene una fuerte carga culturalista, pues Pastoureau recurre constantemente a la pintura, la literatura, el cine, la filosofía, la ciencia, la política, la religión, la sociología, la psicología, la antropología, la lingüística y, por descontado, la propia historia para fundamentar e ilustrar su discurso sobre los colores. El libro podría haber tenido un apetitoso índice de títulos y, sobre todo, nombres citados (Breton, Mitterrand, Stendhal, Vermeer, Newton, Dalí, Picasso, Wittgenstein…), que hubiera incentivado la curiosidad del lector.
Tal misión la cumple, en buena medida, el prolijo índice de los capítulos en el que, para conectar con lo dicho aquí dos párrafos más arriba, aparecen las siguientes palabras: americana, pantalones, piel, metro, farmacia, golosinas, semáforos, vocales, cerdos, portero, árbitro, bici, bandera, latín, heráldica, gato, destino, ajedrez, moreno, niños, carreras… Y tómese esta enumeración como una exigua muestra a la vista de esos ámbitos de la cotidianidad que señalan las pistas sobre las que Pastoureau hace circular su excursión por los colores.<br><br>
Pastoureau recuerda repetidas veces que los colores primordiales en Occidente son el blanco, el negro, el rojo –estos tres fueron los fundamentales durante muchos siglos-, el verde, el amarillo y el azul, mientras que el naranja, el rosa, el violeta, el marrón y el gris están considerados como “semicolores” o colores de “segunda fila”.
A todos estos colores, evidentemente, dedica Michel Pastoureau su ensayo –y también al ascendente beis y a lo que quiera que sea “lo incoloro”- y en torno a ellos organiza sus recuerdos. El campo es tan extenso y rico y los detalles tan sustanciosos y variados que se hace imposible intentar aquí un resumen que no sea excesivamente extenso o manifiestamente incompleto.
Escojo un párrafo que combina, si bien se lee, lo esencial y lo anecdótico. Pastoureau se refiere a las continuas encuestas que se hacen desde hace mucho tiempo –generalmente con fines industriales y comerciales- sobre los colores preferidos: “No sólo los resultados no varían de una década a otra, sino que son más o menos los mismos en todos los países de Europa, de Portugal a Polonia, de Grecia a Noruega. Ni el clima, ni la historia, ni la religión, ni las tradiciones culturales, ni aún menos los regímenes políticos ni los niveles de desarrollo económico parecen incidir en los colores que se prefieren o no gustan. El azul se halla siempre en cabeza ante el verde y el rojo, con el amarillo cerrando la marcha. Aún más sorprendente: esta clasificación de colores preferidos es la misma para hombres y mujeres, para todas las franjas de edad y para todas las categorías profesionales. Sólo los niños muestran algunas divergencias, al esgrimir una mayor preferencia por el rojo, que se coloca más o menos a la altura del azul, y por el amarillo, menos abandonado que en los adultos”.
A continuación, Pastoureau señala que esas preferencias son idénticas en Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, pero que cambian en Japón (gana el blanco), en China (el rojo), en la India e Indochina (el rosa y el naranja) y, por supuesto, en el África negra y en Asia central. Pero ésa es, en todos los sentidos de la palabra, otra historia.