Angélica Liddell sabe que es un ser para la nada, un ser para la muerte. Los pájaros inhóspitos de Sartre se le escapan de sus manos ojivales hechas para dar de comer a las estrellas. Manuel Fernández-Valdés ha radiografiado a la dramaturga en una película certera y pedernal. He contemplado en ella el manantial turbio de los ojos de la escritora en el que beben a dentelladas los versos de Valente. Sobre la oquedad de los dioses extinguidos, el director ensaya la proeza de explicar cómo es la mujer de la lágrima y el relámpago, la actriz incandescente, la soledad del alma herida.
Con Angélica, Manuel Fernández-Valdés se ha colocado a la cabeza de los directores jóvenes del nuevo cine español. Estamos ante una gran película. En ella la dramaturga no ensaya su obra sino su vida. Fernández-Valdés ha plantado un espejo ante el deseo de Angélica de ser una puta fugaz que hace la calle canalla. Vano intento porque la escritora lleva el alma fuera, el cuerpo dentro. La dramaturga de Todo el cielo sobre la tierra se olvida ante las cámaras de sus estudios en la Resad, “una fábrica de trepas y garrapatas... una mafia infectada de prejuicios tanto alumnos como profesores”. Ella pertenece, como escribió Diderot, como subrayó Bukowski, a la estirpe de los cómicos “formada por tullidos, retrasados mentales, enanos, pobres diablos y seres deformes, obligados a arrancar las carcajadas estúpidas de los espectadores”, las risas de “reyes, cardenales, nobles, banqueros y demás necios”.
Entre Artaud y Fassbinder, Angélica Liddell se ha convertido en un icono del teatro europeo, vencedora por dos veces del festival de Avignon. Fernández-Valdés explica en imágenes cómo se cachondea la actriz del babear de los críticos y del fornicio lejano y solo. La autora es hielo abrasador, es fuego helado, y se esfuerza por escaparse de la inundación del estiércol que ha convertido la cultura en un vertedero de famoseos, basuras y procacidades. Cuando ganó con dos tacones el premio Valle-Inclán, temí que despampanara la escultura de Víctor Ochoa sobre la cabeza del ministro de Cultura. La contuvo Paco Nieva, que era la noche roja de Nosferatu con tembladera virginal. En los salones del Teatro Real, Angélica parecía un delfín degradado aunque le bailaba el terrorismo cultural sobre la navaja de sus ojos. Manuel Fernández-Valdés ha radiografiado en su película la independencia feroz de Angélica, su inteligencia en carne encendida, las heridas del alma todavía sin cicatrizar. A la actriz le solloza el sexo sobre el escenario al contemplar cómo los emperadores libres del dinero escupen en el rostro de los desesperados. Ella ha hundido sus brazos en el río de razas, patria de raíces y su ancho rumor, su lámina salvaje viene de los versos de Pablo Neruda, de las pobres y altivas soledades, de una silenciosa madre de arcilla.
En Ping Pang Qiu, la protagonista de la película se adentra en el misterio de China desde Lu Hsun, que anticipó la Revolución Cultural en Diario de un loco, hasta Gao Xinjian, que la espera todavía en La estación de autobuses. Mao Tsé-tung, al gusto de Angélica, clamó ante los obreros del puerto de Shanghai: “Vosotros los sin albergue, vosotros los sin arroz, vosotros todos los que no tenéis nombre, a los que se reconoce por las llagas de las caderas, descargadores de barcos, o por las llagas del hombro, obreros del puerto, escuchad, escuchad el clamor de esos que han amasado su gloria con vuestra sangre”.
Entre la voz ácrata y el nihilismo, Manuel Fernández-Valdés apresa en su película el pensamiento de Angélica Liddell, que se revuelve contra Dios. Un Dios que permite este mundo descoyuntado de los dictadores atroces y de los demócratas egoístas y voraces. La dramaturga rechaza el orden social reinante y aspira a destruirlo. Como la Simone Weil de Intuiciones precristianas, la francesa que de jovencita militó en la columna Durruti durante la guerra incivil española, no ha pedido a nadie la vida que le han dado. A Angélica le resulta insufrible la injusticia del mundo y, como no puede soportar ya ni el peso de los pétalos, escribe en soledad de amor herida: “Quiero ser la asesina de Dios”.