[caption id="attachment_1442" width="560"] Arnold Bennett[/caption]
Esta vez la cita va por delante. Escribe Arnold Bennett: “Una brisa inconstante y desagradable, suave y con impurezas acumuladas, mecía las cortinas, y todos los sonidos urbanos –las agudas voces de los niños que jugaban, la circulación de los coches, el trote rítmico de los caballos, los gritos de los vendedores de periódicos y los ladridos quejumbrosos de los perros- se colaban por las ventanas abiertas envueltos con tal languidez que hacía pensar en una ciudad fatigada, en una ciudad que anhelaba los escondrijos húmedos de los bosques, en el soplo desinfectante de las cumbres montañosas y en el mar purificador”.
Estamos en las primeras páginas de Un hombre del norte (1898), que ha editado Belvedere con traducción de Ricardo Bestué. El joven Richard Larch acaba de llegar a Londres desde un pueblo, atraído por los encantos bulliciosos de la gran ciudad y dispuesto a convertirse en escritor. Las ventanas abiertas corresponden a su modesto cuarto en una humilde y algo desaliñada pensión. Se va a sentar a escribir.
Un hombre del norte fue la primera novela de Bennett (1867-1931), que tenía 31 años cuando la publicó y que se había trasladado diez años antes a Londres –“el hogar natural del escritor”, dice- con el mismo propósito que alienta a su protagonista. Si no en la minucia de la letra, su novela tiene la música de su propia experiencia.
La lectura del fragmento elegido nos sitúa con nitidez ante la eficiencia narrativa de un escritor realista, de uno de esos realistas –tardío en su caso- que tanta gloria dieron a la literatura inglesa –y de media Europa- del XIX. Las descripciones prolijas y detalladas eran marca de la casa. Niños, coches, caballos, vendedores, perros…El pálpito de la ciudad se ve y se oye en las palabras, es plástico y sonoro.
Arnold Bennett alcanzaría la gloria literaria. Fue, con su coetáneo y Nobel John Galsworthy, uno de los escritores más célebres entre los ingleses del primer tercio del siglo XX. He leído su Cuento de viejas (1908), la historia de dos hermanas a lo largo de setenta años, y es un novelón. Pero las hechuras realistas se habían quedado viejas, precisamente, para los escritores jóvenes que querían superar de un golpe tanto la literatura victoriana como la eduardiana. Con Virginia Woolf a la cabeza, los modernos fueron a por Bennett y sus colegas. Fue lógico, pero también injusto.
Fue lo de siempre. La lógica de la evolución del arte exige la renovación de las formas, matar a la generación anterior después de haber aprendido de ella. Esta operación, que es inexorable, tiene su punto de injusticia, pues inevitablemente minusvalora y combate las cualidades de los maestros precedentes. El paso del tiempo acaba por fijar una ecuanimidad que acoge a los mejores de cada generación.
Y Arnold Bennett, leído hoy, recupera la condición de maestro. El realismo, incluso el naturalismo de Bennett, no es mazacote. Un hombre del norte fluye de maravilla, describe con brillantez ambientes y almas, pone en pie a un numeroso conjunto de personajes y, en fin, maneja con sólido oficio –pese a que su autor debutaba- una trama rica en lances.
Y hay un matiz, a mi juicio, que distingue a Bennett de otros escritores realistas de la época, más tendentes a la relevancia pictórica y, diríamos, de la puesta en escena. Y es que Bennett es un novelista muy agudo, dotado de sentido del humor y mala idea, muy capaz de observaciones y quiebros afilados y audaces que hoy no extrañan –y agradan- a un lector moderno.
Por lo demás, Un hombre del norte es novela canónica en varios frentes temáticos, que pueden aparecer unidos y ser el mismo: novela de iniciación e itinerario, de llegada a la vida adulta y a la gran ciudad, de paso de la juventud ilusionante a la primera madurez desencantada, de crónica autobiográfica de las primeras cuitas literarias.
En Un hombre del norte seguiremos al joven Richard en sus deslumbramientos y en sus tropiezos, en sus esperanzas y en sus desengaños, en sus amistades y en sus amores, en el juego entre el pacto con la realidad y su rechazo, en su periplo interior y exterior por un Londres que, como toda gran ciudad, puede ser amable u hostil, propiciar la germinación de los sueños o enterrarlos. El lector lo descubrirá.