El poeta ama los versos de la vida y de la muerte, los malezales y güellos, el viento hecho picaño. Ama la vehemencia del beso, el cuerpo misterioso y tácito de la mujer querida, los abrazos ávidos, los sollozados ojos, la playa última de su ser. Ama el cielo incendiado de azul, manso como un yuyal; la espada innumerable del mar en el vuelo de las calandrias; la palabra liminar de Cansinos Assens.
Ama el poeta la carne nueva de la mujer que la sombra no puede apagar. Ama la brillazón de sus ayeres, los tangos antiguos y los patios celestes, el barrio guarango, corazonero y tibio, y también la ciudad humillada por el “imperio forajido” de España.
Desde la luna de enfrente, el poeta desea que no sean barulleras las rimas, mientras contempla cómo se desangra el poniente, cómo la perfección del sufrir aduna a la amada sobre el inútil tajamar del abrazo. El viento le acerca al alba entorpecida y a la madera desesperada de la guitarra.
Pobre como una araña, el poeta fustiga los días ávidos del poderoso y canta la certeza espiritual contra la codicia porque su patria argentina es la oración crujiente del sauzal en los atardeceres. Con atisbos machadianos, celebra la tarde tranquila casi con placidez de alma. Y luego apacienta el corazón del amanecer. Se levanta, en fin, de su soledad pordiosera y enciende su voz con todo el amor pedernal en el pavor de la muerte.
Al alma herrumbrada del poeta le duele la pena que azulea en las esquinas junto a la puerta candel. Contempla el mundo que le oprime igual que un soguerío y la ciudad que se oye como un verso. Quiere regresar a su pobredad y haraganea en el silencio. Se abren sus versos como una herida y anhela las lenguas del cielo y el jeme de la pampa. Mientras el agua va rezando por las orillas del río, le explica a la amada que sienta las cosas por el amor, no el amor por las cosas.
El poeta es, claro, Jorge Luis Borges. Un buen amigo ha puesto en mis manos una joya bibliográfica: la primera edición de Luna de enfrente, publicada por editorial Proa en 1925. Sus versos han iluminado mi fin de semana.
Jorge Luis Borges es un fulgor. Fundó en 1922 la revista Proa, un año antes que Ortega y Gasset, la Revista de Occidente. Nadie ha escrito en el siglo XX un relato de tanta belleza literaria como Hombre de la esquina rosada, el cuento inmenso en el que Borges explica cómo el Corralero entra en la taberna para injuriar a Rosendo Juárez, el Pegador, entre los respingos del hembraje y el ganchillar de los bolaceros. Pero Rosendo, la palabra estevada, el gesto de vino rojo, la frente cérvida, rehúsa enfrentarse al balaquero. “De asco, no te carneo”, le espeta el Corralero. Enlaza luego a la Lujanera, la crencha a la espalda, enhiestos los pechos, y se larga con ella, los juláis y el braguerío atónitos.
No sabe el Corralero que en las sombras de la esquina rosada le aguarda el hombre del cuchillo filoso para sangrarle a lo macho.
El libro que tengo entre mis manos tiene una dedicatoria de puño y letra de Jorge Luis Borges: “A don José Ortega y Gasset, complejo y claro”. No se puede definir mejor, y en dos palabras, a la primera inteligencia española de la pasada centuria. El autor de La idea de principio en Leibniz era efectivamente complejo y claro. La pluma se le hacía translúcida para desarrollar el pensamiento profundo. Y además inundaba de claridad los más complejos desafíos de la metafísica general y de la filosofía de la Historia.
En un verso, el poeta es capaz de resumir toda una extensa reflexión ontológica. Jorge Luis Borges permanece en la cumbre de la literatura en lengua española. Tuve la suerte de compartir con él largas conversaciones, cuando el premio Cervantes. Para el autor de El Aleph, “el diálogo de la vida y de la muerte sintetiza nuestro cotidiano vivir”. Sabía que en las playas de oro de la vida le aguardaba incorruptible su tesoro: la vasta y vaga y necesaria muerte.