Thackeray y sus burgueses
[caption id="attachment_1098" width="250"] William Makepeace Thackeray[/caption]
La novela inglesa del XIX tuvo muy altas cumbres, si bien parece que la rusa y la francesa siguen ocupando los dos puestos más relevantes del imaginario podio. Con permiso de Charles Dickens, claro, y de su íntimo enemigo, William Makepeace Thackeray (1811-1863), que se adelantó sólo unos meses al nacimiento de su egregio colega.
Dickens, más realista y centrado en las clases populares, dejó para la Historia una decena, al menos, de grandes novelas, mientras que Thackeray, satírico denostador de la burguesía, pasó a los manuales con dos poderosos fogonazos: Barry Lyndon (1844) y La feria de las vanidades (1848).
A los tiempos de la segunda pertenece Una cena en casa de los Timmins, con la que Periférica sigue mostrándonos, después de La historia de Samuel Titmarsh y el gran diamante Hoggarthy (1841), algunas de las breves y divertidas novelas de Thackeray.
Rosa Timmins no tiene, desde luego, las hechuras de arribista ni la falta de escrúpulos de la Becky Sharp de La feria de las vanidades, pero desea mantenerse en el meollo de la buena sociedad vecina de Hyde Park, posición amenazada, ya que a su marido, el abogado Fitzroy Timmins, no le van muy bien las cosas últimamente.
Madre reciente y con gratuitas veleidades de poetisa, Rosa, haciendo caso omiso del pésimo estado de la cuenta corriente familiar y de las reducidas dimensiones de su simpática vivienda –que no en balde está situada en la imaginaria calle Lilliput-, decide organizar una cena para veinte personas con el fin de aparentar un desahogo económico que no tiene y de mantener influencia entre lo más granado de sus amistades.
Pronto vemos que tales amistades son muy relativas, pues una de las primeras cosas que nos cuenta Thackeray, para ir pintando su ácido fresco de burgueses, son los recelos, las críticas y los enconados comentarios en todas direcciones que la invitación de la señora Timmins suscita entre los elegidos para disfrutar del ágape.
Con hábil oficio y con ironía que hiere pero no mata –muy bien conservada en la traducción de Ángeles de los Santos-, Thackeray va superponiendo distintas capas de interés hasta dar volumen a su modesto relato.
El débil señor Timmins y la resolutiva señora Timmins obtienen su atinado perfil individual mientras el narrador completa una visión con claroscuros de su feliz matrimonio, acechado por las excesivas dotes de mando de Rose, la sensibilidad hacia la belleza de las damas jóvenes de Fitzroy y las intromisiones de la “querida” suegra del abogado. Nos movemos en el territorio de un ingenioso y ocasionalmente punzante costumbrismo.
La señora Timmins no ha calculado debidamente los enormes gastos que su ansiada velada supondrán para su maltrecha hucha doméstica, y buena parte de la novela transcurre en torno a las gestiones, compras y contrataciones que será preciso hacer para organizar la “pequeña” cena como es debido y no decepcionar a la concurrencia.
Con tal pretexto, Thackeray va acumulando cuitas y episodios que le sirven muy bien para redondear un jocoso e impertinente retrato de la mentalidad y el modo de vivir de sus burgueses, tan propensos a desenvolverse por encima de sus posibilidades y al margen de sus más íntimas convicciones, mientras el lector se permite vaticinar que el representativo encuentro no saldrá a gusto de todos.
En un lance, el matrimonio Timmins entra del bracete a una elegante y exquisita pastelería para efectuar sus caros encargos con vistas a la cena. La ocasión propicia que el señor Timmins sucumba –con alguna consecuencia- al encanto de las bellas dependientas: “Sí, allí estaban; y otras, quizás, a las que Fitz también había mirado con ojos de cordero a través de los enormes cristales. Supongo que el hecho de vivir entre tal cantidad de cosas buenas es lo que vuelve hermosas a estas jóvenes damas. Llegan al lugar, digamos, como personas corrientes y poco a poco se van volviendo cada vez más bonitas, hasta que se convierten en esos perfectos ángeles que vemos. No puede ser de otra manera; si usted y yo, mi querido amigo, pudiéramos pasar un tiempo en ese lugar, nos volveríamos encantadores. Viven en ese ambiente rodeadas de las más deliciosas piñas, natillas, cremas (algunas batidas y otras tan buenas que no requieren la azotaina), jaleas, bizcochos borrachos, licor de cerezas... cien mil cosas dulces y riquísimas.
Miren esas frutas en conserva, miren esos dorados caramelos de jengibre, las explosivas piñas, las encantadoras y cucas naranjas de la China, alineadas en los relucientes frascos cilíndricos de cristal. Mon Dieu! Miren las fresas con sus hojas…”
Es evidente que en estas líneas Thackeray mueve con diestra maestría su muñeca literaria para crear un cuadro plástico, colorista y sensual. En el capítulo, el escritor apenas dedica tres líneas para describir a las hermosas dependientas. Aplicando su plausible teoría de la transmisión de la belleza por contagio de las finuras pasteleras, Thackeray logra que imaginemos la hermosura de las chicas por la descripción que hace de las delicias de la tienda, logrando además que la glotona concupiscencia que suscitan los cuerpos (que no vemos) y los pasteles sea la misma cosa.