La Real Academia Española y Alfaguara ponen en circulación la Colección III Centenario, alusiva a la fundación de la docta casa: libros importantes de la literatura en español de los siglos XIX y XX, ediciones bien diseñadas y cuidadas, con amplios estudios preliminares, fotografías, documentos, bibliografía y otros anexos.
He leído Muertes de perro (1958), relato escrito en su largo exilio por el novelista, ensayista, traductor y profesor Francisco Ayala (1906-2009), uno de sus libros fundamentales, que, con El fondo del vaso (1962), compone un díptico sobre la atmósfera envilecida y podrida de las dictaduras latinoamericanas, con la figura del corrompido y excesivo dictador en su médula.
La acción transcurre en un innominado país centroamericano, síntesis de tantos otros semejantes. El narrador compone el grotesco cuadro protagonizado por el “Gran Mandón” Antón Bocanegra -también llamado Padre de los Pelados, que hace y deshace criminalmente a su antojo-, con la ayuda de una sustanciosa documentación a la que ha tenido acceso y, muy especialmente, con las memorias –tantas veces entrecomilladas- del que fuera secretario personal del sátrapa, un tal Tadeo Requena, quien de la nada llegó a lo más alto para caer en lo más bajo, debido a una merced arbitraria del caudillo, quien lo tenía por uno de sus numerosos hijos bastardos.
Como cabe suponer, no estamos ante un mero fresco estático, sino que Ayala va intensificando la entrada de episodios y lances que irán anudándose hasta conformar una intriga creciente relacionada con el infausto destino de sus esperpénticos y vesánicos personajes. La escritura, de alto voltaje literario –y no poca crueldad de fondo-, apela al juicio moral y ético del tinglado y de las mil formas de degeneración y putrefacción y se mimetiza con los parámetros de otras novelas del género, “novelas de dictador”, que, como bien recuerda José María Merino en su estudio prologal, tienen como referencia Tirano Banderas (1926) y, después de Valle-Inclán, se van ensartando en títulos en la mente de todos –no los citaré- a cargo de autores como Asturias, Roa Bastos, García Márquez, Carpentier, Vargas Llosa y tantos otros. De mi cosecha añadiré a uno de mis predilectos, Ibargüengoitia.
El muñidor del relato, muy al principio, reflexiona así: “…en este bendito país nuestro pronto se pierde la memoria de todo, de lo bueno como de lo malo; y no es este nuestro menor defecto, la verdad sea dicha: vivimos al día, sin recuerdo del pasado ni preocupación del porvenir, entregados a un fatalismo que nos lleva, en lo individual como en lo colectivo, de la abulia al frenesí, para recaer de nuevo en el letargo tras cada convulsión. Eso quizás por suponerse que nada de lo que ocurra o pueda ocurrir aquí tiene entidad real”.
Ayala aseguró –no sin un deje de su cáustica ironía- que no había querido aludir en Muertes de perro ni a un dictador ni a un país concretos. Ni siquiera a Franco y su dictadura. Pero no deja de sorprender cómo concierne lo sustancial de las palabras citadas a algo inmanente de España y de los españoles. Tan inmanente que, más de cincuenta años después de haber sido escritas y en otras circunstancias, esas palabras conservan actualidad entre nosotros.