Angélica Liddell en un momento de la representación de Tandy. Foto: Christopher Hewitt

Estrena en Temporada Alta Tandy, un nuevo desafío escénico de la actriz y directora en el que reflexiona sobre Dios, el amor y la espiritualidad

El libro Winesburg, Ohio, del autor estadounidense Sherwood Anderson, encendió la chispa de Tandy, la nueva entrega de la incombustible Angélica Liddell (Figueras, 1966) que presenta este jueves en el Festival Temporada Alta de Gerona, dentro de su Ciclo de las Resurrecciones. Fue al releer la obra cuando se dio cuenta de que se había convertido "en uno de esos personajes solitarios, grotescos, medio locos de amor, que necesitan crear sus propios dioses para sobrevivir a la imposibilidad de ser feliz". Entre esos personajes se encontraba el forastero y Tandy. A partir del texto, Anderson -y ahora Liddell con Monteverdid de fondo- plantea una cuestión fundamental: ¿son Dios y el amor una misma cosa? "Sherwood nos responde diciendo que necesitamos ser amados, que somos débiles, frágiles, y que no sabemos resolver el conflicto entre la necesidad de estar solos y la necesidad de amar y de ser amados".



PREGUNTA. -¿Qué inercia le ha llevado a volver sobre Winesburg, Ohio?

RESPUESTA. -Coincidió con un momento de mi vida en el que me estoy haciendo las mismas preguntas. Como Dante, en la Divina Comedia, llegados a la mitad de la existencia, metidos ya en una selva oscura, empezamos a necesitar un guía espiritual que nos conduzca a algún lugar donde la luz exista. Empiezas a pensar en la trascendencia, en el valor del espíritu por encima de la decepción de la carne... El mundo espiritual empieza a tener más importancia que el material. Te gustaría creer y deseas cosas que la vida ya no te puede ofrecer.



P.-¿Qué representan para usted sus protagonistas?

R.-El forastero, que para mí es Dante exiliado, aunque algunos han querido ver a Cristo, extraviado también en la selva del alcoholismo, ve en la niña lo que nadie ve: ve a Dios. Se enamora de ella, del mismo modo que Dante se enamora de Beatriz, se produce una fusión entre el amor sacro y el amor profano, fusión que quedó ya consolidada desde el trecento italiano. El forastero entona una profecía, le dice a la niña que no sea un hombre ni una mujer, que sea Tandy, es decir, que sea el amor. Entonces yo me pregunté qué hubiera sido de la niña si la profecía del forastero se hubiera cumplido. Y ahí apareció como respuesta el síndrome de Clerambault o la erotomanía. Lo que para mí es el amor, el amor verdadero, el que nace para reivindicar la libertad individual frente a la convención y al orden social, ese amor es tratado como una enfermedad.



P.-¿Son irreconciliables psiquiatría y religión?

R.-Totalmente, la religión es el misterio, la psiquiatría es la asesina del misterio.



P.-¿Consideraría la obra una búsqueda o una ruptura con Dios?

R.-Hay algo más poderoso que la fe y es la necesidad de creer en dios. La búsqueda espiritual de los no creyentes es tan escarpada como la fe, y la fuerza de esa búsqueda nace de la necesidad de Dios, no de la existencia de Dios.



P.-¿Qué respuestas da Monteverdi en el montaje?

R.-El trabajo es un camino desde el infierno hasta el paraíso. Al final del camino está Monteverdi. Necesitamos milagros y El lamento de la ninfa los produce.



P.-¿Qué relación tiene esta obra con Carta a San Pablo... su próximo trabajo? ¿Cómo ha estructurado el Ciclo de las Resurrecciones?

R.-Todo el ciclo trabaja con la misma pregunta. Se trata de llegar a la luz mediante las tinieblas. Están conectadas por las tinieblas y por un universo donde lo prerracional conduce las acciones humanas.



P.-Hablando de tinieblas, ¿qué piensa de la clase política ante tanta corrupción? ¿Haría una obra de teatro con todo ello?

R.-Pienso que la única opción es la anarquía, ese NO ESTADO, como propone Chomsky, donde cada individuo es consciente del bien y del mal por sí mismo sin necesidad de ideología ni de partidos. Pero el alma humana no está a la altura del derecho, y por esta razón la anarquía es una utopía. Ahora mismo estoy trabajando con la idea de Dios, en un territorio muy lejano a la actualidad.



P.-¿Qué debería denunciar el teatro en estos momentos?

R.-Bertrand Russell se quejaba del carácter materialista de la sociedad moderna en la que todo debía servir para algo, tener una practicidad, y defendía el arte como aquello que no servía para nada. Yo estoy de acuerdo con él, si el teatro se convierte en denuncia nos quedamos sin ese espacio destinado a la vida espiritual, a la conmoción íntima, a la epifanía y al misterio. Esa es la zona del arte que me interesa. La que me conduce a territorios invisibles.



P.-¿Cómo ve el formato operístico? ¿Le seduce? ¿Ha tenido tentaciones de hacer una gran ópera?

R.-La ópera es ese lugar donde van 800 personas con una ametralladora dispuestas a liquidarte, hagas lo que hagas. Y finalmente lo único que se recuerda con el paso del tiempo son los cantantes, la interpretación... A los grandes directores de teatro jamás se les recuerda por las óperas que han dirigido. Paradójicamente, acaba siendo anecdótico en sus trayectorias. Es un fusilamiento que siempre acaba en anécdota. Pero sí, me gustaría dirigir una ópera y no gastarme un duro en decorados. Al fin y al cabo, la muerte por fusilamiento es segura.