El pesimismo de Vargas Llosa
Vargas Llosa no pierde tiempo (ni espacio) en formular su tesis. En el primer párrafo de su libro, afirma -y ésta es mi cita principal de hoy respecto a una obra repleta de ideas considerables, estimulantes y subrayables- que la cultura, en el sentido que tradicionalmente se ha dado a este vocablo, está a punto de desaparecer.
El veredicto es alarmante y categórico, y, sea cual sea su argumentación -plausiblemente razonada en varios aspectos-, rezuma un pesimismo desolador, el pesimismo que Gracia combatía -¿con optimismo exagerado?- en su ensayo precedente. ¿Es Vargas Llosa un “intelectual melancólico”?
Recomiendo vivísimamente la lectura de los dos libros, quizás en el orden inverso en el que han sido publicados: primero, el de Vargas Llosa; después, el de Gracia. El lector que me haga caso obtendrá un extraordinario y ameno material para su reflexión.
En el capítulo introductorio y programático o sumarial de su ensayo, Vargas Llosa repasa -con gran utilidad para la mejor información del lector- los ensayos que, con anterioridad al suyo y desde distintas perspectivas ideológicas, ya se dedicaron a certificar la muerte o la agonía de la cultura por autores como T.S. Eliot, George Steiner, Guy Debord, Gilles Lipovetsky y Jean Serroy o Frédéric Martel. Es un “digest” obviamente incompleto, pero que sitúa muy bien las coordenadas del asunto a tratar, luego desarrolladas con miniensayos completados con artículos ya publicados que operan como ejemplos o síntomas -a pie de obra- en favor de los razonamientos desplegados.
La cultura, entendida inevitablemente como la alta -y honda, y transcendental- cultura, la cultura que representan las manifestaciones de la literatura y de las otras artes en su máximo nivel de calidad y de exigencia formal y de fondo, estaría en fase de demolición y extinción, sustituida por la banalidad, la trivialidad, el todo vale, la ausencia de jerarquía, la impostura, la comercialización y, sobre todo, los estragos de su propia democratización -la accesibilidad a todos-, que ha tenido como consecuencia su rebaja y su identificación con una mercancía del entretenimiento y del ocio que reduce hasta la náusea su excelencia originaria y mantenida en el tiempo, hasta situarla -lejos de las minorías que la conservaban y patrimonializaban- en una fruslería para consumidores de productos de distracción, de aspirantes a cierto estatuto epidérmico de personas cultas.
El tema es inabarcable en estas pocas líneas, y el mérito de Vargas Llosa -como de su previo oponente Jordi Gracia- consiste en ofrecernos argumentos variados para que decidamos -si podemos- en qué situación estamos. Insisto: recomiendo efusivamente leer los dos libros.
Me llevaría, con todo derecho y deber, otro libro hacer la síntesis de ambas argumentaciones y, no digamos, superar tal síntesis con la concurrencia de otros matices diagnósticos.
La postura de Mario Vargas Llosa, a la que estamos ahora, tiene algo -bastante- de apocalíptica, y sólo diré que, en parte, es fruto de un factor que el escritor trata en el libro con rapidez: la influencia de los medios de comunicación.
Los medios, en los últimos veinte años, han contribuido -como la educación escolar- a la erosión de la cultura. Vargas lo explica. Sólo diré: los medios crean realidad y, por tanto, influyen en la realidad, pero uno de los debates más enjundiosos a mantener ahora consiste en dilucidar hasta qué punto -y precisamente en lo referente a la cultura-, los medios, a la vez, no recogen la auténtica realidad y dejan fuera una realidad ajena a ellos y a sus intereses, paralela, distinta a la que como espejo dicen contener. En esa otra realidad, y por más minoritaria que sea -como siempre ha sido la cultura verdadera, aunque Vargas parezca dar a entender lo contrario-, hay más motivos para un contenido optimismo (Gracia) que para un desbordado pesimismo (Vargas).
No hay duda de que la cultura pasa por problemas. Pero uno de sus problemas son los medios de comunicación -que han renunciado a ser prescriptores de lo bueno, a jerarquizar, a discernir-, lo que, a su vez, afecta al veredicto ecuánime que pueda hacerse hoy sobre la realidad y, por supuesto, sobre la cultura. Hay otra realidad, hay otra cultura que sigue siendo la cultura de siempre, que, desde luego, jamás ha sido la cultura de las masas, hoy, por otra parte, se quiera o no, más cercanas que nunca al menos a sus efluvios.
Nadie dice -no digo yo- que haya que dar saltos por ello, ni, sobre todo, que no haya que reponer el peso de las humanidades y de las ciencias -también de las artes- en la escuela para retomar la posibilidad -perdida en España desde hace treinta años- de efectuar la definitiva remontada -la ampliación de la minoría-, que también haría pensarse a los medios en papel de qué hablar, a quién dirigirse y cómo, lo que de paso garantizaría -y ésa es otra historia- su supervivencia frente a Internet.