[caption id="attachment_1053" width="560"] Juanjo Mena[/caption]
Mientras escribo, oigo a Juanjo Mena en directo por la BBC, en los proms del Royal Albert Hall, uno de los últimos conciertos que da Mena como titular de la BBC Philhamornic. El locutor lo presenta así: "Huanho Mena, the orchestra's much loved chief conductor". Lo quieren mucho allí y eso significa más de lo que parece, porque con las orquestas inglesas no hay mucho margen para darse coba. Mena les encanta a ellos y también a la Sinfónica de Chicago, la Filarmónica de Nueva York y muchas otras, porque es un profesional de la batuta. La orquestase la enseñó por dentro Carmelo Bernaola. Los gestos de Mena tienen la precisión y la eficacia de su profesor de dirección, Enrique García Asensio, y su música tiene la anchura de su maestro, Sergiu Celibidache.
Es fácil proclamarse discípulo de Celibidache —basta con haber asistido a unos cuantos de sus ensayos— pero es dificilísimo serlo. Como casi todos los grandes creadores, Celibidache abrió caminos nuevos, pero los recorrió él enteros y, en la práctica, los dejó cerrados. Prohibido el paso salvo para epígonos e imitadores. La única manera de avanzar seriamente por el camino de Celibidache es atreverse, como hacía él, a parar la música, igual que Josué paró el sol, y quedarse a vivir ahí, en el vértigo, en el jardín de los sonidos emancipados, donde cada nota, cada acorde, cada ritmo, cada frase, cobra vida y se despliega en todas direcciones. Dirigiendo de esa manera a Bruckner o Debussy, Celibidache conseguía lo que tantos compositores de las últimas décadas han intentado: ocupar el espacio. No es una cuestión de tempo. Uno puede llevar la batuta a paso de tortuga sin que por ello ocurra nada de interés o puede, por el contrario, hacer estallar en mil colores un pasaje a pesar de llevarlo a toda velocidad. Como casi siempre en música, es una cuestión de oído, de saber oír interiormente el universo entero que hay dentro de cada compás y estar dispuesto a ponerlo en pie. En eso, Celibidache se parecía a uno de sus archienemigos, Anton Webern, el compositor microscopista, que sabía encerrar en un par de acordes la potencia expresiva de toda una sinfonía. Juanjo Mena es de los pocos celibidachianos a los que he oído parar el tiempo y quedarse un rato a coger las flores y a temer las fieras.
Pocas flores diría alguno que hay para recoger en la Séptima de Shostakóvich, la célebre Sinfonía Leningrado, pero Mena encontró allí mucho que hacer oír. Nunca la había oído tan llena de cosas. Antes, dirigió el Concierto para clarinete y orquesta de Magnus Lindberg, uno de esos cuatro formidables músicos finlandeses nacidos en los años cincuenta —Lindberg, Jukka-Pekka Saraste, Esa-Pekka Salonen y Kaija Saariaho—y formados en la Academia Sibelius de Helsinki, donde recibieron la impronta de la musicalidad. O bien, la traían de casa. No importa, porque al final nadie sabe en qué consiste ese don tan esquivo. En este Concierto la hay abundante. Empieza como el de Mozart y termina en un brillante do mayor. Es dificilísimo, todo el rato en el agudo, y lo tocó muy bien el joven Mark Simpson.
Este prom lo emite nuestra Radio Clásica el lunes 23 de julio, por si alguien quiero oírlo. La despedida de Mena de su orquesta ocurrirá en otro prom el 8 de agosto, con un programa de música inglesa. Después quedará, que yo sepa, sin titularidad en ninguna orquesta, pero rodeado de pretendientes. Veremos.