En el desierto inmenso y achicharrado del Oeste, un jinete, apenas una mosca en la pantalla, avanza despacio hacia la cámara, que está puesta arriba, en algún risco o acantilado. Lo que vemos, el trote del jinete, está muy lejos, pero lo que oímos está muy cerca, pegadito a cámara. Y es este sonido, cercanísimo, el que cuenta la historia. Primero suena un canturreo/silbido desafinado y despreocupado. Luego, ¡raas!, el encendido rugoso de una cabeza de cerilla. ¿Quién será el silbador/canturreador/fumador, el jinete o uno que lo está mirando desde aquí arriba? Al poco, ¡cric-crac!, el cerrojo metálico y ominoso de un rifle. El canturreador sigue sonando indolente. Tiene que ser la misma persona que acaba de armar el rifle, porque ambos nos llegan desde el mismo plano sonoro. Entonces, suena violentísimo un tiro y, simultáneamente, por primera vez, pasa algo en la pantalla: el jinete cae muerto y el caballo sale disparado hacia la derecha. La cámara, impertérrita. La acción sigue estando lejísimos, pero la banda sonora cambia ahora de registro. Todo lo oído anteriormente pasa a entenderse como introducción a los dos sonidos que aparecen al disiparse el eco del disparo: un arpa de boca (¡boing, bing, boing, bing...!) y un silbido firme y bien afinado que, al octavo “boing”, se arranca con una canción andina. Entran los títulos: “La muerte tenía un precio”. Música del gran Ennio Morricone.
[caption id="attachment_694" width="510"] Arpa de boca (o jomus, guimbarda, jew’s harp, maultrommel, birimbao, kubyz, manguaco...)[/caption]
Desde que vi esta película por primera vez, el arpa de boca me suena a Sergio Leone, Clint Eastwood y la épica excesiva y maravillosa de los western de Almería, pero este instrumento da para mucho más. He conocido estos días el fin del mundo, la República de Saja, en Siberia, también conocida como Yakutia, donde el arpa de boca o guimbarda (allí la llaman “jomus”) reina como instrumento nacional. La capital, Yakutsk, a unos cuantos kilómetros del círculo polar ártico, es la ciudad más fría del mundo. Todos los años están un par de semanas a sesenta y tantos bajo cero (los colegios los cierran, únicamente, al bajar de menos cincuenta). Es un país esencialmente vacío: ocupa seis españas y lo habitan apenas un millón de almas. Más que ciudades, tiene asentamientos, levantados todos sobre el omnipresente permafrost, tierra congelada que contiene mamuts perfectamente preservados y desbarata con sus movimientos lentos pero implacables los cimientos de edificios y carreteras. En realidad, no hay apenas carreteras, porque el permafrost las rompe. En materia de transporte tienen el río Lena, navegable tres o cuatro meses al año, y el avión de Moscú. El presidente fundador de la república, Mijaíl Nikoláyev, está convencido de que la educación musical es clave para el progreso de los pueblos y lleva un cuarto de siglo en esa batalla. En mitad de la taiga —el magnífico bosque de coníferas que ocupa medio país— aparece, distribuida en una docena de casitas de madera, una escuela superior de música, que es al mismo tiempo centro integrado donde confluyen los niños de mayor talento musical del país. Tras un par de tenaces decenios, los yakutios han sido capaces de formar en la capital una orquesta sinfónica de sorprendente calidad. Lo mejor: el proyecto “Música para Todos”, que pretende llevar la música, en sus muchas formas, a cada ciudadano.
[caption id="attachment_695" width="510"] Una orquesta de jomus en Yakutsk[/caption]
Dejé Yakutia admirado y envidioso. Pero por encima de todo, seducido por los increíbles sonidos que los lugareños saben sacar del arpa de boca. Hasta ahora, en el hit-parade de mi oído, el primer puesto de los sonidos fascinantes lo ocupaba la gran campana del carillón del Monasterio del Escorial, que me despierta cada mañana al dar las siete. Más que sonar, o doblar, ese campanón me vierte en el oído un millón de armónicos en cada golpe. Pues en la boca de un yakutio armado de su jomus se producen aún más armónicos. Además, son cambiantes, se mueven y articulan e incluso se despliegan en difonías según el músico va moviendo la lengua o la mandíbula. Esta orgía de armónicos me recordaba al viejo Stimmung, esa mesmerizante composición de Stockhausen (seis cantantes cantando hora y media un mismo acorde) en la que el único movimiento que advierte el oído es el color cambiante de las vocales. La guimbarda es un instrumento antiquísimo y extendido por toda la tierra. Pero nadie le saca tanto partido como este pueblo esforzado y disfrutador que ocupa orgullosamente un lugar imposible.