Son cuatro actrices en busca de una película y un director entregado a cuatro actrices. A lo largo de los años, Mariano Llinás ha ido dándole agua a La flor, viéndola crecer desde el tallo y abrirse en seis pétalos, laberínticamente centrífuga, sensible a la luz del día, con episodios incompletos pero de apariencia concluyente, unos créditos finales de 40 minutos, un potaje de géneros y de juegos, callejones sin salida y endiabladas propuestas metacinematográficas, como si Borges y Rivette se superpusieran, todo metido en tres partes subdivididas en diversos relatos, trece horas, un monumento.
Mientras dure el confinamiento, Llinás ha puesto su experimento polimórfico a disposición de los suscriptores de Filmin. La voracidad fabuladora del cineasta argentino en connivencia con las actrices Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa y Laura Paredes resulta en una de las propuestas cinematográficas más exigentes y gratificantes en el cine de autor de la última década. Como lo fueron sus Historias extraordinarias hace diez años, cuya inventiva megalómana (19 capítulos en 245 minutos) se consolidó como una propuesta fundamental del cine argentino, también La flor estaba llamada a provocar el pequeño sisma que ha provocado. Experimentar esta película, con sus excesos y sus defectos, con toda su fuerza bruta, es poco menos que una obligación.
Los sismas no son solo creativos, sino estructurales. El desafío motriz que hay detrás del tour de force creativo es de naturaleza política, de base. Llinás filma en la más absoluta independencia y precariedad. Lo hizo en Historias extroardinarias y lo ha vuelto hacer ahora. A lo largo del tiempo, en producción propia, un cine del posibilismo entendido desde la megalomanía, en el que el único (y más valioso) lujo es el tiempo. Sentimos cómo ese tiempo, con sus esperas y renuncias, empapa cada salto de historia, cada transformación de las actrices, en roles opuestos y en edades distintas, cómo la película se enrosca sobre sí misma y se enreda y se extravía y luego nos golpea con la genialidad a merced del tiempo. Su cita empieza en la serie B y en Rivette y el pastiche de géneros y el metalenguaje godardiano para acabar señalando a los gigantes Renoir y Vigo y ahí se acaba la función. El trayecto de Llinás es homérico.
Porque escribir (o hacer cine) que no se puede escribir (o hacer cine) también es escribir (o hacer cine). Algo así escribió Robert Walser. El autor se presenta de frente. Más bien, presenta su aventura de frente y nos advierte de su imposibilidad. Una flor que se abre para que sintamos cómo crece, sin saber si nos saldrá fea o hermosa. En el primer bloque del film, en ese parque recurrente a lo largo de las horas, nos espera Llinás sentado en sus citas intermitentes con el espectador. Nos mira serio o circunspecto, escuchamos su pensamiento. Escribe en su diario de rodaje (que se convierte en un elemento vertebrador de la narración, hasta confluir en una quinta historia en la que un actor hace de un director que solo quiere filmar los árboles y huir de las actrices) cómo va a ser esto que vamos a ver, si queremos. No promete nada que no entrega. La imposibilidad de su sueño, y la posibilidad de asistir a su fracaso, se convierte en la razón de ser, en el empeño y en el triunfo de la película.
Y así, entre esas ambiciones y esos fracasos, en la inercia de unos textos que arropan las imágenes y dan vigor a los cortes de montaje, a los retratos del exterior majestuoso y a los primeros planos incesantes; textos leídos en off por una polifonía de voces que son coros griegos y narradores pasionales. En envolturas de atmósferas mutantes, nos intriga la historia de vampiros en el desierto, nos arrebata un musical en la nuez misma de la pasión melodramática, y una tela de araña de espionaje internacional con sus ramificaciones personales, en la salvaje historia de una guerrillera o la bella crónica de una pareja de espías que está enamorada sin saberlo, en el psicoanálisis de la traición, por supuesto, en la fantasía de un loco Casanova como puerta a un misterio irresoluble por el que los coches quedan atrapados en las copas de los árboles, a unas actrices que se convierten, literalmente, en brujas, la pesadilla del cineasta. Como final y como exordio, nos lleva Llinás de partida de campo para proponer otro Renoir posible y finaliza con la fantasmagoría sexual de un romántico Feillaude.
La flor se abre paso en el espíritu de la vanguardia de las entreguerras y en la tradición del aleph borgiano o la rayuela cortazariana. Es el Holy Motors asilvestrado de nuestra década. Su febril y lúdica fabulación comparte la genética de Out 1 (1972) de Rivette, de los Misterios de Lisboa de Raul Ruiz (2010), de Las mil y una noches (2015) de Miguel Gomes… Llinás utiliza el lenguaje universal de las imágenes y la música y despliega los relatos en varios idiomas según la localización geográfica. París, Berlín, Moscú, la Argentina... El conocimiento, el cálculo y la intuición, pero sobre todo el sentido de aventura, como estrategia de escapismo de la realidad con los materiales incorruptos de esa misma realidad. Es un viaje que creo que nadie que ame el cine, y sus intrincados enigmas, debería perderse.