De vez en cuando, llegan al mercado juegos sin ningún tipo de ruido o promoción que sin embargo consiguen encaramarse a la cúspide de la conversación por méritos propios. En los juegos de puzles parece ser una constante. Fue el caso de Portal cuando salió hace más de quince años como parte de The Orange Box, un recopilatorio de Valve cuyo principal atractivo para el público general residía en la segunda expansión de Half-Life 2.
Portal parecía ser un simple añadido, un pequeño juego realizado por un grupo de estudiantes del que Valve parecía haberse encaprichado. Y sin embargo, una vez el entusiasmo por las desventuras de Gordon Freeman subsidió, Portal se reveló como el verdadero portento de aquella colección, un juego digno de pasar a la historia, no solo por la inventiva de sus mecánicas, sino por la hilaridad de su antagonista principal, GlaDoS. ¿Consigue Viewfinder formar parte del mismo linaje junto a títulos como Superliminal, Baba is You o The Talos Principle?
El pilar central de Viewfinder es la sobreimpresión de imágenes en dos dimensiones sobre el entorno tridimensional. Es un concepto muy visual que puede ser difícil de trasladar de manera verbal, pero lo que implica es convertir las propiedades de una fotografía en geometría tridimensional. Es decir, si tenemos una fotografía de un puente, con simplemente darle a un botón, podemos traer ese puente al mundo de juego, alineándolo con otras plataformas para poder atravesarlo.
Sin embargo, ese tan solo es el punto de partida. Rápidamente el juego nos arroja rompecabezas más complejos donde tenemos que usar paredes para crear rampas o el propio vacío en el horizonte para poder atravesar por rejas. El objetivo en los niveles siempre es el mismo: llegar a un teletransportador para pasar al siguiente. Las maneras de llegar hasta él, sin embargo, son múltiples. Hay soluciones más elegantes o más toscas, pero sorprende la enorme flexibilidad del juego para aceptar todo tipo de respuestas.
El juego encuentra su propio ritmo una vez nos facilita la cámara Polaroid, con la que podemos utilizar cualquier elemento del entorno y manipularlo a nuestro parecer. Sorprende la cantidad de giros de tuerca que los diseñadores son capaces de darle al concepto, abordándolo desde múltiples direcciones para explotar todo su potencial. Es fundamental poseer una gran visión espacial, grandes dosis de pensamiento lateral y abstracto y una cierta intuición para descifrar algunas de las mecánicas más elaboradas.
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No obstante, Viewfinder apenas coloca constricciones intrínsecas, admitiendo un enorme rango de soluciones creativas, muchas de ellas muy alejadas de la intención original pero igualmente válidas. Es esa falta de dogmatismo lo que equilibra la balanza y hace del juego una experiencia muy accesible, dinámica y fluida. Hasta veloz incluso, con muchos niveles pudiéndose resolver en apenas un minuto.
Para vestir los puzles, Sad Owls ha construido una narrativa en torno a una simulación en la que nuestro protagonista se sumerge para encontrar una solución al colapso ecológico del mundo real. En la simulación residen las grabaciones y los progresos anotados de un grupo de investigadores que habían elucubrado sobre posibilidades tecnológicas que pudieran remediar una situación tan desesperada. Aunque los diálogos y los apuntes profundizan en la complejidad de sus relaciones, la tensión competitiva bajo la superficie, sus frágiles egos y su ansiedad general, no se estructuran sobre un conflicto central que pueda funcionar como catalizador dramático, quedando todo bastante desdibujado y sin poder causar un impacto tan certero como otros títulos del género.
A pesar de la ligera decepción que supone su narrativa, Viewfinder es un fantástico juego de puzles que parte de un pequeño prodigio técnico. Resulta casi milagroso que el juego no se rompa constantemente con la implementación instantánea de la geometría fotográfica. Aunque los niveles demuestran una enorme creatividad a la hora de plantear problemas y eventuales soluciones, el concepto es tan brillante y rompedor que clama por ser expandido. Las menos de cuatro horas que lleva completarlo se hacen muy cortas.
Si con un poco de suerte, el juego consigue encontrar su público, no tengo ninguna duda de que en Sad Owls se podrán poner a trabajar en una secuela más innovadora si cabe. ¿Alguien dice realidad virtual? Una conclusión lógica, pero no por ello menos estimulante. E incluso ir más allá, sentando cátedra sobre otros diseñadores que puedan aplicar estas mecánicas e ideas a otro tipo de juegos, manipulando las leyes ópticas y físicas para expandir el vocabulario visual del medio, ahondando en la plasticidad del mundo digital en contraposición a la rigidez de las obras de arte tangibles que pueblan los museos de arte contemporáneo.