¿Son los videojuegos machistas? La pregunta se repite con frecuencia a pesar de la falacia que encierra la premisa. Los videojuegos, como cualquier otro medio, son un mero receptáculo desapasionado, pero altamente maleable. ¿Existen videojuegos machistas? Sí, por supuesto. De la misma manera que existen juegos belicistas y pacificistas, juegos dedicados a transmitir ideales de diversidad y juegos con una fuerte componenda social.
Pero no nos llamemos a engaño. Si la pregunta surge con tanta asiduidad es porque durante décadas los videojuegos se dirigieron a un público muy concreto: el de hombres jóvenes heterosexuales. Y porque fueron creados por el mismo fenotipo social. Y quienes ganaron ingentes cantidades de dinero con ellos también fueron hombres. Siempre ha habido mujeres a ambos lados de la pantalla, pero su representación, hasta hace muy poco, era casi testimonial. ¿Por qué? Play like a girl trata de explicarlo.
El libro de Marina Amores, recientemente publicado en la colección Timun Mas del sello Libros Cúpula, aborda la problemática desde tres perspectivas diferentes: la de la mujer como desarrolladora, la de la mujer como consumidora y el feminismo en el marketing y la comunicación. Es un planteamiento interesante que permite explorar toda la cadena de montaje y las múltiples derivadas que surgen del mismo principio activo: la prevalencia de la mirada masculina en todos los niveles. Uno de los grandes aciertos del libro es su pulsión arqueológica.
¿Existen videojuegos machistas? Sí, por supuesto. De la misma manera que existen juegos belicistas y pacificistas
He de reconocer que desconocía muchos de los nombres mencionados en los primeros capítulos, lo que podría apoyar el argumento de que ha habido un intento por sepultar los nombres femeninos y expurgarlos del relato historicista. Sin embargo, también se puede alegar que ese olvido podría explicarse por las dinámicas capitalistas que asolan la industria del videojuego y que abogan por encumbrar las marcas en detrimento de las personas, cuyos nombres no pueden ser registrados por las corporaciones, y que también han afectado a multitud de hombres anónimos.
Amores expone sin tapujos los muchísimos ejemplos del machismo imperante en la década de los 90 y en los 2000 en videojuegos. Los personajes con medidas exageradas (la primera encarnación de Lara Croft es quizá el ejemplo más infame, pero ni mucho menos el único), las azafatas de ferias de la industria como el E3, la manera de publicitar los juegos en los medios especializados, las declaraciones de los desarrolladores en entrevistas o en encuentros con los fans…
El sexismo era una constante atroz y Amores culpa de ello a la cultura “bro” (de fraternidad americana) que se respiraba tanto en los estudios como en los departamentos de ventas de las grandes publishers. No tanto a los mandamases, los ejecutivos que estaban en las juntas directivas de estas empresas y que abogaron por mantener la inercia a pesar del cambio evidente de las sensibilidades sociales, tanto en los consumidores como en los estudios, hasta que tuvieron que corregir de manera apresurada cuando la cuestión se convirtió en el epicentro de las guerras culturales gracias a las denuncias de Anita Sarkeesian.
Sin embargo, el libro no se detiene mucho en analizar los tropos machistas en los videojuegos, sino en los ambientes tóxicos de la escena online: los chats de internet, el acoso en redes, las dinámicas de Twitch y Youtube, los eventos de la industria, el mundo de los e-Sports… Amores describe un infierno digital insoportable que lleva a uno a preguntarse por qué nadie querría participar de ese ecosistema.
Siempre ha habido mujeres a ambos lados de la pantalla, pero su representación, hasta hace muy poco, era casi testimonial
Que el discurso online se ha convertido en una fosa séptica lo sabemos todos. No es un tema de sector o público objetivo. Solo hay que pasarse por los comentarios de los principales periódicos o las respuestas en redes a sus publicaciones. El nivel de agresividad verbal en gente que se presenta como ya de una cierta edad es impresionante. Internet se ha convertido para mucha gente en una plataforma donde ventilar sus frustraciones vitales y donde poder atacar a gente que en la vida real serían inalcanzables.
Como sociedad, estamos inmersos en una dinámica de polarización máxima, de guerra cultural total, y se han achicado todos los espacios para discusiones razonadas y constructivas. Si los mayores no pueden mantener un cierto decoro en sus interacciones, ¿qué va a suceder en los espacios dedicados a los adolescentes?
Tenemos a los principales líderes de opinión, a derecha e izquierda, soltándose navajazos en Twitter cada semana, entrando al barro con usuarios anónimos, mandándoles a tomarse la medicación o a ingresar en un sanatorio mental (sic). Gente que luego escribe sesudas columnas en La Vanguardia o libros de Godard. Que pilotan exitosos programas de radio de la derecha de ámbito nacional. O que han llegado a participar del Consejo de Ministros. ¿Qué ejemplo están dando a la juventud?
Amores describe los horrores que suceden en el cortijo de los videojuegos como algo específico de la industria, pero solo hay que ver los escraches, las pintadas en las calles, la crispación generalizada para concluir que la respuesta es más compleja y que Internet y las redes sociales, con su toxicidad inherente, juegan un papel fundamental. El subtítulo del libro reza lo siguiente: “desafíos de las mujeres en la industria del videojuego y la tecnología”. Es un tema que ciertamente merece un libro. Lo que no estoy tan convencido es que sea este.
Es un proyecto que parece tener una cierta confusión existencial sobre cuál debía ser su propósito. Por momentos parece querer erigirse en un texto de raigambre académica, con muchas citas a investigadores en game studies y una extensa bibliografía. En otros, una investigación periodística de gran formato con entrevistas tanto a víctimas como a figuras destacadas del nicho del discurso online sobre videojuegos en España.
En ocasiones, el libro adopta un innegable cariz político, repleto de soflamas contra la meritocracia, a favor de un feminismo transinclusivo y con afirmaciones contundentes que abogan por una cosmovisión posmoderna de izquierda radical.
Por último, el texto se apoya en un fuerte componente biográfico, con un uso profuso de la primera persona, intervenciones de amigas de la autora (como ella misma las presenta) y denuncias concretas de situaciones que la han tenido a ella como protagonista (especialmente todo lo relacionado con el evento solo para mujeres Gaming Ladies). Es más, algunas páginas se leen como un ajuste de cuentas con empresas que la rechazaron o individuos que la atacaron, como un diario donde exponer todos los agravios recolectados en una década de tortuosa experiencia profesional.
Es un sentimiento muy humano y hasta cierto punto comprensible. Publicar en Planeta otorga una cierta plataforma que puede utilizarse para tomarse la revancha o intentar tomar el control de la propia narrativa. Sin embargo, el batiburrillo final enfrenta a las diferentes almas del libro entre sí, anulándose y mitigando su posible alcance y recorrido.
Amores describe un infierno digital insoportable que lleva a uno a preguntarse por qué nadie querría participar de ese ecosistema
Al mismo tiempo, el libro contiene algunos errores de bulto que revelan una edición descuidada. Más allá de cuestiones de estilo, hay algunas líneas que deberían ser revisadas en futuras ediciones. Como ejemplo, en la página 70, Amores traduce una frase de la denuncia del Department of Fair Employment and Housing del estado de California contra Blizzard Entertainment de la siguiente manera: “Durante un evento de la empresa Afrasiabi golpeaba a las empleadas, les decía que quería casarse con ellas, intentaba besarlas y las abrazaba”.
El original en inglés reza así: “During a company event (an annual convention called Blizz Con) Afrasiabi would hit on female employees, telling him he wanted to marry them, attempting to kiss them, and putting, his arms around them”. Traducir “hit on” como golpear es incorrecto. “Hit on” es lo que en inglés se conoce como un phrasal verb, y en este contexto significaría flirtear o evidenciar una atracción de índole sexual. No sirve para disculpar la actitud de Afrasiabi, pero no es lo mismo que decir que el susodicho iba pegando puñetazos a las empleadas durante la convención.
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Marina Amores no es muy optimista con la situación actual (“me gustaría decir que estamos mejor, pero eso sería ser una completa ilusa o una optimista ignorante”, llega a decir en el libro). Es una postura maximalista que a la postre echa por tierra los esfuerzos sinceros que se han hecho a todos los niveles por cambiar la situación.
En líneas generales, la prevalencia de diseños de personajes femeninos hipersexualizados y fuera de contexto es una cosa del pasado y en su mayoría se circunscriben a juegos producidos en Japón, que es un tema por el que Amores pasa de puntillas, quizá, aventuro, por un exceso de prudencia en cuestiones de imperialismo cultural occidental (Nintendo y Sega quedan señaladas en cuestiones de marketing cuyos responsables, con mucha probabilidad, eran agencias americanas, pero no entra a denunciar la enorme influencia de los atavismos sociales japoneses en un escenario global).
Dentro de las empresas también ha habido un cambio radical en su cultura interna, aunque solo haya sido para intentar protegerse desde el punto de vista legal. Y, partiendo de la base de que el discurso online es un depósito de aguas negras, muchas plataformas han adoptado medidas para intentar reducir el acoso o los discursos de odio. Que se hayan revelado eficaces es otra cosa, pero no se puede decir que no hayan hecho absolutamente nada.
Es indudable que queda mucho por hacer, pero obviar cualquier progreso conduce a que todos, consumidores y empresas, nos acomodemos en un cinismo inmovilista que deje el terreno libre a los grupúsculos más reaccionarios.