Chained Echoes salió durante los últimos compases del año pasado y pasó desapercibido para muchos. Diciembre es tradicionalmente una época convulsa, con las conversaciones en cada redacción sobre qué títulos deberían ocupar la lista de los mejores del año y toda la fanfarria que rodea la gala de los Game Awards. Sin embargo, en 2022 también coincidió con hasta cinco grandes títulos (de esos que copan los canales tradicionales de marketing) que salieron prácticamente al mismo tiempo, más la remasterización de un título inmortal como The Witcher 3: Wild Hunt.
En todo ese embrollo, un juego con estética pixel art producido por una sola persona casi en su totalidad debería haber quedado sepultado por los siglos de los siglos. El mero hecho de que haya podido desafiar un destino que sobre el papel parecía sellado ya es motivo de celebración. Que el juego pueda medirse con baluartes del género como Final Fantasy VI, Chrono Trigger o Terranigma es un testamento a la inmensa calidad subyacente en su código.
Las tres naciones que se reparten la isla de Valandis llevan más de un siglo enfrascadas en una guerra cainita. Glenn forma parte de un grupo de mercenarios que compone la avanzadilla de la invasión a una de las capitales. Gracias a sus robustas armaduras voladoras, su escuadrón consigue infiltrarse hasta el mismo castillo central, donde la lucha es más intensa. En el fragor de la batalla, Glenn rompe una enorme gema que creía que mantenía activos los cañones defensivos, pero en lugar de inutilizarlos, una enorme explosión destruye la capital.
Un año más tarde, una paz tensa ha descendido sobre la isla, unida en el temor hacia un poder tan absoluto. En la ajetreada ciudad danzante de Farnsport, los poderes fácticos se reúnen en una conferencia para asentar las bases de una alianza más duradera. El evento reclama la atención de una pléyade de personajes interesantes: un famoso dramaturgo con una agenda secreta, una princesa extranjera de incógnito entre los guardias de la ciudad, una famosa ladrona de pelo carmesí… y Glenn, necesitado de respuestas y de redención tras causar la muerte instantánea de decenas de miles de almas.
El JRPG ideal
Durante las más de cuarenta horas que he pasado con Chained Echoes, en ningún momento he podido salir de mi asombro. Los juegos realizados por una persona no son una novedad en la industria, pero tienden a ser aventuras gráficas de complejidad y duración limitadas. Matthias Linda no solo ha hecho un juego extenso, sino profundo, repleto de sistemas intrincados y bien diseñados que pulverizan las frustraciones anquilosadas en el género (los JRPG, aunque este sea de factura alemana). Volver a uno de estos clásicos de los 90 puede ser una empresa más ardua de lo que imaginamos.
La memoria tiende a embellecer los rasgos de unos juegos que causaron un impacto profundo en toda una generación, pero con perspectiva, desde la distancia, no aguantan un examen ecuánime. Chained Echoes no trata de ser un juego fuera del tiempo, sino un ideal que consigue explotar al máximo el potencial de un formato que prácticamente desapareció con el advenimiento de los gráficos 3D.
Todas las aristas han sido eliminadas: combates aleatorios que no iban a ningún sitio, la necesidad de reponer la vida o el maná después de cada batalla (y que aquí se hace de manera automática, lo que permite arriesgar al máximo), poder escapar en cualquier momento, volver a intentarlo después de fracasar sin perder progreso, una progresión flexible e intuitiva… Toda una pléyade de ideas que hace que el juego mantenga un ritmo vertiginoso y que resulte muy desafiante, pero siempre amable, respetando el tiempo del jugador.
Hay mecánicas encima de mecánicas y sistemas. Las primeras horas son muy exigentes, pero los tutoriales están bien planteados. Todo lo que tiene que ver con el sistema de combate (por turnos) es maravilloso. Hay que tener en cuenta muchos parámetros y el plantel de personajes acaba siendo enorme (cada uno con su propio equipo y habilidades), pero facilita unas estrategias y combinaciones absolutamente devastadoras.
Al final del primer acto, el juego se amplía de manera considerable con la inclusión de las armaduras voladoras, unos mechas inspirados en Escaflowne (un celebrado anime) que los personajes pueden pilotar en zonas abiertas y que cambian por completo el flujo del combate. Al alternar los dos modos durante el resto de la aventura, el juego consigue mantener las escaramuzas interesantes en todo momento. Las diferencias entre ambos sistemas son tan notables que incluso poseen un ritmo interno diferente, como si formaran parte de juegos distintos.
Una trama llena de poderosas imágenes
Aunque empieza con una serie de lugares comunes y toneladas de rocosa exposición, la historia poco a poco va encontrando su ritmo. Es evidente que Linda ha dedicado un esfuerzo ingente a construir un mundo verosímil, repleto de tensiones políticas y de personajes con agendas ocultas que juegan a dos y tres bandas.
Se toma su tiempo para disponer una enorme cantidad de piezas sobre el tablero, pero cuando por fin la maquinaria se empieza a mover, tiene lugar un relato apasionante repleto de giros de guion —muy efectivos— y de ponderadas reflexiones sobre el papel de la religión, el sentimiento de culpa por los crímenes del pasado, la dificultad de romper con las dinámicas históricas y el rol moral de las armas de destrucción masiva.
Cuando en la segunda mitad entra de lleno la dimensión sobrenatural, lo hace sin estridencias y con la reverencia debida al misterio. Lo único que falla es un diálogo a veces demasiado obvio y expositivo, sin sutilezas y con poco ingenio para transmitir el mundo interior de los personajes sin contarlo directamente. Una actuación de voz y una revisión literaria del texto por alguien más profesional habrían hecho maravillas. Quizá uno de los pocos apartados donde el juego padece la falta de presupuesto.
Chained Echoes es un título majestuoso, capaz de conjurar poderosas imágenes sustentando por un apartado audiovisual espléndido: un pixel art detallado y lleno de color con una banda sonora evocadora. La trama principal mantiene un ritmo brioso, pero es que además la aventura está aderezada con una serie misiones secundarias realmente bien hiladas que sirven para expandir su mundo con nuevas zonas e incluso nuevos personajes jugables. Linda incluso se ha preocupado por diseñar todo un endgame con desafíos más exigentes que el malo final y que pueden acercar la duración al medio centenar de horas con facilidad, todas ellas bien aprovechadas.
[Por qué 2023 puede ser uno de los mejores años para los videojuegos]
Si este título hubiera salido en 1995 para la Super Nintendo como otra entrega de la saga Final Fantasy, sin duda se habría erigido como uno de los mejores juegos de rol de la historia y habría vendido millones. Es un triunfo incontestable y uno de los mejores juegos del año pasado que probablemente deba incluir en mi lista de este a pesar de la andanada que nos espera y que ya detallé en un artículo hace unas semanas.
Matthias Linda ha invertido siete años de su vida para terminar su primer videojuego. Salvo la música y algunos fondos, todo lo demás lo ha hecho él: la programación, el diseño de las mecánicas, los niveles, la escritura de todos los diálogos, el arte, la animación… Es un caso paradigmático porque nunca una ópera prima tan ambiciosa sale tan bien. Es evidente que tiene una comprensión profunda tanto del medio como del género JRPG, sus virtudes y sus defectos, sus puntos fuertes y sus puntos débiles.
Vale que ha contado con 30 años de distancia para implementar todas sus reflexiones, pero de Japón no paran de llegarnos títulos, incluso de grandes empresas y presupuestos abultados, que siguen sin hacerlas. El juego, disponible en todas las plataformas y en Xbox Game Pass, está funcionando muy bien a nivel comercial.
Ojalá sea posible una Final Cut con voces y las revisiones de diálogo necesarias. Y ya de cara al futuro, espero que Linda atraiga el olfato de los inversores y pueda fundar su propio estudio. Si ha conseguido hacer todo esto él solo, ¿qué podrá hacer capitaneando un equipo de quince personas con talento? No lo quiero imaginar. Y tampoco esperar otros siete años para comprobarlo.