En el día de ayer, el periódico El País publicó un artículo bajo el título “Caso Samuel: una matanza colectiva como las estudiadas en los chimpancés y alimentada con Fortnite”. En él intervenían varios expertos que daban su opinión como Manuel Isorna, doctor en Psicología y profesor del departamento de análisis e intervención Psicosocioeducativa de la Universidade de Vigo, y el criminólogo y perito judicial de A Coruña Luis Alamancos. La atribución de cada una de las declaraciones no queda muy clara en el artículo, pero ambos exhiben un evidente grado de alarma ante la deriva de la juventud española. Proponen muchos culpables del envilecimiento colectivo, entre los que se encuentran, cómo no, los videojuegos. Específicamente el Fortnite, el juego gratuito de Epic Games que cuenta con más de 350 millones de jugadores alrededor del mundo.
Que estamos enfrascados en una permanente guerra intergeneracional no debería de sorprender a nadie. Solo hace falta ver cómo se está culpando masivamente a los jóvenes por el dramático ascenso de la incidencia acumulada en la última semana, utilizando unos datos absolutamente sesgados por la estrategia de vacunación que nuestro país ha adoptado. Más allá de que los jóvenes tengan ganas de fiesta, está claro que van a ser los que se van a contagiar si son los únicos que todavía no están vacunados. Sin embargo, esta circunstancia no es óbice para que se estén dirigiendo las iras de la opinión pública contra ellos. Es ley de vida, y en el mundo de la cultura, una dialéctica que siempre vuelve. Se extiende el pánico moral sobre algo que no se entiende y se enhebran los pecados en el pelaje del chivo expiatorio, acicalándolo para su ajusticiamiento. Todo lo nuevo es escandaloso, y si a los Judas Priest los llevaron a juicio por instigar el suicidio de dos adolescentes con sus canciones, no nos podemos extrañar que las mismas energías se dirijan hacia los videojuegos, incluso más incognoscibles que el heavy metal para los adalides de la moral pública. El problema es que ya no estamos en los años noventa, cuando el amarillismo patrio decidió culpar a Final Fantasy VIII (un juego adolescente y ñoño donde los haya) de las acciones del asesino de la katana. Los videojuegos ya no son una actividad de nicho. Los influencers, por mucho que nos pueda pesar, tienen peso. Y se revuelven.
Muchas de las declaraciones recogidas por los expertos que intervienen en el artículo no hay por dónde cogerlas y demuestran un desconocimiento total de la realidad que están vilipendiando. Decir que Fortnite es “hiperviolento” es no saber utilizar el léxico español. Decir que ahora no hay filtros cuando antes había los dos rombos (lo que nos da una idea de las referencias que utiliza) es mentir o desconocer el omnipresente código PEGI, tan ubicuo que resulta imposible de obviar. Decir que Alberto Garzón, Ministro de Consumo, alerta sobre el consumo de carne pero no “hace nada contra estas multinacionales de los juegos” es volver a mentir o desconocer las muchas veces que ha clamado contra prácticas cuestionables de la industria como el uso de las cajas de botín. Yo no seré quien defienda al cabeza de Izquierda Unida, pero decir que ni siquiera ha sacado a colación el tema es faltar a la verdad. En un momento dado, incluso se llega a decir que “El 99% de los videojuegos consisten en matar, patear, reventar, asesinar...”. El País más tarde cambió el absurdo porcentaje por “Muchos videojuegos de moda”. Según datos de la Asociación Española de Videojuegos, en junio de 2021 los juegos más vendidos fueron: FIFA 21, Ratchet & Clank: Rift Apart, Grand Theft Auto V, NBA 2K21, Mario + Rabbids: Kingdom Battle, Super Mario 3D World + Bowser’d Fury, Animal Crossing: New Horizons, Minecraft: Nintendo Switch Edition, FIFA 21 otra vez (para Switch) y Mario Kart 8 Deluxe, en ese orden. Todos con un código PEGI de +3 o +7, excepto GTA V, que es +18.
Todo el mundo está en su derecho de decir tonterías. Cuando las recoges como medio, como periodista, y le confieres un altavoz al autor de estas declaraciones tienes, cuanto menos, que contrastarlas un mínimo. ¿Cómo puede ser que un medio de prestigio las asuma sin contraponer ningún tipo de literatura científica o ningún dato que respalde unas aseveraciones tan graves? ¿Acaso no cuenta el periódico con gente que conozca el tema entre sus filas para dar la voz de alarma? ¡Claro que sí! Tanto periodistas en plantilla como colaboradores habituales, gente muy válida que les podría haber facilitado el contexto necesario para comprender el grado de estupidez prejuiciosa que se estaba volcando en el artículo sin ningún tipo de contrapeso o sano escepticismo, aceptando tácitamente como certezas un montón de falsedades, imprecisiones maliciosas y soflamas apocalípticas sin ningún recorrido. Cuando las redes pusieron el grito en el cielo a lo largo del día, el periódico se avino a modificar el tendencioso titular y algunos detalles, pero no expandió el artículo de una manera significativa para no dar pábulo a tanta sandez.
Durante estos meses de pandemia, pocas palabras se han sobado tanto como la de “experto”. El gobierno se ha escudado en ella para presentar sus políticas como si estuvieran homologadas por una suerte de autoridad objetiva, más allá de toda crítica y que debía aceptarse como un dogma papal, infalible al hablar ex cathedra. Parece como si tener un doctorado o un título rimbombante te convirtiera automáticamente en un sabio renacentista, conocedor de todas las realidades humanas, y te eximiera de equivocarte o de meter la pata hasta el corvejón. Precisamente la labor del periodista implica contraponer los discursos para poder ponerlos en valor y no arredrarse ante argumentos de autoridad que se revelan vacíos y carentes de contenido.
Los videojuegos son un tema complejo, apasionante a la vez que lleno de peligros. Es un medio repleto de grandes creativos, pero comandado por unas empresas tecnológicas con una voracidad comercial inquietante. Hay muchísimas cosas que criticar en este ámbito, y las comunidades de jugadores han ido desarrollando un sano escepticismo hacia todo lo que venga de estas empresas, aunque muchas veces se vean sacudidas por los fornidos tentáculos del marketing. La crítica es bienvenida. Sin embargo, cuando se incide una y otra vez en los mismos argumentarios casposos, falaces, viejunos y beatos; cualquier posible debate acaba por los suelos, las posturas se enconan y las picas salen a relucir. El Fortnite se puede criticar por muchas cosas (apropiación cultural, política de microtransacciones, jerarquización social en base a los skins, etcétera) pero no se le puede erigir en responsable, echándole la culpa de manera torticera, del asesinato de Samuel Luiz. Es hora de elevar el discurso y la exigencia en la cobertura mediática de cuestiones tan relevantes.