The Game Awards 2019, una rendición mercantilista
Problemas que han estado adhiriéndose al formato durante años se han revelado como tumores infecciosos y es imperativa una corrección de rumbo
Durante la noche del 12 de diciembre (la madrugada del viernes en España) se celebró en Los Ángeles, en el Microsoft Theater, la sexta edición de los Game Awards, el intento de la industria por crear su propia entrega de premios que reconozca los méritos de desarrolladores a lo largo y ancho del mundo. Pero la industria de Hollywood se parece en poco a la del videojuego, empezando por el factor más obvio: en vez de concentrarse en Los Ángeles, el mundo del videojuego es internacional por naturaleza, con una deslocalización profunda que interpone grandes barreras culturales en su camino. The Game Awards es una realidad desde 2014 por obra y gracia de Geoff Keighley, un periodista canadiense del sector, devenido en productor, que ha conseguido unir a todo el mundo en su sueño de conseguir una gala que ponga el foco en los creadores, tantas veces ocultos por los tentáculos de los relaciones públicas corporativistas.
Keighley asesoró y colaboró durante años con Spike TV, una cadena estadounidense dirigida al público adolescente, para llevar a cabo los Spike Video Game Awards, de las que se produjeron once ediciones desde 2003 a 2013. Sin embargo el fracaso de la última fue tan estrepitoso (un espectáculo lamentable con un Joel McHale desnortado y bochornoso) que Keighley decidió renunciar, sabiendo que si quería hacer las cosas bien tendría que controlar todo el proceso. Y apostando un millón de dólares de su propio dinero se lanzó a la aventura de crear la primera edición de su propia interpretación de lo que una entrega de premios del sector tenía que ser.
La ecuación es simple. Las empresas de videojuegos y los anunciantes solo se interesan por los fríos datos de audiencia que un evento pueda poner sobre la mesa, y una industria que no tiene el glamour de las estrellas de cine o el aplomo iconoclasta de los cantantes que asisten a los Grammy tiene que recurrir a la publicidad para poner ojos en liza. Aquí esto significa anuncios, tráilers de videojuegos, sorpresas y anticipos que hagan circular la sangre a la comunidad. Con acuerdos de streaming con las principales plataformas y alianzas estratégicas para entrar en los mercados de China e India, cuanto más jugoso el anuncio más posibilidad de atraer la fuerte inversión que un evento de estas características necesita. Durante años Keighley ha sabido mantener el equilibro entre el prestigio de los premios, el protagonismo de los desarrolladores, las buenas formas entre empresas rivales y el componente publicitario. Las cosas iban a mejor, año a año. La progresión era innegable. Hasta este año. Problemas que han estado adhiriéndose al formato durante años se han revelado como tumores infecciosos y es imperativa una corrección de rumbo.
No tengo ningún problema con entremezclar anuncios con premios. Las galas del mundo del entretenimiento son, ante todo, espectáculo. Hay una razón evidente por la que se busca el pilotaje de cómicos en los Óscar o en incluso los más circunspectos Globos de Oro. Y el marketing de videojuegos puede llegar a ser todo un arte. Hay un talento manifiesto en los encargados de pergeñar los tráilers, y cuando se hacen bien las cosas es motivo de celebración. Pero cuando no, cuando se utiliza la brocha gorda y se arroja toda sutileza por la borda, los anuncios lo distorsionan todo, rebajando el acto y arrebatándole todo el empaque y la buena voluntad que pudiera haber acumulado la marca. La de Geoff Keighley como productor y maestro de ceremonias y la de los propios Game Awards como embajador de la industria del videojuego al resto de la sociedad.
Solo el anuncio de Senua’s Saga: Hellblade II consiguió entroncar con esa tradición de marketing imaginativo y provocador que acompaña al sector cuando hace las cosas bien. Una secuela que nadie esperaba para el juego que motivó la compra del estudio por parte de Microsoft, y que los de Redmond utilizaron para presentar las bondades de su consola de nueva generación, Xbox Series X. El apartado gráfico es de los que quitan el hipo, pero más allá de eso, el montaje, a ritmo de la música tribal de Heilung, promete un nuevo descenso al tenebroso mundo celta. Es impactante y visceral, y augura una iconografía radical. Es el tipo de juegos que Microsoft ha echado de menos esta generación, una perspectiva autoral que vaya más allá de los Halos y los Forzas.
Pero el resto de avances fue un desvarío continuo que básicamente se pueden englobar en juegos de mega corporaciones que no interesan a casi nadie (fortísima presencia de Wizards of the Coast y de Tencent), más que nada porque se perciben como cínicos intentos de expandir el imperio comercial de sus respectivas licencias y poco más. Un juego de Magic, uno de Dungeons & Dragons, dos de League of Legends… Y muchos proyectos que parecen vaporware, sin nada tangible que enseñar. Incluso la presentación del primer juego confirmado para PlayStation 5, Godfall, fue un despropósito. Sony lleva meses hablando de su próxima generación, pero no han enseñado nada concreto. El primer juego oficial de la plataforma ni siquiera es de uno de sus estudios internos, y ni siquiera cuenta con la tipografía o logo oficial de la máquina.
Sobre lo que debería ser lo fundamental, los premios en sí mismos, no tengo nada que objetar sobre las decisiones del jurado, pero sí sobre las categorías. Hay demasiadas, algunas son redundantes, y la única razón por la que los e-sports están ahí es para, otra vez, conseguir el suculento dinero que mueven. Todas estas cuestiones hacen que el acto quede desnaturalizado, y va en contra de la reivindicación seria que Keighley pretende. Luego los premiados tienen argumentos suficientes para defender su posición. Estaba claro que el Juego del Año se iba a disputar entre Sekiro y Death Stranding, como el año pasado fue entre God of War y Red Dead Redemption 2. Que se lo llevara uno o el otro era lo esperable, y viendo cómo Kojima se ha llevado el premio a mejor dirección, casi tiene sentido dejar a Miyazaki el otro.
En los últimos años The Game Awards ha hecho un trabajo envidiable en unas circunstancias muy complicadas. Pero esta vez ha dado unos cuantas pasos hacia atrás. Eso no quiere decir que la gala no haya tenido grandes momentos. Las apariciones de la orquesta siguen siendo estelares, y en esta ocasión tanto la actuación inaugural de Chvrches como el medley final con todos los candidatos a juegos del año se han convertido por derecho propio en los momentos cumbre. Pero quizá habría que poner un tope momentáneo a las ambiciones de entrar a cualquier precio en nuevos mercados, a llegar a nuevas audiencias, al crecimiento exponencial de espectadores. Keighley ha dicho por activa y por pasiva que quiere construir algo que perdure en el tiempo, y para ello resulta fundamental que el acto mantenga su reputación, que sepa diferenciar entre medio e industria, y que siga poniendo por encima de todo el reconocimiento a los méritos de unos creadores que tantas veces han sido sepultados bajo el peso de las marcas y franquicias.