Borges explicaba que Quevedo no era tan popular como Cervantes porque había rehuido cualquier forma de sentimentalismo: “sus duras páginas no fomentan, ni siquiera toleran, el menor desahogo sentimental”. En cuanto a su propia literatura, Borges lamentaba haber cedido al sentimentalismo, escribiendo un poema donde reconocía su insatisfacción personal: “He cometido el peor de los pecados / que un hombre puede cometer. No he sido / feliz” (“El remordimiento”).
Esta reflexión no le impidió declarar que las tres obras capitales de la épica, el género matricial de la literatura, eran la Ilíada, la Odisea y los Evangelios. “Las tres historias –la de Troya, de Ulises y de Jesús– han bastado a la humanidad…”. No pretendo rebatir esta afirmación, pero no me parece congruente con la hostilidad hacia el sentimentalismo.
Aclaro que hay dos clases de sentimentalismo: el que emociona con historias y escenas originales y sinceras, y el que manipula a las conciencias con estereotipos y situaciones inverosímiles. En el primer caso, se logra un eco universal, fruto de una comprensión inmediata. No hace falta cometer un asesinato para entender los conflictos morales de Raskólnikov. En el segundo caso, solo se cosechan reacciones superficiales que se desvanecen en poco tiempo. Ahora bien, si se descarta la intención de emocionar, ¿qué queda? Sinceramente, no creo que ningún autor se haya limitado a jugar con el lenguaje. Paradiso, de Lezama Lima, no es mero neobarroquismo, sino una deslumbrante cosmovisión.
[El Génesis: mito y logos en el Jardín del Edén]
La Ilíada sigue suscitando admiración porque nos conmueven sus historias. La escena en que Príamo besa las manos de Aquiles suplicando que le entregue el cadáver de su hijo Héctor nos hace sentir el horror de las pérdidas. Aquiles no es solo el héroe de los aqueos. Es el guerrero que ha matado a Héctor. Para Príamo, besar sus manos es algo humillante y perturbador, pero el amor a su hijo es más poderoso que su orgullo. Aquiles podría haber reaccionado con desdén, pero se conmueve y accede, renunciando a la venganza propia de la victoria, ya que por entonces profanar el cadáver de un enemigo se consideraba un derecho. ¿Se puede concebir algo más patético que un padre implorando clemencia al verdugo de su hijo? Homero, ese nombre que designa a un autor desconocido, no nos manipula. Solo nos muestra el dolor en su forma más descarnada.
Los grandes clásicos nos acercan a los otros, revelándonos que tenemos más afinidades con nuestros semejantes que diferencias. Todos entendemos a Príamo porque su comportamiento refleja una vivencia universal: el amor a los hijos. Al leer a Homero, salimos temporalmente de nosotros mismos y cuando regresamos, lo hacemos con experiencias que imprimen más hondura a nuestro ser. Leer no es contemplar, sino vivir y, por tanto, devenir, evolucionar, transformarse. La lectura, cuando se hace correctamente, siempre es un diálogo profundo y una aventura con un desenlace imprevisible.
La Odisea nos conmueve más que la Ilíada, quizás porque es un texto más moderno. Entre un poema y otro, hay un siglo de distancia. La Ilíada refleja la mentalidad aristocrática, la era en que el heroísmo en el campo de batalla representaba la forma más alta de excelencia. Aquiles no fantasea con envejecer, sino con dejar una huella duradera en la memoria de los hombres. Aceptar una muerte prematura será el precio.
En la Odisea, Aquiles ha muerto. Una flecha de Paris, hermano de Héctor, ha acabado con su vida. No se ha convertido en polvo, sino en una sombra y reina en el Hades, pero cuando lo visita Ulises, confiesa que preferiría ser un porquero y no el primero de los Inmortales. Sus palabras nos sobrecogen porque nuestra finitud nos inspira el mismo temor que a los griegos. Hemos elaborado razonamientos para aplacar nuestro miedo a la muerte, pero ninguno ha logrado disipar nuestra angustia. Nadie se resigna a no ser o a vivir como una sombra en un reino oscuro y silencioso.
Ulises piensa que en Ítaca estará a salvo de cualquier peligro, pero cuando pisa su costa solo le reconoce su perro Argos. Cavafis escribió un célebre poema sobre Ítaca. Todos anhelamos un hogar, un lugar en el mundo, pero cuando lo logramos, descubrimos que ya no tiene nada que ofrecernos. El hogar no es importante. Lo verdaderamente valioso es el viaje:
Ten siempre a Ítaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años.
Los clásicos trascienden el tiempo. Son maestros eternos. Los sentimos muy cerca, porque nos ponen delante de nuestras pasiones más intensas. Gracias a ellos, reconocemos nuestros límites y nos planteamos nuevas posibilidades. Son la espuma del pasado desbrozando el porvenir.
Borges sostenía que los Evangelios contaban la historia de Cristo de una forma inmejorable. Verdaderamente, la peripecia del joven galileo incluye escenas conmovedoras, como el perdón a la adúltera o la parábola del buen samaritano. Para muchos, los Evangelios cuentan la historia del hijo de Dios. Para otros, solo son un mito, una ficción, pero una ficción que pulsa las cuerdas más íntimas de nuestro ser: el deseo de ser hijos de un padre omnipotente con el poder de revertir nuestra fragilidad.
El sentimentalismo no es un defecto en literatura, siempre y cuando no constituya una impostura o se despeñe por lo banal y previsible. Quevedo no conmueve a los lectores porque en su obra no hay un ápice de compasión. En ningún momento oculta su desdén por el ser humano. Ese desprecio también es una forma de sentimentalismo, pero envenenado por la misantropía.
Borges tampoco muestra mucha simpatía por nuestra especie. Sin embargo, eso no significa que su literatura esté exenta de humanidad. En «El Sur», nos conmueve al contarnos la historia de Juan Dahlmann, secretario de una biblioteca municipal de Buenos Aires, que acepta morir en un duelo para ser por una vez un hombre valiente.
Borges incurrió en ese sentimentalismo que advertimos en la Ilíada, la Odisea y los Evangelios. No cabe sorprenderse. La magia de la literatura no se basa en la coherencia, sino en las paradojas.