Sócrates y Wittgenstein: acerca del bien
Ambos destacaron la importancia de la ética, que no aporta conocimiento empírico, factual, pero sí comprensión y trascendencia
¿Cómo era la sombra de Sócrates? ¿Deforme y monstruosa, como aventuraría Nietzsche, según el cual el maestro de Platón era un genio del resentimiento y tan poco agraciado que no podía ser griego? Quizás no era una sombra particularmente armoniosa, como la de Aquiles o Alcibíades, pero no ha cesado de crecer con los siglos, convocando a todos los que no se resignan a transitar por el mundo sin hacer preguntas, incluso cuando saben que no hay respuestas para disipar ciertas perplejidades.
Sócrates quizás fue el primero en buscar definiciones universales para la virtud, el bien, la justicia, pero no llegó a conclusiones definitivas. Solo apuntó que la virtud era conocimiento y que el mal brotaba de la ignorancia. Los malvados no son criaturas maliciosas, sino hombres equivocados, pues nadie que conozca el verdadero bien, puede obrar de forma deliberadamente perversa. Enseguida surgieron las objeciones contra este planteamiento. Aristóteles argumentó que un borracho sabe que el vino le perjudica, pero sin embargo lo bebe porque le proporciona placer. El mal no es un problema relacionado con el saber, sino con la voluntad.
Aristóteles no reparó en que la ebriedad puede llegar a ser considerada un bien objetivo, una forma de experimentar sensaciones placenteras y evadirse de los sinsabores. Es cierto que el alcohol puede dañar el hígado, pero algunos opinan que ese estrago constituye un mal menor comparado con la alegría, el júbilo y el frenesí derivados de una intoxicación etílica. Algo similar podría decirse de conductas más lesivas, como la guerra. Para nuestra mentalidad representa una calamidad, pero para los griegos era una oportunidad de adquirir poder y gloria.
En tiempos de Homero, la virtud se identificaba con la fuerza, la salud, el poder, pero en la época de Sócrates el significado de los términos morales había dejado de ser tan claro y consistente. Algunos especulaban que la virtud no se correspondía con la fuerza, sino con el logos. Los sofistas optaban por una perspectiva pragmática, asociando la virtud al éxito y convirtiéndola, por tanto, en una técnica.
Humanamente, Sócrates es una figura ejemplar, pero su incapacidad de definir el bien deja a la ética suspendida en el vacío
El tábano de Atenas, el hombre más sabio porque –según la pitonisa del tempo de Apolo en Delfos– era el único que sabía que no sabía nada, utilizó la inducción y el silogismo para elaborar una definición del bien, pero el razonamiento lógico, con todos sus recursos y ardides, no le permitió alcanzar conclusiones firmes. Eso sí, afirmó que el sabio es feliz incluso en la adversidad, pues la virtud es una recompensa en sí misma. Fiel a esa idea, afrontó su injusta condena a muerte con gran entereza y serenidad.
Humanamente, Sócrates es una figura ejemplar, pero su incapacidad de definir el bien deja a la ética suspendida en el vacío. Su teoría de que el mal nace de la ignorancia solo subraya la urgencia de determinar en qué consiste la virtud. Los grandes criminales de la historia, los artífices de las carnicerías más espeluznantes, siempre opinaron que obraban movidos por causas justas. Es el caso de Hitler y Stalin, que recurrieron a las políticas de exterminio para implantar supuestos paraísos. Los campos de extermino no son fruto del sadismo, sino de aspiraciones utópicas.
Casi dos mil quinientos años después, Ludwig Wittgenstein afrontó el mismo problema que Sócrates había dejado sin resolver. Definir el bien mediante una proposición con sentido le pareció una tarea imposible, pues –como apuntó en su Diario filosófico (1914-1916)– "la ética no trata del mundo". En todo caso, ha de ser "una condición del mundo, como la lógica", pero lo cierto es que "no resulta expresable". La ética "es trascendente". Está situada más allá de los hechos susceptibles de ser descritos mediante proposiciones.
En 1930, Wittgenstein, que seguía especulando sobre la naturaleza de la ética, impartió en inglés una breve conferencia sobre el tema en una sociedad conocida como "The heretics". Nueve años antes, había publicado el Tractatus Logico-Philosophicus, explicando a su editor que su obra se dividía en dos partes, "la expuesta, más todo lo que no he escrito. Y esa segunda parte, la no escrita, es realmente la importante". Al igual que Kant cuando se preguntó en la Crítica de la Razón Pura (1781) qué podemos saber, Wittgenstein se propuso en el Tractatus (1921) averiguar "lo que puede ser dicho con sentido".
Ambos filósofos coinciden en que la metafísica no es una ciencia. Después de examinar los hechos, las imágenes y el lenguaje, Wittgenstein concluye que las proposiciones filosóficas no revelan nada sobre el mundo, pues la mayoría son absurdas y no se corresponden con ningún hecho. La función principal de la filosofía es delimitar el ámbito de lo que puede conocerse y expresarse. Eso no significa que lo que no puede decirse no sea importante. De hecho, Wittgenstein investigará ese dominio que escapa a la ciencia y el lenguaje, y en el que presumiblemente se halla el sentido del mundo.
Wittgenstein concluye que las proposiciones filosóficas no revelan nada sobre el mundo, pues la mayoría son absurdas y no se corresponden con ningún hecho
El Tractatus finaliza con una frase tajante: "De lo que no se puede hablar hay que callar". Para comprender esta frase hay que rescatar la distinción kantiana entre conocer y pensar. Hay ciertas cosas que pueden ser conocidas: las verdades matemáticas, los fenómenos físicos, los hechos históricos. Otras solo podemos pensarlas: la existencia de Dios, la libertad, el ser como totalidad, la inmortalidad. Así como Kant pretende definir los límites del conocimiento para hacerle un sitio a la fe racional, Wittgenstein intenta averiguar de qué se puede hablar para de ese modo poder especular (pensar) sobre lo que no se puede explicar mediante proposiciones, como la ética o la religión.
Los positivistas lógicos celebraron las tesis del Tractatus, interpretándolas como un argumento definitivo para organizar el sepelio de la filosofía. Olvidaban que en la proposición 6.52 Wittgenstein apuntaba: "Sentimos que aun cuando todas las posibles cuestiones científicas hayan recibido respuesta nuestros problemas vitales todavía no se han rozado en lo más mínimo". Lo inexpresable no puede decirse, pero sí mostrarse. "Es lo místico" (6.522). En su Diario filosófico, Wittgenstein apunta que "considerado en sí mismo, el mundo no es bueno ni malo". Las proposiciones de la ética valoran el mundo, pero lo cierto es que en el mundo no hay valor alguno. El bien no es un hecho contrastable.
En la conferencia de 1930, Wittgenstein apuntaba que "ningún enunciado de hecho puede nunca ser ni implicar un juicio de valor absoluto". Los términos del lenguaje científico son recipientes que contienen y transmiten "significado y sentido, significado y sentido natural […] La ética, de ser algo, es sobrenatural". No porque venga de Dios, sino porque no expresa hechos del mundo. Siempre apunta a un más allá inverificable. Del mismo modo que una taza de té solo puede contener una cantidad limitada de agua, el lenguaje no puede albergar lo que trasciende lo empírico y contingente.
El lenguaje hace referencia a lo que se puede comprobar universalmente. Cualquiera puede apreciar que la línea es el trayecto más corto entre dos puntos, pero jamás habrá un consenso universal sobre qué es el bien. Pensar lo contrario es "una quimera". Las expresiones éticas y religiosas se basan en símiles, no en significados precisos. Decimos que algo es correcto, pero si prescindimos de ese calificativo y describimos la situación a la que se refiere, no encontramos ningún hecho. Los valores no son cosas del mundo. Ciertamente, "es una paradoja que una experiencia, un hecho, parezca tener un valor sobrenatural".
Wittgenstein concluye que la ética nunca podrá ser una ciencia, pues "no añade nada a nuestro conocimiento". Eso no significa que deba ser menospreciada. "Es un testimonio de una tendencia del espíritu humano que yo personalmente no puedo sino respetar profundamente y que por nada del mundo ridiculizaría". Sócrates y Wittgenstein coinciden en que es imposible hallar una definición universal del bien. Por distintos motivos. Sócrates porque no consigue afinar suficientemente el lenguaje, disipando la ambigüedad que acompaña a los valores morales. Nadie desea el mal en sí, pero ¿cómo establecer inequívocamente qué es el mal? Wittgenstein excluye la posibilidad de una definición porque entiende que el bien es un asunto ajeno al lenguaje. A pesar de su fracaso, los dos destacan la importancia de la ética. La ética no aporta conocimiento empírico, factual, pero sí comprensión y trascendencia. Aunque está fuera del mundo, nos muestra el sentido del mundo.
El bien, como apunta Wittgenstein, se halla fuera del mundo, pero acude a nuestra conciencia ante el espectáculo de un rostro herido
¿Hay alguna forma de definir el bien? Muchos pensadores lo han intentado. Hume advirtió la impotencia de la razón y planteó que son los afectos y no los argumentos los que nos hacen obrar éticamente. Kant objetó que algunas personas no experimentan emociones que les impulsen hacia el bien, pero eso no les excusa de hacer lo correcto. La ética debe basarse en el deber, que obliga incondicionalmente, y no en la compasión, inestable e imprevisible. El planteamiento de Kant se tambalea cuando surge la necesidad de definir el deber.
Adolf Eichmann, uno de los arquitectos de la Shoah, invocó el imperativo categórico para justificar su obediencia a las órdenes recibidas de exterminar a judíos, gitanos, homosexuales y otras minorías. Olvidó que Kant había afirmado que el hombre siempre es un fin y nunca un medio, y que un programa de exterminio no es susceptible de convertirse en una ley universal, pero al margen de estas omisiones puso de manifiesto que el deber es un concepto difuso y expuesto a interpretaciones divergentes. ¿Hay alguna solución filosófica al problema del bien? ¿Podemos definirlo o no?
Creo que Emmanuel Lévinas formuló una alternativa sumamente interesante. El bien no es un objeto, sino algo que nos precede y "que viene a la idea" cuando confrontamos nuestra mirada con la de un semejante y comprendemos nuestra responsabilidad hacia él. Esa responsabilidad, que nos convierte en "rehén del otro", no es algo aprendido, una convención, sino la huella de algo indecible, sobrenatural e infinito. El bien, como apunta Wittgenstein, se halla fuera del mundo, pero acude a nuestra conciencia ante el espectáculo de un rostro herido. Se trata de un enigma inexpresable. Sin embargo, es la experiencia más decisiva, la que nos constituye como hombres, evidenciando nuestra excepcionalidad como especie. Estamos en el mundo, pero lo que nos humaniza viene de fuera y es un misterio que trasciende el lenguaje y la razón.
La sombra de Sócrates quizás no era hermosa, pero sí fecunda. Wittgenstein prolongó su esfuerzo por definir el bien y, en cierto sentido, preparó respuestas como la de Lévinas, según el cual el sentido ético es un signo de trascendencia. Se escapa a las definiciones, pero introduce en el mundo la preocupación por el otro, el deseo de aplacar su hambre y cubrir su desnudez, ese amor no concupiscente que se ofrece gratuitamente, sin esperar reciprocidad y al que a veces llamamos santidad.