Las Vírgenes de Murillo no son una representación relamida del misterio y la gracia de María de Nazaret, Madre de Dios y Madre de la Iglesia, sino un adentramiento humanista y lleno de ternura en la concepción de lo femenino como espacio privilegiado de la revelación. El sí de María no es un acto pasivo, sino una fecunda acogida que expresa la apertura de la condición humana a la Palabra, al Logos. El Logos se introduce en la historia por medio del kerigma para combatir las sombras de la muerte y anunciar el triunfo de la vida. Como apuntó Ernst Bloch, “el hombre vive en tensión hacia el futuro”. El inconsciente sólo es el desván del pasado. No hay nada nuevo en sus turbulencias. “Lo que importa es aprender a esperar”, sin excluir lo insólito, pues –como dijo Heráclito– “quien no espera lo inesperado, no lo encontrará”. Las Inmaculadas de Murillo expresan esperanza, júbilo, inocencia, serenidad, vitalidad, confianza. Nos hablan del nuevo comienzo de la humanidad, herida por el pecado original. En María se cumple la profecía de su hijo Jesús: el más pequeño será el mayor en el reino de los cielos (Mat 18, 4). Cuadros como la Adoración de los pastores, con sus sencillos hombres de campo cubiertos de harapos y el pequeño lecho de paja, o la Sagrada Familia del pajarito, con su apacible cotidianeidad, transmiten que lo divino se manifiesta en lo insignificante y humilde.
En la
Adoración, los pies sucios del pastor que se arrodilla contrastan poderosamente con la luz desprendida por el Niño, sin producir ese sentimiento de humillación que se asocia al encuentro de lo humano con lo sobrenatural. En la
Sagrada Familia del pajarito, María hila y José se ocupa del Niño, que juega alegre y despreocupadamente con un perrito. Ambas obras no pueden estar más alejadas de los alardes de poder y magnificencia de los mitos grecolatinos. La
Adoración refleja penuria y dignidad; la
Sagrada Familia del pajarito, la encantadora rutina de un hogar modesto, donde no hay horas completamente ociosas. El costurero y el banco de carpintero nos recuerdan que el trabajo ocupa casi todas las horas de las familias de escasos recursos. De acuerdo con el espíritu de la Contrarreforma, san José ya no es una figura menor, sino un modelo de abnegación, nobleza y lealtad que ejerce responsablemente su tarea de protector y educador. El pincel de Murillo no lo representa como el frágil anciano de Correggio o
Georges de La Tour, sino como un hombre joven y vigoroso.
María está en segundo plano, pero no como un personaje secundario, sino como una presencia cercana y luminosa. Su apariencia sencilla destaca su “gratuidad radiante”, por utilizar una expresión de Bruno Forte, mostrando la trascendencia de lo femenino en la historia de la salvación. Su capacidad de escuchar al Logos marca el inicio de una nueva y eterna alianza entre Dios y el hombre. María es “fuente viva de esperanza”, según las palabras de Dante; el punto de convergencia entre lo celestial y lo terreno, lo utópico y lo histórico, lo asombroso y lo ordinario. Lo totalmente otro resplandece en su seno, rescatando al ser humano de la angustia y el desamparo.
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Sagrada Familia del pajarito, 1650[/caption]
Bartolomé Esteban Murillo (Sevilla, 1618-ibíd., 1682) conoció la fama y el reconocimiento. No obstante,
sus cuadros no se incorporan a las colecciones reales hasta que la Corte se traslada a Sevilla durante un breve período. Es esa época cuando Isabel de Farnesio adquiere una buena parte de las obras que hoy se exhiben en el
Museo del Prado. Se compara a Murillo con Tiziano y Rafael y sus obras llegan hasta Amberes, Rotterdam y Londres. El rey de Francia adquiere dos de sus cuadros que acabarán en el Louvre; Gainsborough realiza una copia del
Buen Pastor y Catalina de Rusia, aconsejada por Diderot, compra la
Huida a Egipto, que pasará a formar parte de la colección del Museo del Ermitage. El conde de Floridablanca, ministro de Carlos III, prohíbe que se exporten más cuadros de Murillo al extranjero. España no se puede permitir perder más obras de uno de sus grandes pintores. A partir de mediados del XIX, el interés por Murillo decae. En su lugar, se exalta a
Velázquez,
Zurbarán –eclipsado por Murillo en vida– y
Ribera. Ya en el siglo XX, los rigurosos estudios de Diego Angulo sobre el pintor sevillano reivindican su legado, corrigiendo el grave error de apreciación que se había cometido. Con excelente criterio, Angulo destaca la habilidad con el color, “el fino sentido de la belleza”, su “progresiva perfección” como creador inquieto, exigente e innovador.
Murillo es “el mejor intérprete del sentir religioso de su tiempo”. Eso no impide que su tratamiento de los temas profanos resulte menos admirable. Su representación del mundo infantil es verdaderamente profunda y conmovedora, y sus retratos manifiestan una notable comprensión de la psicología humana. Aunque la influencia de
Caravaggio es indiscutible en sus orígenes,
la paleta de Murillo se aclara con los años, plasmando una perspectiva más refinada, emotiva y luminosa. Esa tendencia no afecta a su capacidad de recrear el sufrimiento, como se aprecia en su
Ecce Homo (1680), donde el rostro de Cristo refleja a la vez consternación y dulzura, ensimismamiento y delicadeza, congoja y dignidad. Murillo modula con firmeza los volúmenes y anima las superficies con una pincelada fluida, natural y ligera. Capta la dimensión física, sensorial, de los objetos, los animales y las personas, pero sin incurrir en lo mórbido y sensual, y discierne con nitidez y sensibilidad exquisita su belleza interior, evitando afectaciones y amaneramientos. Su dominio del contraluz le permite imprimir vigorosos contrastes, pero sin la tensión trágica del tenebrismo.
Las Vírgenes de Murillo son un tratado de mariología. La
Dolorosa del Museo Provincial de Sevilla (1660) nos muestra el dolor de María como madre tras perder a su hijo. Con las manos abiertas, eleva la mirada al cielo, buscando el consuelo de Dios o tal vez expresando su perplejidad por lo sucedido. ¿Es posible que el poder de las tinieblas triunfe sobre la misericordia divina? Su cara manifiesta desconsuelo, pero sin perder la serenidad, el pudor y el decoro. Es un Mater Dolorosa sin ese fondo de desesperación que se aprecia en otras obras, donde el sufrimiento desemboca en una postración extrema. La gracia de las manos y la mirada húmeda –pero no desencajada– expresan la confianza en Dios que caracteriza a la mentalidad barroca, completamente subyugada por el prodigio –o, si se prefiere, el escándalo– de la fe. En la
Dolorosa del Museo del Prado (1670), el dolor es más palpable, pero las facciones delicadas y los ojos melancólicos apaciguan la angustia. La
Inmaculada Concepción de El Escorial (1670-1675) conserva las facciones de la
Dolorosa de Sevilla, pero sin sombra de pena, duda o abatimiento. Es una Virgen solar, llena de luz y armonía. Inocente, pura, casi una niña, María podría ser cualquier muchacha campesina. Su sencillez neutraliza el riesgo de solemnidad que podría producir la aparición de los ángeles y los típicos símbolos marianos: azucenas, rosas, ramas de olivo y una palma. El fondo acaramelado y la pincelada blanda, vaporosa, poseen un indecible encanto.
El rostro de María expresa un arrebato sin patetismo. No es un arquetipo platónico –si bien contiene un eco renacentista–, sino una faz humanísima, real, cercana. Sucede lo mismo con los ángeles, con una personalidad propia, incluso cuando sus rasgos se difuminan. El contraste entre el manto azul, con un movimiento ascendente en diagonal, y el celaje áureo que se funde con el blanco y el añil, produciendo una sensación de espiritualidad y misterio, desencadena un efecto armonioso, casi musical. El cuadro perdura en la memoria como una melodía deliciosa que se resiste a desvanecerse.
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Dolorosa (1670), del Museo del Prado y, a la derecha,
Dolorosa (1660), del Museo Provincial de Sevilla[/caption]
Las Vírgenes con el Niño de Murillo son un canto a la maternidad, donde se destaca el cuidado, la ternura, la entrega. En
La Virgen de la Faja, María cambia los pañales al Niño. Lo hace con esmero, delicadeza y cierta melancolía, pues intuye lo que le reserva el destino. En
La Sagrada Familia de Chatsworth House, Derbyshire, María interrumpe por unos instantes sus labores de costura para contemplar al Niño dormido, levantando con suavidad el embozo que cubre su cuerpo diminuto. A su lado, san José trabaja la madera con una azuela. La composición de las figuras dibuja una diagonal ascendente, culminada por un grupo de cuatro ángeles. Un preciso juego de contraluces con un fondo de penumbra crea un clima de intimidad y recogimiento. En
La Virgen con el Niño y Santa Rosalía (Lugano, Suiza), María mira a la joven santa, protectora contra la enfermedad y auxiliadora en los momentos aciagos, depositando la mano derecha en sus hombros. Es un gesto de ternura que pone de manifiesto su condición de madre de la humanidad. En el cariño de la Virgen se comprende la profundidad de la vida. Su amor no es una respuesta al afecto recibido, sino un don gratuito. No espera a ser solicitado. Se adelanta a cualquier gesto o demanda de amparo, pues advierte la fragilidad de todas las criaturas. Su amor es trasparente, incondicional, gratuito y libre
. Su ejemplo nos enseña, según Bruno Forte, que el ser humano es “tanto más cuanto más ama; […] donde hay plenitud de amor, allí hay plenitud de vida”. El amor trasciende el ser, desborda sus límites.
La Virgen es la encarnación perfecta del amor puro, desinteresado. “En ella –escribe Carlo Maria Martini– encontramos la capacidad de comprender qué es lo que realmente da la felicidad al mundo, qué es lo que hace que la historia se llene de la alegría de Dios”. María es noche fecunda, acogida radiante, esperanza gozosa. Se ha dicho que la feminidad de María consagra el papel sumiso de la mujer, destacando como virtud principal la obediencia. No es cierto. En su exhortación apostólica
Marialis cultus, Pablo VI afirmó: “aun habiéndose abandonado a la voluntad del Señor,
fue algo del todo distinto de una mujer pasivamente resignada o de religiosidad alienante, antes bien, fue una mujer que no dudó en proclamar que Dios es vindicador de los humildes y de los oprimidos y derriba de sus tronos a los poderosos del mundo (Lc 1, 51-53); […]
una mujer fuerte que conoció la pobreza y el sufrimiento, la huida y el exilio; […] una mujer que con su acción favoreció la fe de la comunidad apostólica en Cristo (Jn, 2-12) y cuya función maternal se dilató, asumiendo sobre el calvario dimensiones universales”.
Las Vírgenes de Murillo corroboran la célebre frase de San Juan Damasceno, doctor de la Iglesia: “El sólo nombre de Madre de Dios contiene todo el misterio de la economía de la encarnación”.
El pintor sevillano, con su pincelada suelta, su cromatismo lleno de matices y su sentido narrativo, plasma el hambre cósmica del ser por no agotarse en lo puramente material. En la humana condición, lo posible, lo inacabado, la apertura hacia el futuro, no es una simple disposición psicológica, sino la esencia ontológica de su devenir. La esperanza amplía el horizonte del hombre, mostrando todo el potencial de lo real. La vida no se reduce a lo pasado, ni se halla confinada en el presente. La conciencia anticipadora de algo que nos trasciende palpita en todas las artes. Esa conciencia no es clarividencia, sino protesta contra todas las formas de nihilismo y opresión. “Donde hay esperanza, hay religión”, escribe Ernst Bloch en
Thomas Müntzer, teólogo de la revolución (1921).
En la espera de la justicia, la reparación y la plenitud, despunta María, mujer humilde y pobre, como aparece en distintos cuadros de Murillo. Madre amantísima y hermana nuestra, su fuerza liberadora constituye la expresión más perfecta del misterio y la gracia. Nos enseña –según Leonardo Boff– que “Dios, trino y uno, […] próximo y distante, fascinante y tremendo, puede ser experimentado e invocado como padre y como madre, como padre nuestro y madre nuestra”. Las Vírgenes de Murillo son un signo luminoso de esperanza, incluso cuando se desprecia la fe, pues identifican la belleza con lo tímido, profundo y sencillo.