Charles Moeller, sacerdote, teólogo y escritor, nos ha legado una de las obras de crítica literaria más rigurosas y originales de los tiempos recientes: Literatura del siglo XX y cristianismo (1953-1993).Firme defensor del humanismo cristiano y el diálogo interreligioso, Charles Moeller nació en Bruselas en 1912. Se ordenó sacerdote en 1937 y fue nombrado catedrático de la Universidad de Lovaina en 1956, donde se doctoró en Teología. Licenciado en Humanidades Clásicas, su experiencia como profesor de literatura, griego y latín en el Collège Saint-Pierre de Jette, Bruselas, le permitió adquirir un profundo conocimiento del mundo clásico y de la literatura contemporánea. Su espíritu abierto y dialogante le acarreó algunos problemas con sus superiores, pero esa misma actitud le abrió las puertas del Concilio Vaticano II, que le asignó un papel destacado en la redacción del “Esquema XIII”, el documento que sirvió de fundamento a la constitución pastoral Gaudium et spes (Alegría y esperanza), donde se afirmaba que “nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en el corazón de Cristo”.
En Sabiduría griega y paradoja cristiana (1951), Moeller describe la Antigüedad grecolatina como “un grito al Dios de la misericordia para que el mundo divino sea racional, equilibrado, bello”, tal como lo soñaron Platón, Cicerón y Virgilio. Moeller opone al fatalismo trágico de los estoicos la esperanza del pueblo judío, que en el Salmo 50 clama: “un corazón quebrantado y humillado / tú, Dios mío, no lo desprecias”. El cristianismo añadió a la misericordia del Dios del Antiguo Testamento los conceptos de gracia, redención y resurrección. Para Moeller, el héroe griego y el santo cristiano se reconcilian en la fórmula “luchar y arrodillarse”, es decir, combatir activamente al mal y confiar ilimitadamente en Dios.
Subsecretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Pablo VI le nombró rector del Instituto Ecuménico de Jerusalén. En 1970 ingresó en la Real Academia de lengua y literatura francesas de Bélgica. El 3 de abril de 1986 preparaba la ponencia “Nuevas vías en la hermenéutica de la literatura” para la Bienal de Venecia cuando le sorprendió la muerte. Moeller siempre tuvo presentes las palabras del cardenal Mercier al arzobispo Fulton John Sheen, cuando éste le pidió un consejo para ser un buen docente: “Le daré dos: manténgase siempre actualizado. Tiene que saber lo que el mundo moderno está pensando. Lea su poesía, su historia, su literatura; observe su arquitectura y su arte; escuche su música y su teatro… Y luego sumérjase de lleno en santo Tomás y en la sabiduría de los antiguos, y así podrá refutar sus errores. Segundo consejo: tire sus apuntes al final de cada año. No hay nada que destruya tanto el crecimiento intelectual de un profesor como el hábito de conservar los apuntes y repetir las mismas clases al año siguiente”. Moeller intentó seguir estos consejos en sus conferencias sobre literatura contemporánea en el hemiciclo del aula magna de la Universidad de Lovaina. Su vastísima cultura le permitió abordar con el máximo rigor las obras de André Gide, Simone Weil, Albert Camus, Graham Greene, Jean Paul-Sartre, Henry James, Ana Frank, Miguel de Unamuno, Bertolt Brecht, Antoine de Saint-Exupéry, Simone de Beauvoir, Paul Valéry, Charles Péguy, André Malraux, Marguerite Duras, Ingmar Bergman, por citar sólo a los más conocidos. Eso sí, no tiró sus apuntes, sino que los reunió en seis volúmenes con el título Literatura del siglo XX y cristianismo. Merece la pena mencionar el título de cada volumen, pues señalan un itinerario espiritual e intelectual: El silencio de Dios, La fe en Jesucristo, La esperanza humana, La esperanza en Dios nuestro Padre, Amores humanos, Exilio y regreso. Moeller recrea la peripecia del hombre contemporáneo, abrumado por el aparente silencio de Dios durante las dos guerras mundiales, pero hambriento de un sentido trascendente que salve al mundo de la injusticia y el absurdo. Si “el hombre es una pasión inútil”, como sostenía Sartre, y el cosmos una mera tensión dialéctica entre la materia y la energía; si lo humano pertenece exclusivamente al dominio de lo anecdótico e irrelevante; si las nociones de bien, belleza y libertad, son meras creaciones de nuestra mente; la vida queda reducida a un chispazo, y el sufrimiento de los inocentes, a una disonancia. Sólo podemos apurar el instante, disfrutar de lo inmediato, resignarnos ante la fatalidad, aceptar que no hay reparación ni justicia, asimilar que seremos pasto del olvido. No tendremos más remedio que darle la razón a Emil Cioran, cuando describe la conciencia como “la pesadilla de la naturaleza”, apuntando que lo más sensato sería buscar el nirvana mediante el suicidio.
Charles Moeller situó a Albert Camus en el pórtico de su intenso diálogo con la literatura contemporánea. Apreció en su literatura honradez, compasión y sinceridad. Albert Camus le envió una carta de agradecimiento por la atención que había dedicado a su obra, destacando la agudeza de sus análisis, aunque no compartiera sus conclusiones. Charles Moeller dedica Literatura del siglo XX y cristianismo “a los pobres”. A los que sufren la pobreza material y la pobreza espiritual. La pobreza no es un simple estado de menesterosidad o privación. En su sentido último y radical, la pobreza significa vivir sin esperanza. En ese estado, no hay simple pesar, sino auténtica y dolorosa desesperación. En los primeros textos de Albert Camus, se constata la finitud de la existencia, pero se insta a disfrutar del instante, olvidando la muerte. Charles Moeller señala que la angustia no es el punto de partida de Camus. Su origen filosófico y vital no es “la galera del existencialismo”. Frente a Sartre, que describe el amor como un eterno conflicto entre el “sadismo” y el “masoquismo”, asegurando que “el infierno son los otros”, sostiene que “hay en el hombre más cosas dignas de admiración que de desprecio”. Sartre no crea personajes. Sólo anima ideas, abstracciones. Camus es incapaz de actuar así. Sus personajes son muy humanos. En sus primeras obras (Noces, El Minotauro o Alto de Orán), el tema central es la dicha. Camus es un joven mediterráneo que rinde culto a lo solar. Aunque ha crecido en un hogar pobre, con una madre viuda que trabajaba duramente para sacar adelante a sus dos hijos, nunca ha oído exclamaciones de envida, amargura o rencor. “No he comenzado mi vida por el desgarramiento”, aclara. Su motivación inicial ha sido “la admiración”: el amor por la literatura y por el milagro de la existencia. Se deja llevar por la naturaleza, el mar, “el sol, los besos y los perfumes agrestes”, pero sin incurrir en un inmoralismo hedónico.
Moeller señala que Camus no es un muchachuelo que se divierte, como Gide, sino un joven que “ha puesto siempre en su alegría sencilla una nota de seriedad, una especie de tensión que le obliga a penetrar más allá de las apariencias sencillas, hasta las aguas profundas de la muerte”. Camus rechaza las ideologías y los mitos. Su absoluto es “el dichoso cansancio de un día de nupcias con el mundo”. No hay un ápice de ira o desdén en su mirada: “No siento por la especie humana ningún desprecio”. No necesita justificar su alegría: “No hay por qué avergonzarse de ser dichoso”. Ama a Argelia, su tierra natal, donde todo se da por los ojos y la vida parece hecha a la medida de la belleza. Cuando contempla a otros jóvenes en la playa, corriendo desnudos por la arena, siente que no es necesario justificar la exhibición del cuerpo con los “sermones de los naturistas, esos protestantes de la carne”. Simplemente, se está bien al sol. “La fascinación ante lo sensible es una de las características del espíritu contemporáneo –escribe Moeller-. La ausencia de vida interior es su contrapartida. […] Mucho antes de la introducción del tema de la muerte, la actitud de Camus ante la dicha cierra el acceso a un Dios trascendente”. Sólo queda una dicha “colectiva, anónima”, efímera, impersonal.
Camus sostiene que siempre es necesario regresar a Grecia, pero sin ocultar su envés tenebroso. Grecia es la luz, pero también la sombra. “Nosotros, los hombres del Sur, sabemos muy bien, ¿no es cierto?, que el sol tiene su lado negro”. El sol nos invita a vivir el presente, descartando la eternidad: “No hay eternidad fuera de la curva de los días”. Los pueblos mediterráneos sólo reconocen los bienes de la tierra. De forma arbitraria, Camus identifica la esperanza con la resignación, circunscribiendo el conocimiento al ámbito de los sentidos. Al igual que otros escritores de su generación, corta el nudo gordiano de los problemas trascendentales, rehusando a Dios. No se trata de simple ateísmo, sino de antiteísmo. Camus reivindica “una incredulidad apasionada” frente a los que explotan la vida eterna como una propiedad colonial. Deslumbrado por la luz del Mediterráneo, es incapaz de ver nada más allá. “La misteriosa ciudad de Dios, oculta en el seno de la ciudad terrestre, le es completamente invisible”, escribe Moeller. Su temor de naufragar en esos “más allá” que se llaman “raza”, “patria”, “estado”, le hace renunciar a cualquier forma de trascendencia. “Pretende basar la grandeza del hombre en la certeza racional de que el mundo es irracional”.
En 1943, Camus publica Calígula. Se ha producido un giro. Escrita entre 1937 y 1942, refleja una crisis personal. El absurdo invade su escritura. El emperador demente interpreta la realidad como un fracaso: “Este mundo, tal como está hecho, es insoportable”. Por eso, se impone buscar la luna, la dicha o la inmortalidad. Algo que “no sea de este mundo”, como “el acto gratuito” de Gide, que abre paso a otro universo, donde el hombre disfruta de una libertad ilimitada. Calígula pone en práctica la filosofía de Sartre, donde el otro es mera resistencia a nuestros deseos y puede ser neutralizado, eliminado o silenciado. Es una salida a la rueda estéril de Sísifo, condenado a repetir sin descanso una tarea inútil. Para Camus, no hay mucha diferencia entre Sísifo y Don Juan. Ambos consumen su existencia en una fatiga improductiva. Don Juan puede confundirse con un “Sísifo dichoso”, pero su lucidez le impide disfrutar de sus actos. En realidad, ese papel corresponde a Meursault, que ha asumido el carácter ilógico de la existencia y se conforma con un júbilo instintivo, pueril, estrictamente sensual. Aparecida en 1947, La peste constituye una nueva etapa en la evolución intelectual de Camus. Atinadamente, Moeller señala que “no es una novela, sino una crónica: la de la generación que ha vivido la guerra de 1939-1945”. Camus se pregunta si posible la santidad sin Dios. Quizás poniéndose del lado de las víctimas, pero la solidaridad no es suficiente. Hay que compartir el dolor. Los mejores hombres sacrifican su felicidad personal por la de los otros. Son los “mártires laicos”. Moeller apunta que Camus pide al espíritu humano lo que no se atreve a suplicar a Dios: una ternura sin límites, una misericordia infinita.
En 1951, Camus añade un nuevo matiz a su pensamiento: la rebeldía metafísica. En El hombre rebelde, se responsabiliza a las ideologías de los peores crímenes, subrayando que los verdugos –o revolucionarios- suelen presentarse como reformadores morales. Un mundo nuevo sólo puede brotar de una cirugía implacable. Camus refuta este argumento,afirmando que la violencia nunca podrá alumbrar un mundo justo y humano. Eso no significa que no se deba luchar contra la iniquidad. Moeller recuerda que los cristianos nunca se han resignado ante el dolor del mundo, sino que lo han combatido activamente: “la fe ordena el heroísmo de la caridad”. La caridad –o, lo que es lo mismo, el amor- no significa “dimisión, abandono, sino ardor, fervor, inmensa energía que levanta las montañas de la miseria terrestre para transfigurarlas en Dios”. Y la fe, cuya expectación es larga, “no es tiniebla opaca, sino vislumbre, nube luminosa, claroscuro en el seno de nuestros dolores”. Moeller cita a Chales Péguy: hay que hacer una “revolución temporal” para la “salvación eterna de la humanidad”. No se puede abandonar al hombre en el “infierno” de la miseria. El cristiano debe participar en la construcción de una “ciudad temporal” más justa.
Camus nunca logró resolver el problema del sufrimiento de los inocentes. Al igual que Dostoievski, pensó que no había forma de exculpar a Dios, pues no utilizaba su poder para atajar ese escándalo. Moeller objeta que “el mayor torturado de toda la historia es Cristo”. Su muerte fue cruenta, ignominiosa e injusta, pero no inútil. Sanó las heridas de una humanidad que había perdido la esperanza. “Los inocentes que sufren son los primerísimos testigos de Dios”, escribe Moeller. Salvan a sus hermanos, pues son los que están “más unidos a Jesucristo agonizante y resucitado”. La muerte de los inocentes no es “un cataclismo definitivo”. La unión con la Cruz es una promesa de vida. Esta explicación es un misterio. Podemos rechazarla, pero entonces nos sumiremos en “un nudo de oscuridad más cerrada”. El último tramo del pensamiento de Albert Camus se refleja en La caída, aparecida en 1956. Casi sin advertirlo, adopta la perspectiva moral cristiana, citando el ejemplo del hombre que decidió dormir en el suelo porque su amigo había sido encarcelado y no quería disfrutar de la comodidad que le habían arrebatado al ser amado. Esta forma de obrar, ¿no es una imitación de Cristo? En La caída, Camus nombra a Cristo en varias ocasiones. No de forma retórica, sino sincera, intensa, casi desesperada. No sabemos qué rumbo habría tomado el escritor si un “absurdo” accidente de automóvil no hubiera puesto fin a su vida el 4 de enero de 1960, cuando sólo tenía cuarenta y seis años. Nos quedan sus palabras. En una entrevista del diario sueco Dagens Nyheter en 1957, concedida a raíz de la concesión del Nobel, declaró: “Tengo conciencia de lo sagrado, del misterio que hay en el hombre, y no veo por qué no confesar la emoción que siento ante Cristo y su enseñanza; […] pero no creo en su resurrección”. Más adelante, añadió: “No creo en Dios, es cierto. Pero no soy ateo. Incluso estaría de acuerdo con Benjamín Constant cuando ve en la irreligión algo vulgar y…, sí, gastado”.
Literatura del siglo XX y cristianismo es una obra maestra de exégesis literaria. Su dimensión teológica sólo incrementa su profundidad. No es casual que Charles Moeller encabece su extenso diálogo entre fe y literatura con la figura de Albert Camus. Desde perspectivas distintas, los dos se enfrentaron a las preguntas fundamentales de la existencia, adoptando una actitud de búsqueda y apertura. Moeller nunca perdió la esperanza en Dios, lo cual le inclinó a sentir la máxima ternura hacia sus semejantes. Albert Camus prefirió confiar en el hombre, pero sin dar completamente la espalda a Dios, último bastión de la conciencia frente al absurdo. Ambos merecen ser recordados como testimonios de la dignidad humana en el vendaval de la historia. Entre los lodos de Auschwitz, Hiroshima y el Gulag, sus palabras son semillas de vida, vid que fructifica y nos enseña a escuchar el silencio de Dios.