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Imagino que no soy el único amante de los libros que experimenta la compulsión de comprar nuevos títulos, pese a tener en los estantes de mi biblioteca un buen número de obras que aún no he leído y que tal vez nunca llegaré a leer. No me pesa, pues la presencia de los libros me proporciona alegría y paz interior. Cada libro sin leer es una ruta pendiente, una aventura que aguarda su ocasión, una incógnita que persiste en su misterio. Hace unos días escarbaba en mi biblioteca y escogí como lectura un libro que hasta ahora sólo me había limitado a hojear. Me refiero a la primera edición de Humor honesto y vago, de Josep Pla, publicada por Ediciones Destino en 1942. En plena posguerra, se escatimaba cualquier concesión a las lenguas regionales. Por eso, en la portada leemos “José Pla”, no “Josep Pla”. Ahora que el nacionalismo vuelve a alborotar, no estaría de más recordar la posibilidad de convivir, respetando las diferencias. Pla amaba su tierra, su cultura y su lengua, pero siempre se consideró español, lo cual le acarreó no pocas antipatías y, durante un tiempo, un inmerecido exilio entre los escritores vinculados al franquismo. Pla simpatizó con la Segunda República, pero se distanció de ella cuando las ansias revolucionarias desplazaron a la voluntad reformista. Pensó que el franquismo era un mal necesario y que evolucionaría rápidamente hacia la democracia, pero advirtió muy pronto que se equivocaba y decidió refugiarse en la masía familiar, ahondando en su vocación literaria. Desde entonces, sólo abandonará el Bajo Ampurdán para viajar por todo el mundo, escribiendo reportajes memorables que captaban fielmente el espíritu de los lugares visitados.
Humor honesto y vago es un libro de impresiones y confesiones, que divaga con frescura sobre los grandes temas, como la libertad, la belleza, la soledad o la muerte, y medita con chispa y ligereza sobre cuestiones pueriles, como la bicicleta o la propina. Pla detesta los alardes estilísticos, la erudición pomposa y la oscuridad disfrazada de sabiduría. No cultiva la claridad por cortesía, sino porque considera que –en su opinión- representaba la excelencia moral y estética. La inteligencia fluye naturalmente. No necesita retórica, sino elegancia, buen gusto y sentido común. Pla siempre elude la hipocresía, el acomodamiento y la adulación. Podemos no estar de acuerdo con sus ideas, pero su sinceridad nos deja pasmados, particularmente en una época donde se ha impuesto la autocensura de la corrección política, casi tan letal como las mordazas de inquisidores, prebostes y espadones. Cuando habla de los niños, Pla no pierde el tiempo, atribuyéndoles ternura e inocencia. Por el contrario, sostiene que las criaturas, “monísimas” en apariencia, poseen todas las características del estado de naturaleza: “son violentas, crueles, desenfrenadas, ansiosas, alocadas, vacuas, absurdas”. Alejándose de la parábola evangélica sobre los niños y el reino de los cielos, afirma que “un mundo aniñado y pueril sería infinitamente más peligroso y despreciable que un mundo de hombres hechos”. Opina que los niños deben ser queridos y respetados, pero se pregunta si hay alguna forma de que los niños respeten a los adultos. No se refiere a un respeto solemne, sino elemental. Cuando una madre deja a su preciosa niña sobre sus rodillas, un ser adorable con el pelito rubio y los ojos azules, intenta darle un beso en las mejillas y la criatura responde con un feroz mordisco en la oreja. Siente deseos de responder con un bofetón, pero se contiene y se aleja prudentemente de “sus encantos irascibles”. Poco después, aparece la madre, ponderando su “dulce manera de comportarse”. Pla concluye la anécdota, reconociendo que la infancia es interesante, pues es la única manera de superar las conductas antisociales de la niñez. Si el reino de Dios pertenece a los niños, los adultos deberían ponerse a salvo en un lugar más seguro.
Pla no idealiza el pasado. Al hablar de la juventud, asegura que contiene “las horas más aciagas y crepusculares de la vida”. Es una edad que exige certezas, no dudas. De ahí que los jóvenes sean intolerantes, fanáticos, impacientes. La civilización se basa en “un escepticismo inteligente” que enfría las pasiones y fomenta los acuerdos. El joven no sabe esperar. Quiere soluciones inmediatas, goces ardientes, experiencias titánicas, ignorando que la verdadera voluptuosidad se obtiene con “los detalles pequeños, insignificantes”. El auténtico goce es “lento, sosegado”. El matrimonio no se sostiene con pasión, sino con fe y entendimiento. Una fe ciega en la voluntad de convivir con la persona elegida; un entendimiento profundo de las vicisitudes del corazón humano. “En un matrimonio feliz se ha encontrado dos seres que antes estaban solos. Se han fundido. Es decir: se ha producido la adhesión completa”. Esa adhesión no es fruto de las prisas, sino de un acoplamiento progresivo que permite superar definitivamente la soledad. El matrimonio se consolida en la medida que se produce una sincronización, un ajuste mutuo que posibilita vivir en armonía, caminando y respirando al mismo paso. “Bajo la batuta del amor, las melodías vitales se superponen paulatinamente y se funden”. Un matrimonio feliz se asienta –entre otras cosas– en la gastronomía. Una mesa alegremente compartida propicia el amor y la comprensión. Sucede lo mismo con la política: “Si un ministro y un embajador son susceptibles de entenderse sobre un menú es que las dificultades están superadas”. El matrimonio y la diplomacia se parecen a la cocina. Exigen observación, mimo, cuidado, meticulosidad.
Josep Pla se declara abiertamente antifeminista. “El feminismo –asegura– es como tener un enemigo en casa”. Las mujeres son en realidad las que mandan. Educan a los hijos, contienen las extravagancias de los hombres y administran el hogar. Las mujeres no son el sexo débil, sino el pilar de la sociedad. Solidifican, sostienen, ordenan, encauzan, proyectan, crean, pero también hacen soñar y preservan la belleza. ¿Por qué destruir la imagen de la mujer como un ser afectuoso y fidelísimo que vela el sueño de toda la familia, alerta ante cualquier peligro? ¿Es razonable conspirar contra este milagro? Pla cree que el feminismo y otras ideologías desestabilizadoras se han gestado en la mente de los intelectuales, un grupo social especialmente perturbador. El intelectual no es un benefactor de la humanidad, sino un artista del odio. El Terror jacobino fue una creación del hombre de letras. Robespierre es el típico intelectual que justifica la guillotina con un estilo elegante, más preocupado por los adjetivos que por los sentimientos ajenos. “Los vegetarianos, naturistas, herbívoros, aguaclaristas, infusionistas, nudistas, y en general toda clase de puritanos, son susceptibles de odiar a sus semejantes en grado máximo”. Pla considera que los seres humanos más dignos se hallan entre los comerciantes, los industriales, los tenderos, los rentistas. Los campesinos no odian, pero están dominados por la avaricia. Evidentemente, esta clasificación es arbitraria y poco consistente, pero se agradece una sinceridad tan desacomplejada, infrecuente entre los escritores, que intentan no incomodar más de lo necesario.
Las opiniones de Pla sobre los perros y los gatos no son menos heterodoxas. El perro es un simple comensal apegado al ser humano por pereza. Siempre es más fácil ser alimentado que buscar el sustento en la naturaleza. El gato es “dogma, seriedad y forma eterna”. No siente ningún aprecio por el hombre. Simplemente busca su compañía porque sabe que la especie humana atrae a los ratones con su tendencia a almacenar y desperdiciar comida. Mi larga convivencia con perros y gatos me autoriza a decir que Pla simplifica las cosas de una manera insostenible, pero no me molesta. Discrepar es la esencia del pensamiento y el quehacer literario. La unanimidad es un rasgo de las sociedades autoritarias y de las ideologías que intentan ahogar la libertad de los individuos. Pla no es un profeta, ni un santo. Sólo es un hombre que escribe. A veces, acierta. Otras, no. Y, en ocasiones, dice disparates, pero siempre con una prosa impecable y un inconformismo teñido de humor y melancolía. Como todos los autores, codicia el reconocimiento, pero sabe que la posteridad y la fama no se adquieren con una buena crítica literaria, sino con la aquiescencia de la peluquería de la esquina. Una obra no está consolidada hasta que circula fluidamente por los salones de peluquería. El teatro y el cine también necesitan ese respaldo. Sus salas no se llenarán de público hasta que los foros más populares –hoy hablaríamos de las redes sociales– hablen sobre sus estrenos. El problema del teatro español de la época es que se parece a “un anacrónico museo de figuras de cera”. En cuanto al cine en general, reconoce que no le agrada especialmente. No sin sorna, aclara: “Prefiero a la realidad fracasada, exangüe, del cine, la realidad fosilizada, mineralizada, completamente disecada de la metafísica”.
El fútbol no necesita esforzarse para conseguir un público amplio. Es un deporte de masas y despierta emociones desmesuradas, lo cual no es muy agradable. “Las pasiones de las masas –escribe Pla– me parecen explosiones de impudor, indecentes”. El fútbol es un deporte antinatural, pues obliga a los jugadores a prescindir de sus manos. El genio de un futbolista no reside en sus pies, sino en su capacidad de impulsar el balón con los dedos de la mano de forma inadvertida, invisible. Es suficiente “un ligerísimo toque, una imperceptible insinuación, un insignificante golpecillo”. Los jugadores de antaño dominaban ese recurso y, por ese motivo, eran “técnicamente prodigiosos y teatralmente sublimes”. El alabado progreso sólo trae desgracias. Los héroes del siglo XX son personajes como Lindbergh, “un chófer rubicundo” que enloquece a las modistillas. Se escriben panegíricos de la bicicleta, asegurando que constituye un ejercicio completo y tonificante, pero se descuida la dialéctica. La bicicleta pone en movimiento los pies; la dialéctica, la mente. El automóvil no es la solución, pues menoscaba el placer de pasear sin prisa, haciendo paradas para tomar el sol y contemplar el paisaje. Los pisos modernos, funcionales, tienen tantos inconvenientes como el coche. Son tan pequeños e impersonales que espantan a las visitas. Los cafés se modernizan con un imperdonable mal gusto, se cantan las alabanzas el nudismo, el vegetarianismo y esoterismo, se desdeñan los paraguas, casi nadie lee a los clásicos, e incluso se fantasea con ir a la Luna, un lugar completamente inhóspito y sin restaurantes. Avanzamos hacia un preocupante grado de “cretinización”. Pla reconoce abiertamente que es conservador. Las revoluciones sólo le producen espanto. Se identifica con Charles Maurras, horrorizado por las tropelías cometidas en el Louvre por las turbas de la Comuna de París. El conservadurismo no destruye; preserva. La civilización consiste en mantener el recuerdo del pasado y la experiencia transmitida. Los testimonios de otras vidas nos alumbran e inspiran. Honrar a los muertos es lo que nos hace definitivamente humanos. El trabajo no es una maldición, sino lo que da sentido a nuestras vidas. Trabajando dominamos el futuro y garantizamos la continuidad de la especie.
Pla describió su caudalosa escritura como “un incierto vagabundaje” que le había costado muchos ataques públicos y privados. Nunca habría dicho que escribía para sentirse querido. De hecho, esa reflexión le habría parecido una incalificable memez. Escribir no le parecía nada especial. Se consideraba más un periodista que un literato. De hecho, nunca escribió ficción, si bien alteró la realidad para elaborar artículos y diarios, buscando la página perfecta. No fabulaba; simplemente, dilataba los límites de la experiencia. Nada le halagaba más que ser comparado con un industrial o un comerciante. De hecho, sentía nostalgia de la Edad Media, cuando los artistas sólo eran artesanos y no firmaban su obra.
Humor honesto y vago es uno de los pocos títulos escritos en castellano por Josep Pla. En 1947, cuando el régimen de Franco relajó un poco su furor nacionalista, volvió al catalán, manteniéndose fiel a su idioma literario hasta el final de su vida. Pla era un payés socarrón y egoísta. Orgulloso de ser propietario de una masía en Llofriu, en el término de Palafrugell, aborrecía cualquier brote de jacobinismo y se concebía a sí mismo como un testigo de su época: “Escribo lo que veo”. Su aspecto era inconfundible: boina, colilla en los labios, ceniza en las solapas, mejillas encendidas por el alcohol y una sonrisa irónica perenne. Gran bebedor de güisqui y coñac, cuando le preguntaron en una ocasión por su estado civil, contestó: “ligeramente ebrio”. Quizás no nos gusten algunas de sus opiniones, pero es imposible odiar a un hombre lleno de chispa, ingenio y sensatez, que nos legó una excelente fórmula para ser feliz: no envidiar a nadie, hacerse un poco el tonto –“pero sin exagerar, ¿eh?”– y no pensar en la gloria, que es “una señora gorda y fea”.