Afirmar que Nolly (Russell T. Davies, 2023) es un biopic de la actriz británica Noele Gordon (Helena Bonham Carter) sería inexacto. Lo es de una manera concentrada, pero a Russell T. Davies la figura de la intérprete le interesa más como epítome de una tradición televisiva – la que representan teleseries como Crossroads, Coronation Street o Emmerdale Farm- que se pretende vindicar como antecedente necesario para entender la fortificación de una industria, pero también para comprender cómo ha ido forjando y moldeando a su público.
No somos pocos los críticos que con inusitada y cómoda frecuencia clamamos contra un modelo de serialidad tradicional, hipercodificado y formulario, sin atender a sus discursos ni a la importancia que tienen en la modificación de la percepción de las audiencias a propósito de según qué temas.
El hecho de que, por ejemplo, de una serie tan longeva y popular (más de un millón de fieles) como Amar es para siempre (Rodolf Sirera, 2013-2024) surja un spin-off como Luimelia (Borja González Santaolalla, Diana Rojo & Camino Sánchez, 2020-2021) debería ponernos a pensar. Pese al ninguneo del grueso de opinadores, el público sigue dándole su beneplácito a las series diarias y las productoras estarían dispuestas a enviar a tres o cuatro directivos a Supervivientes con tal de que las televisiones les comprarán su nuevo proyecto para las sobremesas intersemanales.
Pero nosotros, señores con monóculo, pasamos de las diarias. Y aquí llega Russell T. Davies para enmendarnos la plana. En Nolly, el creador de Years and Years (2019) pone de manifiesto la importancia de una ficción seriada popular, asume que algunas de sus estrategias dramáticas siguen vigentes, calibra el impacto que tiene tanto sobre quienes la elaboran como sobre quienes la reciben y la utiliza para repasar la evolución de la industria desde todos los ángulos.
Reduzcamos al mínimo la descripción del argumento de Nolly para adentrarnos por vericuetos menos evidentes. El núcleo de la historia nos sitúa en 1981, año en el que la ocho veces ganadora del TVTimes a la actriz más popular de la televisión británica recibe la noticia de que Meg Mortimer, su personaje en Crossroads, pasará a mejor vida. A lo largo de sus tres episodios –esto es el Reino Unido, aquí las tramas no se alargan innecesariamente- esta producción estrenada en España por Filmin describe el manido proceso de una actriz descendida de su pedestal, su airado descenso a los infiernos y su efímero y brillante regreso.
Para analizar esta miniserie dirigida al completo por Peter Hoar (Daredevil, The Umbrella Academy, It’s a Sin), nos centraremos en el arranque del primer episodio, compuesto por tres secuencias ubicadas en épocas distintas (cada capítulo se inicia con un breve y aclarador flashback).
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Secuencia uno. 1938. Noele Gordon es la primera mujer en color de la televisión británica. Lo importante de esa emisión de pruebas radica, sin embargo, en la aparición de John Logie Bird, inventor de la televisión electromecánica, figura metonímica que ya nos induce a pensar que más que ante un biopic nos encontramos ante una reflexión sobre el medio; hecho que confirmará la secuencia al completo, con su afán por mostrarnos las interioridades no ya de los estudios sino del propio aparato televisivo. Nolly es un análisis forense practicado por un cirujano que opera en un quirófano en el que suena Kate Bush a todo trapo (Russell T. Davies podría utilizar Dr. Emotion como alias).
Segunda secuencia. 1975. Se rueda la boda de Meg. Problema: el exterior de la iglesia está atestado de fans y salen en el plano. Noele Gordon le dice a su productor Jack Barton (Con O’Neill) que esa gente se desvive por su serie, por ellos, así que están lejos de ser un problema. Se produce aquí un doble proceso de identificación – actriz/personaje, público/personaje- que será crucial a la hora de entender la conducta de la Gordon ya en la secuencia inmediatamente posterior, fechada en 1981, en la que se nos presenta como una autora con todas las letras.
Estamos ante una intérprete que lleva tantos años haciendo el mismo papel, que ha asumido hasta tal punto la voz del personaje, que se arroga la potestad de cambiar diálogos, modificar la posición de los actores, corregir acentos, etcétera. Su dominio del medio es tal que se convierte en el vehículo perfecto para que Davies nos brinde un análisis multinivel del funcionamiento de la televisión, desde cómo se registra un show hasta cómo funcionan las audiencias.
Hay, en ese sentido, dos momentos clave. El primero, situado al final del segundo episodio, lo denominaremos “el festival del autobús”. Nolly y su compañero y amigo Tony Adams (Augustus Prew), deciden no ver el capítulo en el que se despide a Meg de su serie y se marchan de compras nocturnas en un bus de línea. Lógicamente, los ocupantes del transporte la interrogarán a propósito de su fulminante despido del que ella desconoce las causas.
Esa improvisada reunión con un muestreo de sus espectadores, Davies la utilizará para explicar (y defender) qué significa el tipo de televisión que representa Noele Gordon para una audiencia eminentemente femenina a la que se critica con severidad por malgastar su tiempo viendo Crossroads (o La promesa o 4 estrellas) sin siquiera analizar qué temas abordan esas teleseries. Por cierto, la escena está escrita con un sentido de la épica inmejorable: Helena Bonham Carter, la enorme Helena Bonham Carter, parece William Wallace.
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A lo largo de los tres episodios, pero aquí especialmente, se incide además en que toda esa ola de reprobación procede, en su mayor parte, del sector masculino de la población, el mismo que decide en los despachos y que organiza el despido de la actriz sin apenas inmutarse, aduciendo que su divismo es un problema, que es un grano en el culo, pústula del todo indolora si la metáfora dermatológica se hubiese aplicado a cualquier estrella de la televisión que hubiese meado de pie.
Davies y Hoar reflexionan sobre qué supone ser mujer en el seno de una industria masculinizada y lo hacen por boca de una actriz temperamental, con conductas reprobables (engreída, petulante) y, como cantaría Ottis Reding, difícil de manejar. Y ahí es donde esa parte discursiva cobra vuelo, porque a pesar de sus desplantes y sus actitudes dictatoriales en el set, uno entiende que su denuncia –la echan porque es mujer, porque a un hombre, en idénticas circunstancias, nadie le habría movido de su silla- no solo es razonable, sino que tiene visos de obedecer a una premisa universal.
Director y guionista, muy conscientes del material con el que tratan, absorben y modernizan, aplicándole un lifting narrativo y estético, las reglas de la vieja soap opera. Así, Hoar recurre a largos y tumultuosos planos secuencia para reflejar las interioridades del día a día en un set de rodaje, rompiendo con el estatismo propio de los dramas de estudio, si bien recupera aquella vieja ortodoxia para los momentos culminantes (el ajuste de cuentas verbal entre Noelle y Jack Barton en el episodio final).
Vemos cómo funciona la televisión desde todos los ángulos -directivos, producción, rodaje, audiencias- con una puesta en forma combinada (lo viejo y lo nuevo) en la que se trabaja a conciencia el juego con las alturas (ligeros picados y contrapicados) para marcar la presión sobre un nuevo actor contratado que quizá conozca el destino final de Meg; o el uso de los reencuadres para delimitar los espacios en los que se acrecienta la terrible soledad de Nolly (cómo se la filma en su casa) o, en esa rima que se produce entre los episodios 1 y 3, se emplea expresivamente el cambio de posición en el encuadre de la propia actriz con respecto a sus compañeros: cuando es la prima donna del show se sitúa a la derecha del plano (con esa silla que nadie ocupa marcando su ascendencia y el resto de intérpretes orbitando a su alrededor), mientras que cuando tiene que ganarse su papel y al resto del reparto en la obra de teatro en la que aparecerá tras su despido, veremos a los otros actores, que la ningunean, frente a ella en clara oposición, reforzada por el uso de la luz, hasta que con un fabuloso speech confesional se los gane y recorra de un extremo al otro el escenario, las miradas del resto siguiendo el fulgor de esa estrella que termina situada en el centro del plano y de las tablas.
Russel T. Davies tampoco renuncia a los viejos mecanismos dramáticos para fraguar emociones, el martillo musical percutiendo sobre nuestras fibras sensibles en ese ‘plano final’ (y en muchos otros), al tiempo que articula una reflexión de carácter metalingüístico sobre el funcionamiento de esos mecanismos en la que es, para quien esto firma, la secuencia clave de esta producción de la ITV. Al final del primer episodio, durante un parón de la grabación, los actores de Crossroads discuten en el plató sobre el despido de Nolly y se plantean si, en señal de solidaridad, no deberían irse todos. Inopinadamente, el regidor decide que las cámaras graben ese off the record.
Ahí observamos no solo cómo los actores incorporan gestos de sus personajes a una conversación que se desarrolla ‘en la realidad’ – la confusión con la ficción es evidente y continua- sino que, desde el momento en el que la cámara se pone a grabar todo cuanto registra lo que vemos es, indefectiblemente, televisión. ¿O e que acaso ese ‘best episode ever’ con el que el regidor cierra la secuencia no puede verse como la antesala de la invención de los reality shows? Así que ya saben, si alguien les dice que Nolly no es más que otro biopic, desconfíen de esa gente como si fuesen… directivos de una televisión.