'The Bear': bienvenidos (de nuevo) a la cocina del infierno
A pesar de sus excesos, la segunda entrega de la serie de Christopher Storer mejora la precedente (es menos repetitiva y más profunda) y encuentra hábiles soluciones para mostrar las situaciones de bloqueo que atraviesan los personajes
Un cannolo atravesado por un tenedor. Sirva esa imagen que cierra el exuberante e irregular sexto episodio de la segunda temporada de The Bear como síntesis discursiva de los propósitos de su creador, Christopher Storer. El dulce como representante de una tradición culinaria que tiene en la familia Berzatto una devota continuadora. El tenedor, utensilio de cocina convertido en arma arrojadiza. La vocación transformada en maldición, el negocio familiar en frenopático, la fuente de ingresos en un manantial de frustración que desborda la fosa séptica de la desafección.
Construida como una frenética lucha contra el reloj, la segunda tanda de episodios de este drama gastronómico se concentra en las 12 semanas que van descontándose hasta la fecha de apertura fijada para el nuevo restaurante que Carmy (Jeremy Allan White) y su atrabiliario staff pretenden levantar en una Chicago en la que los negocios basados en dar de comer al personal bajan sus persianas con frecuencia de partido liguero.
Storer, su equipo de guionistas y su dúo de realizadores (Joanna Calo y Ramy Youssef) asumen que la vivacidad de la primera entrega fue la clave de su éxito y mantienen (casi siempre) el fuego al máximo para que el drama no baje de su constante punto de ebullición. Ahora bien, esta vez han asumido que la cadencia espídica de la propuesta necesita bajar las revoluciones de tanto en tanto para que sea tolerable por cualquier espectador que no quiera tomarse ansiolíticos para seguir viéndola sin enfrentar riesgos cardiovasculares.
A partir de la máxima 'every second counts', The Bear encara una lucha contra el calendario cuyos enemigos asumirán los siniestros perfiles de inspectores sanitarios, técnicos municipales o supervisores de los sistemas de incendios, ya sea de manera explícita o tácita, sus severas apariciones borradas para sernos devueltas en forma de certificado con membrete oficial que asegura que el establecimiento cumple con la normativa vigente.
A las pertinentes obras de renovación súmenle los consiguientes problemas logísticos, el lento pero seguro acoso burocrático, los acuciantes problemas económicos que aumentan en el instante en el que el tío Jimmy (Oliver Platt) les presta medio millón de dólares para que puedan acometer la reforma (si no los devuelven perderán el local) y el inicio de distintos procesos formativos por parte de los desfasados miembros del equipo a fin de actualizar sus habilidades y ponerse a punto para el reto que les depara un futuro demasiado inmediato.
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A esa olla a presión laboral/empresarial a la que no le funciona la válvula, viértanle el caldo genealógico de los Berzatto, un licuado en el que se condensan el temperamento expeditivo propio de un central italiano con migraña (Gentile, Bergomi, Chiellini) y un quíntuple destilado de rencores familiares que atraviesa un par de generaciones, todo ello bien espolvoreado con especias autóctonas que crecen salvajes bajo la sombra del clan y que son tan útiles como el polvo de adelfa (nos referimos a los inefables Fak, prodigio de incontinencia verbal y admiradores no declarados de Pepe Gotera y Otilio).
Para que la pesadillesca suma entre un show de reformas, Master Chef y Hermano mayor funcione, Storer trabaja por acumulación, superponiendo elementos que asfixian las secuencias para transmitirnos esa sensación de presión constante que experimentan aquellos que deciden alistarse en el ejército de la hostelería. Los diálogos se solapan en un overlapping por momentos inaudible, cargados de insultos como un día de instrucción dirigido por el sargento Tom Highway. Nótese, sin embargo, que aquí la palabra tiene un uso rítmico, hasta el punto de que determinados nombres (cousin) o términos se utilizan como recurrentes signos de puntuación para delimitar el tempo prestissimo que invade toda la obra.
A ese entrechocar de frases pronunciadas con inusitada velocidad se acoplan una cámara nerviosa que se mueve con agitación entre los cuerpos y los rostros y un montaje sincopado que contribuye a acrecentar una tensión por momentos insufrible (un montaje que trabaja con el cambio constante de escalas, cortes directos de planos medios a insertos, saltos visuales que ayudan a incrementar el frenesí).
No nos olvidemos de un soundtrack bien surtido (Wilco, REM, The Replacements, Brian Eno, Pearl Jam…) que, en los momentos más angustiantes, opera desde un segundo plano para ponernos los nervios como la cuerda de un Stradivarius (en ese sentido, se le saca mucho partido a los temas de Nine Inch Nails y a los compuestos por su líder, Trent Reznor, junto a Atticus Ross).
El origen de esas decisiones de puesta en escena es fundamentalmente dramático. Y queda bien explicado en 'Fishes' (2.06), capítulo que duplica la duración habitual para alcanzar los 66 minutos y que podría verse como una versión del 'Agosto' de Tracy Letts en la que los Weston siguen una dieta estricta a base de speed y cocaína. En este flashback que rememora una convulsa cena de Nochebuena en casa de los Berzatto, concebido como un all-star one hour drama (Jaime Lee Curtis, Sarah Paulson, Bob Odenkirk, Jon Bernthal), desentrañamos que la cocina y el comedor familiares son el antecedente directo de ese microcosmos infernal que es la cocina de The Bear.
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No hay distinción entre las relaciones afectivas y las laborales puesto que todas se cuecen en el mismo caldero. No hay quien separe lo profesional de lo personal, ni quien sea capaz de dejar los problemas del negocio fuera de la mesa, envolver las enquistadas rencillas en una servilleta y reservarlas para una ocasión y un entorno más propicios.
Estamos ante un episodio que exhibe las bondades de la serie —el expresivo uso de los insertos (los temporizadores), la hábil colocación de secuencias de respiro para ventilar tan viciado ambiente, las metáforas visuales (el cannolo) o el poder de ese silencio que aparece en el clímax del capítulo— pero que también desnuda sus carencias, aquí personificadas en una Jamie Lee Curtis desatada en el papel de matriarca, mujer psicológicamente debilitada, capaz de disuadir a cualquiera que intente ayudarla a preparar la copiosa cena navideña para, acto seguido, quejarse a grito pelado de que nadie le ha echado una mano.
Alcohólica y agresiva, Donna (Jamie Lee Curtis) profesa una inquebrantable fe en su propio malditismo: se ve como aquella que, tarde o temprano, lo estropea todo, alguien que ensucia cada objeto que roza, un ser torturado cuya inveterada obsesión la conduce a una autodestrucción programada por ella misma. Sucede que el personaje carece tanto de matices y está interpretado con tal vehemencia que, en no pocas ocasiones, roza la pornografía emocional, como si la enfermedad mental fuera un espectáculo que valiese la compra de una entrada.
Todo ello para justificar la actitud de Carmy en el episodio final, en tanto heredero de esa genética desgraciada que, a su parecer, le impide conciliar vocación y felicidad. En una serie que trabaja francamente bien el concepto de plant (sembrar para luego recoger: la manilla del congelador, los mensajes de voz de Marcus,) este es a todas luces excesivo, como excesiva es la repetición de situaciones (principal problema de la primera temporada).
Dicho esto, conviene aclarar que esta segunda tanda de episodios funciona mucho mejor que su antecesora, sobre todo gracias a esos capítulos de reposo (el cuarto y el séptimo) situados para desentumecer las magulladas retinas de una audiencia baqueteada a golpe de intensidad. Esos dos versos libres, hábilmente conectados a la trama principal, relatan dos stages formativos.
El primero lo protagoniza Marcus (Lionel Boyce) con su viaje exprés a Copenhague para mejorar como repostero al lado de un viejo compañero de Carmy. En una serie obsesionada por retratar el modelo de ciudad hostil que representa Chicago —a la que se le dedican todas las secuencias de transición—, la comparación con la capital danesa le sienta como un Lorazepan a un insomne. Ese desplazamiento geográfico es, a su vez, conceptual. El estado de ánimo que transmiten las dos ciudades contamina el devenir narrativo. Frente al vértigo de la capital de Illinois, la calma nórdica, todo ello expresado ya desde el propio urbanismo (tanto en relación con el ordenamiento del municipio como con la tipología de viviendas: Marcus pernocta en un barco).
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Esa distensión se observa, también, en las relaciones. El proceso formativo de Marcus junto al chef Luca (Will Poulter) se desarrolla con tranquilidad (dos personas, un espacio, ningún ruido), se basa en equivocarse para mejorar, en tener la mente abierta y en asumir cuanto antes que, aunque el esfuerzo no se negocia, siempre habrá alguien mejor que tú (y no pasa nada). Una filosofía un tanto distinta a la que, en general, adopta la serie, cuyo gurú no es otro que el mítico entrenador de la Universidad de Duke y de la selección estadounidense, Mike Krzyzewski (alias Coach K), adalid del éxito y financiador de diccionarios que no incluyen la palabra fracaso en sus índices.
Si 'Honeydew' (2.04) nos da un respiro narrativo y estético, 'Forks' (2.07) nos presenta la transformación de Richie (Ebon Moss-Bachrach) tras un stage de una semana en un restaurante de dos estrellas Michelín de Chicago (el episodio fue rodado en el Ever, comandado por el chef Curtis Duffy, quien cocinó todos los platos que aparecen en el episodio). Frente al caos que reina en The Bear, aquí nos encontramos con un ejercicio de precisión que se adapta a la disciplinada mecánica que rige los destinos de un local en el que los errores no se admiten y una mancha en un mantel es cuestión de estado.
No se trata, pues, de que estemos ante un capítulo de personaje, ni que asistamos a la conversión de un estorbo en una navaja suiza (Riche encuentra ese propósito del que habla en el capítulo inicial), sino en esa ruptura de la tónica general —no tan extrema como en el 2.04— que tiene que ver con lo estético: el episodio, pese a sus aceleraciones, arranca como una pesadilla (es otro el tono) y poco a poco, a medida que el espíritu de Richie se amolda al brillo grisáceo de ese restaurante con aires de fábrica de robots de última generación, hay un acoplamiento rítmico que culmina con la tranquila conversación que Richie mantiene con la chef Terry (Olivia Colman… otra camiseta para el hall of fame de la serie).
Si esos dos episodios denotan el interés de Storer por profundizar en la psique de sus personajes —un estudio que se aplica a todos los miembros del equipo de cocina, desde por Syd (Ayo Edebiri) y la relación con su padre hasta Ebraheim (Edwin Lee Gibson) y su miedo a cambiar, pasando por esa pequeña y tierna romcom que protagonizan el inseguro Carmy y Claire (Molly Gordon)—, a quien esto suscribe le resultan más llamativos en tanto en cuanto suponen una variación cadencial, una modificación necesaria y agradecida por el espectador que, en el capítulo final, se traslada al interior de 'The Bear' (2.10).
El episodio arranca con un portentoso plano secuencia que da cuenta del día de inauguración, una cena a la que han sido invitados familiares y amigos. Syd dirige la partida y su voz tranquila queda registrada por un plano medio de larga duración. A medida que los engranajes de la cocina empiecen a activarse, Christopher Storer trabajará sobre la toma en continuidad siguiendo a los distintos personajes, pasando de uno a otro para reflejar el funcionamiento de todo el equipo.
El movimiento es fluido porque todo va como la seda. Cuando surja un contratiempo clave —que evitaremos desvelar— regresaremos a la planificación tipo de la serie (cámara vibrante, montaje entrecortado, overlapping sonoro) que señala que la zozobra habitual está lejos de desaparecer, que la vida entre fogones se parece más a una trinchera que a un concurso de televisión.
A pesar de sus excesos, la segunda entrega de The Bear mejora la precedente (es menos repetitiva y más profunda pese a seguir pegada a esquemas similares) y encuentra en algunas formulaciones visuales como el reencuadre o el travelling de avance hábiles soluciones para mostrar las situaciones de bloqueo que atraviesan los personajes (Syd y Carmy en el episodio uno: foto superior) o señalar los momentos verdaderamente íntimos en los que las confesiones sinceras afloran (de nuevo Syd y Carmy reparando una mesa en el noveno episodio), incluso acierta a combinar los dos recursos cuando la situación dramática lo requiere (el tierno momento entre Carmy y Michael en el 2.06 en el que la sinceridad entre ambos —travelling— no oculta el problema que tiene desunida a la familia – reencuadre). En definitiva, esta vez, el menú es satisfactorio (eso sí, no se olviden del protector estomacal que lo de Jamie Lee Curtis da un poco de ardor).