Olvídense de los preámbulos y las justificaciones. Terminó Juego de Tronos (GOT en adelante). Vamos a destriparla.
La escritura
En líneas generales -y a todos los niveles- la temporada final de GOT ha transmitido sensación de apremio, como si existiera la necesidad de clausurar un relato que ha ocupado los días y las noches de la última década de vida de unos creadores, D.B. Weiss y David Benioff, que tienen ganas de emborracharse de calma, de empatar con un George R.R. Martin que se está tomando el cierre de la saga de novelas en las que se la serie se basó hasta su sexta entrega con el mismo ímpetu que Winnie The Poo en un balneario.
Estos seis episodios, que funcionan a modo de último acto, se ordenan alrededor de dos conflictos bélicos: la batalla de Invernalia y el asedio y destrucción de Desembarco del Rey; esto es, la lucha por la supervivencia del género humano y la lucha por el poder. Armada en torno a esos dos acontecimientos, esta última entrega mezcla decisiones interesantes con otras difícilmente justificables o, en todo caso, sólo justificables a partir de elementos que poco o nada tienen que ver con la causalidad o la lógica.
Pensemos en la batalla de Invernalia. En el episodio segundo (‘El caballero de los siete reinos’), los aliados plantean una estrategia basada en contener al enemigo parapetándose tras la muralla de la ciudad y prendiendo fuego al foso que la rodea para así dar tiempo a que se produzca el encuentro al aire libre entre el Señor de la Noche y Bran (Isaac Hempstead Wright). Entienden que, a la intemperie y más desprotegido que si estuviera acompañado por sus tropas, su principal enemigo es más vulnerable y quizá con los dragones puedan acabar con él. Porque, no lo olvidemos, si él muere, sus ejércitos desaparecen al mismo tiempo. Por cierto, recordemos también que los defensores de la humanidad apenas tienen información sobre su adversario: saben que su líder es capaz de resucitar a los muertos, pero desconocen el número de efectivos de su ejército.
Con estos datos, la primera decisión que las huestes comandadas por Daenerys (Emilia Clarke) y Jon Snow (Kit Harrington) toman, consiste en mandar a la caballería liderada por Jorah Mormont (Iain Glen) y formada por los dothraki, sus mejores guerreros junto a los Inmaculados, a enfrentar a sus rivales a campo abierto. La determinación es tan absurda desde el punto de vista militar como incoherente con las propias premisas fijadas en la reunión del episodio anterior: no solo no se contempla atacar a un enemigo cuyo número puede ser infinitamente superior al de la facción aliada, sino que, además, contraviniendo las tácticas expuestas durante los preparativos, se opta por cargar contra él en lugar de contenerlo. Ahora bien, este arrebato nos brinda una de las cumbres visuales de la temporada que analizaremos en el siguiente apartado.
La serie cae, además, en ciertos excesos explicativos. Más allá de que la verdadera identidad de Jon Snow se nos cuente hasta tres veces (episodios 7.10; 8.01 y 8.02), hay secuencias en las que los personajes necesitan exponer a través de los diálogos sus motivaciones o las motivaciones ajenas cuando, en realidad, ni siquiera es necesario. Quizá el mejor ejemplo lo tengamos en el series finale. La larga conversación entre Jon y Tyrion (Peter Dinklage), una vez que este ha dimitido como Mano de la Reina y ha sido hecho prisionero, tratando de explicarse el comportamiento de Daenerys y qué hacer con ella de cara al futuro, es del todo innecesaria. Una vez que la nueva monarca de los Siete Reinos ha dejado Desembarco del Rey como el cenicero de ‘Qué grande es el cine’ y ha dado un discurso frente a las tropas en el que deja bien claro que su intención es dominar el mundo (ella lo llama, eufemísticamente, liberar a los esclavos), la situación queda clara: o asumen su cosmovisión y la acompañan en su conquista o la matan. Esa plática entre ambos no ha lugar porque ni el espectador la necesita (se ha pasado toda la semana conversando sobre ello y exponiendo los mismos motivos que luego oirán de boca de los personajes) ni tiene sentido narrativamente que Jon y Tyrion le den vueltas y más vueltas al comportamiento de su reina (por más que ahí encontremos líneas de diálogo tan acertadas como el “love is the death of duty”).
Esas demoras contrastan, por ejemplo, con la (lógica) evolución a la que los guionistas someten al personaje de Daenerys (o al resto, siempre fieles a su psicología). Aunque su decisión de arrasar la ciudad fundada por sus ancestros ha levantado ampollas entre seguidores y analistas, lo cierto es que su arco dramático queda plenamente justificado (otra cosa es que la masacre nos parezca reprobable, pero eso ya es una cuestión moral que nada tiene que ver con la lógica interna del texto). Veamos: en el capítulo 8.02, Daenerys le dice a Sansa (Sophie Turner): “a lo largo de toda mi vida he tenido un objetivo: el Trono de Hierro”. En el episodio 8.03 pierde a su protector, Jorah Mormont (que a mí siempre me pareció un acosador baboso). En el 8.04, en la cena de celebración tras derrotar a los caminantes blancos, Daenerys trata de ganarse a sus súbditos haciendo a Gendry (Joseph Dempsey) señor de Bastión de Tormentas, pero, a pesar de su gesto, los soldados reconocen a Jon como su líder y ella se siente sola y desplazada, de ahí que abandone la mesa (cuando ve el amor fraternal que Sansa y Theon se profesan, siente, también, que ella no tiene nada similar en su vida). En ese mismo episodio pierde a uno de sus hijos (el dragón alanceado por Euron Greyjoy) y a su mejor amiga, Missandei (Nathalie Emmanuel), capturada por Cersei (Lena Headey) y degollada públicamente (estableciendo una conexión directa con la muerte de Ned Stark -Sean Bean- al final de la primera temporada). También en el 8.04, Daenerys insiste en que su destino es liberar al mundo de los tiranos. En el 8.05 la vemos deprimida -no olvidemos que le han matado a sus padres, a dos hijos, a un marido, a su amiga y a su protector… no hay benzodiazepinas en el mundo que calmen eso- y luego cabreada cuando Jon opta por revelar su identidad, aunque ella le ha pedido que no lo haga. En un diálogo entre ambos se plantea la dicotomía amor/miedo. Cuando Jon le dice que siempre será su reina -esto es, antes que su amante, será su gobernanta- ella le espeta: “all right then, let it be fear”. Ese “que sea el miedo” -ese ganarse la autoridad desde el terror, puesto que ante todo Jon la ve como una reina, antes que desde el amor, será clave en el desarrollo de los acontecimientos – y su posterior reflexión sobre el concepto que Cersei tiene de la compasión (que identifica con debilidad) son dos indicios más que adelantan lo que sucederá a continuación (lo de Hiroshima y Nagasaki, pero con dragones, nada que no tenga parangón con diferentes momentos de la historia de la humanidad).
Ahora bien, si, por una parte, las atrocidades cometidas por Daenerys no traicionan en ningún momento ni la lógica del personaje ni la del relato, sí que es cierto que esa ‘tiranización’ se produce en un lapso quizá demasiado breve (definitivamente muy breve tratándose de una serie de televisión que, precisamente, tiene el tiempo a su favor y puede permitirse afianzar las contradicciones que zarandean a los personajes). Entre entierros y traiciones, la mujer rubia sale a un par de desgracias por episodio, como si hubiera una imperiosa necesidad de sobrecargar de conflictos a una protagonista que tomará una decisión abominable. También pedía más minutos el cambio de parecer de Jon con respecto a su reina: pasamos de la plática con Tyrion -en la que se habla de las motivaciones de Daenerys, no lo olvidemos- al magnicidio. ¿No pedía el asesinato de su pareja un poco de meditación, una consulta con la almohada, una llamada del ahorro, un poquito de paciencia?
Estamos ante una temporada ciclotímica en la que de lo sublime se pasa a lo ridículo. Sucede en los guiones y también en las decisiones visuales. Si en lo dramatúrgico se antoja risible justificar la elección de Bran como futuro monarca de los Seis Reinos porque “tiene la mejor historia” (sic) -la secuencia del consejo es un tanto bochornosa- o hacer de Brienne (Gwendoline Christie) una amante despechada y llorosa (cargándose buena parte del discurso feminista que formaba parte de su ADN dramático), no es menos cierto que todo lo que acontece en el tramo final del segundo episodio -toda esa conversación alrededor del fuego antes de la batalla definitiva- es un dechado de épica contenida culminada por dos gestos relevantes como el nombramiento de Brienne y la canción ‘Jenny of Oldstones’ interpretada por Podrick (Daniel Portman). Esa charla aparentemente banal, un desfile de recuerdos bañados en alcohol, desprende camaradería y, sin necesidad de verbalizarlo, nos da a entender que los personajes están bastante seguros de que esa es, quizá, su última noche en la tierra.
Puesta en escena
GOT es una serie tremendamente convencional a nivel estético, tan alejada de las propuestas más rompedoras del panorama actual (Twin Peaks, Atlanta, Barry, Fleabag, Homecoming, …) como George R.R. Martin de un gimnasio. Con todo, esta última temporada contiene unos cuantos momentos dignos de atención que se combinan con otros poco afortunados. La polvareda de la polémica embruteció la batalla de Invernalia y algunos confundieron los problemas derivados de la compresión del streaming o de la resolución de sus soportes con defectos visuales del episodio (y eso, en ningún caso, es culpa de la serie). Dicho esto, aprovechemos esta contienda nocturna para evaluar esa esquizofrenia visual que afecta a GOT en no pocas ocasiones.
La batalla está organizada a partir de tres elementos: iluminación de baja intensidad (a ver, es una batalla nocturna, no sé si hace falta alguna otra justificación), montaje fragmentario y equilibrio entre los diferentes escenarios en los que se desarrolla el conflicto. Con la escasa iluminación se logra colocar al espectador en la misma situación en la que están las tropas. El absurdo sacrificio de los dothraki sirve, sin embargo, para brindar uno de los grandes momentos de una serie que siempre es mejor cuando apuesta por las grandes escalas (por la planificación épica): las antorchas de la caballería aliada apagándose en la lejanía a medida que el invisible ejército enemigo aniquila a los jinetes vuelven a demostrar, una vez más, que sugerir es (casi siempre) mejor que mostrar. El inicio de la refriega apunta -y justifica- el tipo de montaje que se utilizará para reforzar la confusión en la que quedan sumidas las huestes comandadas por la heredera Targaryen: en la primera carga zombi, un no-muerto se estrella contra el objetivo de la cámara; a partir de ahí, el caos. Por último, se dosifica muy bien el tiempo en pantalla de los tres lugares en los que todo sucede -las murallas, el bosque y la cripta (oh, wait! ¿Pero Jon Snow no sabía que el Señor de la Noche podía resucitar a los muertos? ¿Cómo proteges a los tuyos metiéndolos en un cementerio?)- de manera que no nos perdamos nada. De hecho, uno de los puntos fuertes de la serie es su capacidad para resituar a los principales personajes y ponerlos en contexto, utilizando montajes paralelos casi siempre musicados: la secuencia de cierre, con los hermanos Stark enfrentando su futuro, es un buen ejemplo (por cierto, resulta curioso que, en este repaso final Bran quede totalmente marginado).
No abandonemos aún la escaramuza. Vayamos a los momentos previos al inicio de la lucha, a ese instante en el que se nos ofrece la disposición de las tropas aliadas. Si durante la refriega las opciones visuales ejecutadas por Miguel Sapochnik (para quien esto firma el mejor realizador de la serie) están plenamente justificadas, veremos cómo la colocación de los soldados sobre el terreno es, como poco, confusa. El episodio 8.03 arranca con un travelling que nos lleva de Sansa a Tyrion y de este a Bran para terminar en un movimiento de grúa que da una idea de la ubicación de los personajes (dragones incluidos). El primer batallón de soldados aparece por la derecha del encuadre. Un movimiento de cámara semicircular nos colocará a su espalda. Tras un corte, volveremos a un plano medio de los soldados que, esta vez, aparecen por la parte izquierda de la pantalla. Un nuevo corte y un plano idéntico de nuevo desde la derecha del encuadre. De esta manera, parece que los soldados estén colocados unos frente a otros, lo que provoca una confusión a la hora de leer el espacio en el que se desarrolla la secuencia y desubica al espectador, que necesitará el plano general final para ver que todos los guerreros están orientados en la misma dirección. Y vale que a la hora de repartir mamporros y segar cabezas reine el desconcierto (algo que tiene tantos años como pueda tener Campanadas a medianoche: fíjense en cómo rodó Orson Welles la batalla de Shrewsbury), pero si ya nos liamos colocando los peones en el tablero, la partida termina mal, fijo.
Hemos señalado que los montajes paralelos que sirven para situar a los personajes en el fluir de la historia son uno de los rasgos característicos de la que ha sido la producción estrella de HBO en la última década. También lo son el uso de la anticipación -ver la reacción del personaje antes que aquello que la provoca, el efecto antes que la causa- o la creación del suspense a partir de la dilatación del tempo narrativo (pensemos en los instantes previos a la destrucción de Desembarco del Rey en la que un recurso de guion -la insistencia en que las campanas sonarán para anunciar la rendición de al ciudad- se mezcla con la espera reforzada por el alargamiento de los planos). Para que estos recursos -o los ‘salvamentos en el último minuto’ tan griffithianos- funcionen, es fundamental la banda sonora compuesta por Ramin Djawadi, sin duda el gran cohesionador de GOT. En tanto relato de corte clásico, la serie de Benioff y Weiss emplea la música como refuerzo emocional y ahí el compositor irano-alemán se ha mostrado infalible. Por poner solo un ejemplo: el final de la batalla de Invernalia (¡otra vez!). El último tramo está construido en crescendo: la derrota parece inminente después de que el Señor de la Noche haya resucitado a los muertos en combate y haya multiplicado su ejército en lo que Drogon tarda a encenderse un cigarro. Los soldados van cayendo, los héroes están acorralados y los violines dan paso al piano. Llegan los ralentíes. Tiempo de réquiem: fallece Jorah (Iain Glen), muere Theon (Alfie Allen), Jon está a punto de ser un pollo asado (stop: si un dragón es capaz de destrozar una muralla con una llamarada, ¿cómo es posible que Jon se proteja del fuego azul del dragón zombi detrás de una columna en ruinas y no le pase nada?) y el Señor de la Noche con su espada de brilli-brilli va a darle pasaporte a Bran. Djawadi juega con los dos instrumentos (piano/muerte; violines/tensión) y con el tempo de la música. Suena solo el piano cuando el Señor de la Noche está cara a cara con Bran. Se miran y la composición musical da entrada a los violines y aumenta el ritmo, anticipando un cambio en el desenlace (un desenlace que también puso a los fans más nerviosos que a Walder Frey en un concurso de tartas: la rápida muerte de un archienemigo sumamente poderoso que dura menos que una botella de vino en casa de los Lannister no gustó a muchos, pero ¿acaso uno de los puntos fuertes de la serie no era, precisamente, romper con las expectativas del espectador? ¿No es eso lo que aquí sucede sin quebrar la lógica de los personajes? ¿O es que Arya (Maisie Williams) no es una asesina consumada y hábil? Otra cosa es que, por ejemplo, ya no quede ni rastro de su don para cambiar de rostro a voluntad -recurso totalmente abandonado en esta temporada- o que su repentina llegada al bosque, de nuevo el factor sorpresa, sea un tanto difícil de explicar).
En GOT hay, también, un par de jugosas contraposiciones con respecto a la utilización de la edición. Pensemos en ese viaje paralelo que emprenden Arya y Sandor Clegane (Rory McCann) durante la carbonización de Desembarco del Rey. Todo ese apartado, que remite específicamente al cine de catástrofes (cierre de ventanas, edificios que se derrumban, gente huyendo despavorida… los motivos visuales son idénticos a los de cualquier versión de Los últimos días de Pompeya), está concebido a partir de dos modelos de montaje diferentes en función del personaje. Mientras que, para Clegane, que va en busca de su hermano, Gregor (Hafbor Julius Bjornsson), para matarlo, se opta por la fragmentación; en el caso de Arya predomina la continuidad, la sucesión de planos-secuencia. De la pelea fraternal apenas veremos fogonazos, hay más cortes de edición que de espada, buscando imponer el ritmo desde la mesa de montaje (conclusión: el mejor plano es el último, el de los dos cayendo al vacío, anulándose mutuamente, toda vez que el Perro ha comprendido que esa es la única manera de acabar con su némesis; del resto vemos bien poco). Sin embargo, la unidad espacio-temporal que permiten las tomas largas que siguen a Arya en su huida de la ciudadela dan una mayor sensación de realismo, impelen a la identificación con el sufrimiento del personaje (también ayuda otra estratagema de guion: la figura recurrente de esa niña que, junto con su madre, intenta escapar del desastre). Hay que decir, además, que el vínculo entre Arya y el Perro -que viene de mucho tiempo atrás- queda reforzado por las rimas visuales que se establecen en esa macro-secuencia.
Resulta paradójico observar como el capítulo final arranca con esas potentes imágenes que parecen mirarse en los instantes posteriores a los atentados del 11-S o en las secuelas más inmediatas causadas por la explosión de la bomba atómica que puso fin a la Segunda Guerra Mundial (por cierto, piensen quién ordenó aquel ataque y lo que sucedió con él después: ya les adelanto que terminó mucho mejor que Daenerys). Esas secuencias iniciales de indudable impacto que presiden la primera mitad del capítulo son el preludio de algunos de los mejores momentos de la temporada: Drogon, como el guardián de las puertas de la fortaleza (¿o del infierno?) apareciendo tras sacudirse una montaña de cenizas; Daenerys, como Annakin Skywalker (Hayden Christensen), abrazando el lado oscuro y cambiando sus vaporosos vestidos blancos por el cuero negro y ceñido; ese plano tan impactante como caprichoso (esas alas de dragón que parecen brotar de su espalda y hacen de ella un ángel negro) que es el prólogo a un discurso que se produce en un escenario inspirado en una estética propia de los totalitarismo (del Imperio Romano al nazismo). Si al inicio hablábamos de paradoja es porque toda esta primera mitad entra en colisión con una segunda parte salpicada de secuencias anodinas (de nuevo, el consejo de sabios, que parece filmado con displicencia, que no encuentra jamás el tono y que se resuelve de manera chiripitifláutica) que desprenden una sensación de rutina que no se supera hasta la secuencia final, con Sansa reinando en una Invernalia indepe (la secuencia de la coronación es la más delicadamente construida del episodio), Arya yéndose a ver mundo, reforzando su condición de espíritu libre, y Jon regresando al muro y marchándose con los salvajes en un final propio del western (por cierto, como me señaló la profesora Concepción Cascajosa: una serie en la que todos terminan solteros, hecho del todo inhabitual en el relato clásico al que rinde tributo GOT). La serie empezó con los Stark y termina con ellos.
De todos modos, si alguien me pusiera una pistola en la cabeza, me invitara a una ronda de chupitos de cicuta o me organizara una cita con Cersei (a la que iría, no les voy a mentir), si alguien me pusiera en la tesitura de elegir entre cualquier de estas tres opciones o quedarme con una imagen de la temporada… pues lo mismo ya había palmado. No, en serio. La imagen de esta entrega final es, para mí, la de Drogon convirtiendo el Trono de Hierro en material para una chatarrería. Ese acto instintivo -su madre ha muerto y la carga genética de Jon, que montaba a su hermano (aquí se me ocurre un chiste soez que prefiero que se imaginen), impide que lo churrasque, así que prende fuego lo que tiene más a mano- se convierte en un acto simbólico. Ese metálico objeto de deseo porque el todo el mundo llevaba peleando ocho largas temporadas queda convertido en un lingote de plomo. La destrucción del símbolo del poder supone, por un lado, la aniquilación de un determinado orden, de un régimen que se tendrá que reconstruir de otra manera. Por otro lado, también señala la futilidad de las guerras emprendidas para conquistarlo, lo absurdo de toda esa empresa.
Apunte sobre el CGI
El abaratamiento de los efectos especiales gracias a la tecnología digital ha permitido que las series de televisión sean capaces de reproducir trucajes que, hasta hace unos años, solo eran realizables en la esfera de lo cinematográfico. Con todo, si se tiene en cuenta que la última temporada de GOT ha costado unos 90 millones de dólares y que Vengadores:Endgame (Anthony & Joe Russo, 2019) ha supuesto un desembolso de 326 millones de dólares, se entenderá que el potencial de un medio sigue siendo, al menos todavía, mucho mayor que el del otro. Esto se traduce, entre otras cosas, en la utilización de las imágenes generadas por ordenador (CGI) para reproducir escenarios, acciones u objetos irreproducibles de otro modo (un dragón) o más baratos de producir virtualmente (el fuego). Sin ser ningún experto en postproducción, salta a la vista que en determinados momentos, a GOT se le ve el cartón: el plano cenital de Tyrion mirando hacia la muralla de Desembarco del Rey (el suelo que pisa es del todo irreal) o muchas de las tomas en las que Daenerys está en el primer plano de la imagen y aparece el dragón detrás, provocan la sensación de que los efectos ‘se ven’, rompiendo la regla clásica de que la puesta en escena ha de ser invisible. Quizá por eso, cuando los dragones entran en acción en ‘Invernalia’, se utilicen mucho los planos medios de Jon y Daenerys a lomos de sus bestias, para así evitar que, en una escala más grande, observemos los defectos (aunque también haya planos generales).
El legado
La pérdida de la virginidad de Arya (take your own bloody pants off) por propia decisión. El nombramiento de Brienne como caballero, el “fuck tradition” de Thormund o Podrick cantando ‘Jane of Oldstones’. Las intervenciones y la muerte de Melisandre. El valiente adiós de Lady Mormont. El “not today” de Arya. El asesinato del Señor de la Noche. La ejecución de Missandei (y su “Dracarys”). El paisaje después de la batalla (Tyrion caminando entre cenizas). El sacrificio de Daenerys. Drogón fundiendo el trono de hierro. Una sucesión de ‘grandes momentos’ que se suman al álbum de recuerdos en el que figuran la muerte de Ned Stark (contigo empezó todo), la Boda Roja, el adiós de Hodor o el despreciable carisma de Ramsey Bolton. Las batallas de Aguasnegras o de los Bastardos, el “power is power” de Cersei, el maquiavélico Meñique, las muertes de Viserys y Jeoffrey, el duelo entre Oberyn Martell y Gregor Clegane, la última cena de Walder Frey, el imponente Karl Drogo, la destrucción del Septo de Baylor, la resurrección de Jon Snow y la revelación de su destino o la intervención final de Oleanna Tyrell. Una colección de hits que dan fe de la imprevisibilidad y la ambigüedad que ha marcado el devenir de una serie que pasará a la historia más por su capacidad adictiva que por sus rupturas formales (de GOT a Los Soprano hay varios mundos de distancia) y que, en el fondo, en su último tramo ha perdido parte de esa complejidad que dominaba el comportamiento de sus personajes para concluir como un relato que refleja la eterna lucha entre el bien y el mal.
Sea como fuere, es absolutamente indiscutible que la teleserie desarrollada por Benioff y Weiss quedará inscrita en los libros de historia de la televisión como un hito por muchos y muy diferentes motivos. En primer lugar, por ser capaz de arrastrar a una audiencia millonaria que no solo ha visto la serie, sino que además ha interactuado con ella de manera compulsiva a través de las redes sociales. Su último episodio batió el récord de audiencia de la cadena HBO y congregó a 19,3 millones de espectadores (la audiencia planetaria es incalculable). También será recordada como un producto B que apenas tuvo 2,5 millones de espectadores de media en USA en su primera temporada y que luego empezó a despegar como los dragones de Daenerys y arrasó con todo, hasta tal punto que ha provocado que un género habitualmente apartado de la producción televisiva como la épica fantástica marque la producción de los próximos años (de la versión de El señor de los anillos que estrenará Amazon a La materia oscura que prepara HBO: las adaptaciones de novelas exitosas de fantasías son los nuevos blockbusters televisivos y la culpa la tiene GOT).
Las airadas reacciones del fandom y los seguidores también serán largamente recordadas. GOT es la serie sobre la que todo el mundo habló durante todo el tiempo (en el que se emitió esta última temporada) hasta convertirse en fuente de malestar (los spoilers) y hastío, señal inequívoca del impacto que la teleficción ha tenido en unos espectadores que se habían creado su propia idea de final y que, dado que no tienen la fortuna o el talento (o las dos cosas) para quitarles el puesto a Benioff y Weiss, tienen que conformarse con presentar sus alegaciones o enmiendas a la totalidad en Twitter. La pataleta es, también, otro indicio del triunfo de la producción de HBO en el seno de la cultura popular (piensen, también, en quiénes eran Emilia Clarke, Sophie Turner o Kit Harrington hace ocho años y en quiénes son ahora: eso también da la medida de la implantación y el arraigo de la serie).
Tampoco habría que olvidar que todo esto arrancó en 2011 en un contexto audiovisual muy diferente al actual (GOT empezó a emitirla la extinta Canal Plus y ha terminado viéndose en dos plataformas VOD como HBO España y Movistar +) y que la serie no solo ha aguantado la progresiva pérdida de protagonismo de la televisión lineal (a pesar de ser una propuesta de visionado semanal… al estilo clásico) en beneficio del visionado en diferido que promueven las plataformas VOD, sino que ha conseguido tener éxito en los dos formatos: desde los que la vieron ‘cuando tocaba’ manteniéndose fieles al madrugón semanal hasta los que la vimos después de bien dormidos. Eso también es un logro.
Y no quiero cerrar este texto sin proporcionar dos lecturas complementarias como las que proponen el escritor Jorge Carrión en el New York Times y el crítico Toni García Ramón en Serielizados. Con esto me despido de Juego de Tronos. Ganas tenía, la verdad. Summer is coming.