Lola Izquierdo (María León) recibe una llamada de comisaría. Han detenido a su hijo de diecisiete años, Lorenzo (Hugo Welzel, un verdadero descubrimiento). Quizá sea la respuesta a la denuncia por desaparición que ella puso tres días antes. Quizá no. En las dependencias policiales Lola averiguará los motivos del arresto (su hijo y un amigo provocaron una pelea que terminó con un joven marroquí ingresado en el hospital). Allí se enterará, además, de que su retoño forma parte de una organización neonazi.
Lola es una madre que no sabe, de ahí que toda esa secuencia juegue con el desenfoque, la mujer diluida en un entorno neblinoso, perdida. Lola es, también y a pesar de los pesares, la madre de su hijo. Un hijo que se parece a ella más de lo que quisiera.
Cuando aparezcan juntos por primera vez (foto superior), los veremos a través del cristal de la puerta de la sala de detención en la que se halla Lorenzo, el reflejo de ambos fundido sobre la superficie translúcida, madre e hijo espejándose la una en el otro, unidos por una genética quien sabe si maldita, dos imanes idénticos que se repelen cuando entran en contacto.
['Enjambre': matar a nuestros ídolos antes que asesinar a quien no los ame]
Esa imagen seminal, de furiosa potencia sintética, resume la identidad de El hijo zurdo, debut en la dirección del guionista Rafael Cobos, quien, a partir de la novela homónima de Rosario Izquierdo, nos brinda un inusual retrato maternal a partir de un material que, en manos de casi cualquier otro, hubiera derivado en un thriller más o menos al uso sobre el submundo parafascista, ese que tantos han negado hasta que ha terminado colándose en el parlamento, ese que decora sin pudor las calles de Sevilla y de casi cualquier otra ciudad con grafitis que llevan por lema ‘España blanca’.
No es que la nueva producción de Movistar Plus + desatienda lo ideológico, sino que casi siempre lo aborda desde el ángulo menos obvio. Es decir, no desde la crónica de sucesos o desde el relato de confabulación partitocrática, sino desde los desajustes identitarios, de ahí la importancia de ese plano resumen al que aludíamos en el que superposición y oposición forman un todo indesligable: una madre y un hijo unidos (el reflejo sobre el cristal) y a la vez separados (la puerta que los divide).
Por lo demás, cualquiera que haya seguido de cerca la trayectoria del guionista sevillano sabe que abjurar de lo político no entra en sus planes. De hecho, la pareja creativa que forma junto con el director Alberto Rodríguez se eleva como máxima (y casi única) responsable de poner en solfa la historia contemporánea de España desde posiciones más o menos mainstream -desde Grupo 7 (Alberto Rodríguez, 2012) a Modelo 77 (Alberto Rodríguez, 2022), pasando por La peste (Alberto Rodríguez & Rafael Cobos, 2017-2019)- hecho que no debería pasar desapercibido.
Para ahondar en estas cuestiones regresemos a la secuencia de la comisaría situada en los primeros compases del episodio piloto. Allí Lola coincidirá con Maru (Tamara Casellas), la madre del Loco (Germán Rueda), el compañero de tropelías de Lorenzo, también bajo custodia por idénticos motivos. En ese punto se iniciará una relación entre ambas llagada por las diferencias de clase. A pesar de las muchas coincidencias vitales compartidas (madres jóvenes, hijos díscolos, familias desestructuradas) y de la afinidad que sienten la una por la otra, su extracción social se abre como un valle de desavenencias casi imposible de vadear.
Hay dos detalles de guion que apuntan a esas diferencias insalvables. El primero hace referencia al calzado de Maru, unas humildes zapatillas de andar por casa que, pese a afirmar que, con las prisas, se ha puesto lo primero que ha encontrado para plantarse en comisaría lo antes posible, lleva con cierta asiduidad (las dos mujeres mienten con frecuencia, principalmente para protegerse o para que las dejen en paz).
Esas pantuflas chancleteras no pisan el suelo de barrios residenciales como el de Lola. Sus suelas se desgastan caminando por polígonos polvorientos, descansan en esas paradas de autobús intercambiables que se suceden en el largo camino de vuelta a casa. Son un elemento descriptivo, también un estigma.
El segundo apunte lo encontramos en la secuencia del bar al que ambas acuden a tomar un tentempié mientras esperan que les den permiso para ver a sus hijos. El hecho de que Maru (la pobre) tenga que hacerse cargo de la cuenta porque es la única que lleva efectivo marca, de manera tan prosaica como sutil, el lugar de procedencia de cada una de ellas: el de aquella que está acostumbrada a los mercados municipales y a la calderilla y el de la que paga tirando de plástico.
Cuando regresen para ver a sus respectivos hijos, y a Lola le concedan permiso por ser quien es y a la otra no, la gangrena social irá haciendo mella para concluir que, frente a la misma acción (apalizar a un marroquí) el trato policial y la carga de culpa varían en función del estatus social. El (pobre) Loco es el polo de influencia negativo, el paria, el malo.
Es muy interesante observar la relación que se establece entre estas madres paralelas, cómo la ayuda y la comprensión mutuas consiguen, por momentos, difuminar esas diferencias de clase hasta tejer una amistad tan sincera como frágil. La intencionada ‘turistización’ de las visitas de Lola al barrio de Maru –el choque entre su atuendo y los edificios, la hostilidad recalentada como la plancha de un bar de carretera-, la didáctica emocional con que la ‘iletrada’ ilustra a la más instruida, hija progre de familia bien atosigada por problemas sobre los que acostumbramos a teorizar porque jamás hemos de enfrentarnos a ellos…
Los distintos espacios urbanos, representantes de realidades opuestas, se intercalan como metáfora de una fraternidad vinculada a dos crianzas atravesadas por problemas similares pero separadas por los prejuicios que impone el dinero. En la última secuencia compartida, situada en la imponente casa de Lola, quedará constancia de que su amistad tiene fecha de caducidad. Toda vez que la madre de Lorenzo supera el mal trago con la ayuda inestimable de Maru, esta sabe que solo pisará un casoplón como el de su supuesta amiga como limpiadora (cumpliendo con el rol asistencial propio de su clase, vetada para asumir otras atribuciones).
Es curioso observar de qué modos tan distintos se presentan una en casa de la otra y cómo la posición social que ostentan determina esa actitud (Lola irrumpe en casa de Maru sin pedir permiso ni perdón, mientras que la segunda hace una visita revestida de formalidad y buenos modales).
Y de esos trasvases emocionales estrictamente femeninos pasamos a una cuestión más peliaguda que no es otra que el análisis de las relaciones entre esos dos estratos sociales desde la óptica de la práctica política. “En Sevilla gobierna el fervor”, le oímos decir a Rodrigo Gómez Frías (Alberto Ruano), marido de Lola y aspirante a alcalde de la ciudad.
Integrado en un partido que milita en la izquierda descafeinada, de esos que enarbola la bandera de la socialdemocracia para evitar que se le confunda con una derecha light de corte europeísta (que es lo que, en realidad, son), el futuro alcaldable prepara su salto a la primera línea institucional aplicando la aritmética de la fe: la exaltación religiosa de los menos favorecidos sumada al poder de las élites económicas que rigen los consejos de las hermandades de Semana Santa da como resultado una vara de mando.
El hijo zurdo no puede entenderse sin atender a una muy peculiar interpretación del catolicismo. En lo narrativo, veremos cómo Gómez Frías pretende sacar en procesión al Cristo de la Expiación, que lleva dos años sin pisar las calles, para ganarse el favor del pueblo. Escucharemos marchas procesionales tradicionales o integradas en composiciones de música urbana. Veremos a Lola depositando una estampita en la camilla en la que yace Lorenzo y a su marido santiguándose al pasar frente a la iglesia de San Luis de los Franceses…
De hecho, el marido de Lola es el adalid de esa doble moral tan del gusto apostólico, alguien que, de facto, vive separado de su mujer mientras mantiene una aventura de larga duración, un tipo que solo activa sus alarmas ideológicas cuando su hijo aparece asociado a un delito racista (lo que pone en peligro su carrera), pero que tiene claro que para seducir a las masas hay que contentar a las cofradías y a los presidentes de clubes de fútbol, a los feligreses y a los obispos, que hay que recoger premios ensalzando la importancia de la educación para acto seguido presidir un almuerzo de doscientos euros el cubierto rodeado de la aristocracia que rige los destinos de la ciudad…
Gómez Frías no existe, pero de existir militaría en el PSOE (de manera sibilina, la escritura de Cobos deja muy claro que, a pesar de su atildado vestuario, de sus gustos gastronómicos y del uso de su influencia, no puede formar parte de una formación de la derecha española porque los delitos de odio de su hijo no son disculpables y porque la alcaldesa regente y aspirante a presidenta de la junta de Andalucía deja bastante claro en un par de intervenciones en que lado de espectro político dice moverse su partido). Gómez Frías es un aspirante a la corona del posibilismo, el ejemplo fehaciente de que la ambición lleva AirPods.
[Una y otra vez': ¿puede una serie de televisión ser un poema?]
Ahora bien, de manera muy aguda, y embebiéndose de esa tradición judeocristiana, la serie moldea un concepto religioso como el de la fe para asociarlo al vínculo maternofilial -uno se atrevería a decir que ‘paganizándolo’-. Ese amor destructivo que Lola y su hijo Lorenzo comparten, que les atormenta y que les persigue como una maldición, necesita reformulase para hacerse vivible. Y el único camino para lograr una mínima estabilidad pasa por establecer ciertas bases de confianza.
Maru le enseña a Lola a aprender a creer en su hijo, porque esa fe es lo único que les queda, aunque como brújula vital no sea especialmente fiable y en ocasiones las conduzca a las puertas del abismo. Pero, además, esta teleficción española recién premiada en Cannes aprovecha la imaginería religiosa no solo para construir un víacrucis salvífico - ¿acaso no asistimos al peregrinaje en busca de redención de Lola a lo largo de los seis episodios/pasos? -, sino para feminizar una determinada iconografía y hacer que la protagonista, de manera explícita, se convierta en la ‘costalera’ de su hijo, en aquella que lo cargará sobre sus espaldas en el emotivo desenlace.
Se inicia en ese punto un proceso de reasignación identitaria que pasa por asumir que Lola y su hijo son, en esencia, el palo y la astilla, la misma carne y sangre, la viva imagen el uno de la otra. Un proceso de identificación vivido con terror hasta esa náusea continua que supone flirtear casi a diario con el desastre.
Ella la oveja negra (compárenla con su madre), él el ‘hijpouta’ de la familia, ella la escritora frustrada que renunció a su vocación en favor de la comodidad y de las convenciones y que se hundió en el pozo del alcoholismo y la depresión; él, un adolescente rebelde criado en un hogar roto cuyo desnorte le recoloca en un grupo neonazi que le sirve para canalizar un ira indómita (pero no se engañen, la serie es arisca, no ofrece soluciones fáciles ni juzga a sus personajes ni prescribe recetas psicologistas: hay que bebérsela como un tanganazo de aguardiente casero). No es casual que Lola se pase cinco episodios con el brazo en cabestrillo, manifestación física (y consecuencia directa) de sus lesiones emocionales.
Una serie/serie
Otra de las notables aportaciones de esta serie con duración de largometraje (apenas supera los 130 minutos) es su muy particular uso de los mecanismos de repetición. La esencia de El hijo zurdo es serial. Todos los episodios, a excepción del cuarto, comienzan con la voz en off de Lola recitando partes de esa especie de diario que escribe en soledad, palabras que alumbran cada capítulo encendiéndose con canciones que siempre aportan información a la dramaturgia. En algún caso, como en el episodio final con el tema Un ala rota, quizá resulten redundantes, pero la selección de un soundtrack mayoritariamente liderado por Bronquio, quien daba con su música esa textura efervescente a la estupenda Las gentiles (Santi Amodeo, 2021), es muy coherente (también porque su inclusión provoca sacudidas eléctricas en el seno de una propuesta basada en la contención).
Esa idea de reinicio constante, de lucha cotidiana para revertir una situación descontrolada, adopta a través de la utilización de esos patrones iterativos una rítmica concreta (y hablamos de una rítmica puramente seriada) que, además, conecta con el ADN mismo de una serie que nos habla sobre cómo volver a empezar (casi desde cero) asumiendo la carga del pasado y, al tiempo, su propia caducidad.
El proceso de maduración de Lola se produce, fílmica y dramáticamente, cuando asume que los años felices de sus primeros tiempos familiares son eso, recuerdos, recuerdos que no sirven para vivir aquí y ahora. Cuando esa toma de conciencia se consolide, el formato vertical utilizado para rodar los flashbacks se ampliará hasta adoptar las mismas dimensiones del presente. A partir de ahí, será posible avanzar.
Por lo demás, la dirección de Rafael Cobos y Paco R. Baños (otro miembro ilustre de la llamada generación Cinexin) destaca por una sobriedad que siempre evita que los sentimientos se desborden (un movimiento de cámara semicircular alrededor de una mampara para evitar que veamos a Lola llorar; Lorenzo derrumbándose en el interior de la bañera visto desde detrás de un cristal, siempre de manera indirecta, tierna, respetuosa) y que se traslada a una magnífica dirección de actores (el duelo León/Casellas pide una serie diaria).
Una puesta en escena que utiliza la colocación de los actores en el cuadro y los elementos arquitectónicos para reflejar las tensiones familiares y mostrar qué tipo de alianzas se producen en cada momento: la conversación entre Lorenzo y su hermana Inés (Numa Paredes) filmada en continuidad hasta que aparece el nombre de la madre y el montaje los separa (del entendimiento al agravio); la unión intrafamiliar entre Inés y su padre certificada por dos manos que se unen y el doloroso contraplano posterior que evidencia la distancia con respecto a Lola o la definitiva ruptura entre los bloques madre/hijo–padre/hija expuesta mediante distintos reencuadres en el interior de la casa familiar y rubricada por la foto final que se puede ver justo aquí abajo (Lola y Lorenzo ligera pero claramente separados del resto del núcleo).
Puestos a buscarle las cosquillas a la serie, digamos que en una propuesta de gramática seca sorprende la forzada metáfora de los aviones detenidos en el aire del cuarto episodio, figura retórica empleada para explicar la situación de bloqueo que atraviesa un Gómez Frías que ve cómo sus aspiraciones corren el serio riesgo de irse por un sumidero.
La idea se refuerza en exceso, primero porque en el diálogo decisivo con Lola la metáfora se hace explícita y se explica, después porque todas las vicisitudes que involucran a la maleta del aspirante a alcaldable vienen a refrendar ese concepto de desamparo (es alguien que no está en ningún sitio, que no sabe dónde aterrizará) y, por último, porque visualmente desentona con el tono naturalista del conjunto (conste que hacemos mención a tres planos de un episodio arriesgado, que rompe con el punto de vista de los otros cinco y que integra lo que se percibe como una pertinente referencia al Lynch de Terciopelo azul).
También se insiste en exceso en el alcoholismo de Lola, sobre todo con un prescindible flashback situado al principio del quinto episodio que solo sirve para subrayar una conducta que ya había quedado meridianamente clara con un par de jugosos detalles en los primeros capítulos: el hecho de que se reprima a la hora de pedir un café tocado de whisky cuando ve a Maru entrar en el bar frente a la comisaría (1.01) o la manera en que engulle la cerveza en ‘La playa’ (1.02) para mitigar la desesperación de no encontrar a su hijo que se ha fugado de nuevo (la marcha procesional que suena mientras bebe como señal del calvario de Lola; la toma elevadísima que ilustra la vomitona posterior y que denota que no estamos ante una situación cualquiera, que nos muestra a una mujer diminuta, desamparada, perdida).
Con esas pequeñas pinceladas (y un par más dispuestas en la cuarta parte) la adicción de Lola queda suficientemente explicada, por lo que el flashback resulta reiterativo y en exceso enfático, más aún cuando sucede al final de ‘Lo mejor para todos’ (1.04) en el que la protagonista decide poner fin a su tormento etílico por las bravas, reciclando vidrio como si fuese propietaria de un bar clandestino en lugar de castigarse el hígado como si viniera de dar una ponencia en una convención de admiradores de la generación beat.
Más allá de esos dos mínimos apuntes, El hijo zurdo se confirma como una serie a contracorriente, áspera, incómoda e inequívocamente política.