'Enjambre': matar a nuestros ídolos antes que asesinar a quien no los ame
La teleficción de Prime Video adopta la forma compulsiva y amplificadora de las redes sociales (principalmente Twitter) y establece un discurso sobre ese universo virtual que sustituye la realidad
Slasher, fandom y redes sociales. A partir de ese tríptico improbable Donald Glover y Janine Nabers relatan el viaje a la fosa séptica del alma de una joven obsesionada con una estrella del pop. En esta road movie zigzagueante, dividida en siete partes separadas por marcadas elipsis, Dre (impresionante Dominique Fishback), una veinteañera inocente, tímida y solitaria, pero también monomaniática y dependiente, se embarcará en una odisea de destrucción impulsada por la energía que le brinda la gasolina del odio. Un odio que se nutre de la pérdida y del rechazo y que, grosso modo, se traduce en una pulsión homicida alimentada por un deseo de venganza (real) que se desdibuja hasta adoptar la caligrafía de un ajuste de cuentas virtual.
Dicho de otro modo, si Enjambre arranca con su protagonista ajusticiando al que, en su opinión, es el causante de la muerte de Marissa (Chloe Bailey), su hermanastra y único apoyo en una vida marcada por el desarraigo, ese deseo de sangre se extenderá, primero, a todos aquellos que rajaron a propósito de su suicidio en redes sociales y, después, a cualquiera que no jure por los hijos de Beyoncé que Ni'Jah (Nirine S. Brown) es la mejor artista de todos los tiempos (la asociación de nombres no es gratuita).
Esa escalada asesina guarda relación con la pasión que ambas comparten por la cantante, admiración que en Marissa fue menguando a medida que la edad rebajó el furor idólatra y que en Dre aumentó exponencialmente con el paso de los años, pues encontró en la creación de una cuenta fan de Twitter (llamada "el enjambre") la plataforma ideal para desarrollar una personalidad que no podía germinar en la esfera de lo real. Su fragilidad, su miedo al rechazo y su retraimiento quedaban enterrados en el campo virtual, un espacio desde el que podía emitir sus opiniones con total libertad, sancionar las declaraciones de otros e incluso iniciar campañas persecutorias contra cualquiera que osara decir que el último single de Ni'Jah le parecía una castaña.
En realidad, la teleficción de Prime Video adopta la forma compulsiva, amplificadora y viral de las redes sociales (principalmente Twitter) y establece un discurso sobre ese universo virtual que se construye no como prolongación de la realidad sino como sustituto, hasta el punto de que Dre utiliza los mensajes directos para mantener viva la conversación con su hermanastra muerta. De hecho, Dre vive en un estado de confusión permanente, instalada en una cotidianidad alucinada plasmada a través de la saturación de color y el grano de la película de 16 milímetros, en una operación similar a la que Donald Glover acometió en la segunda entrega de Atlanta.
Esas disfunciones sensoriales encuentran sus puntos álgidos en la secuencia en la que Dre se cuela en una fiesta privada post-actuación y muerde a Ni'Jah (aunque la percepción que ella tiene es la de estar dándole un bocado a una fruta… y esa ambigüedad se pone de manifiesto a través de las imágenes), y en el clímax final, con Dre subiendo al escenario a cantar con su ídolo, pasaje que puede verse como un forzado e inconsistente happy end o como la culminación de un delirio imposible.
La segunda opción es más que probable, puesto que, cuando los miembros de la seguridad detienen a Dre en su subida al escenario -bañada en luces de colores como si la viésemos a través de un prisma sumergido en ácido lisérgico- y Ni'Jah lance un "stop" que detiene a los stewards, veremos a la artista desde el punto de vista de Dre (un plano subjetivo que, a la vez, identifica a los espectadores con la protagonista -Ni'jah la mira, Ni’jah nos mira- con todo lo que eso conlleva) en lo que supone una rotunda epifanía (la atmósfera neblinosa, los tonos ocres, el porte y la dicción de la cantante) en el interior de un episodio titulado Only God Makes Happy Endings.
La secuencia posterior -con la salida del pabellón, la entrada en el coche y el abrazo entre ambas- rematada con un travelling de acercamiento, puede verse como la naturalización de esa enajenación, la feliz materialización de una obsesión enfermiza que desemboca en la (irreal) aceptación por parte de la (única) mujer que da sentido a la vida de Dre.
La personalidad escindida de la protagonista encuentra su traslación visual a través de la superposición de imágenes y formatos, de manera que, en los compases previos al primer asesinato, las breves fases de empoderamiento por las que atraviesa Dre vienen anticipadas por una identificación iconográfica con la que es su ídolo. Así, el primer plano de la serie es el de ella incorporándose de su cama y haciendo coincidir su perfil con el del poster de Ni'jah que cuelga en su pared.
Es más, cuando Marissa la abandone para marcharse con su novio a Atlanta y ella se sienta devastada, será el anuncio del nuevo álbum de la cantante, y la identificación especular que se produce cuando observa el videoclip del tema Festival en televisión, la que la impulse a liberarse de sus miedos y a salir de fiesta (una salida nocturna que después tendrá graves consecuencias).
Retrato de una obsesión
Llegados a este punto, ¿cómo puede filmarse la obsesión? Los cuatro directores de Enjambre entienden el travelling de acercamiento al rostro de Dre como signo de atracción/posesión. Cada vez que este tropo visual se repite –el rostro de la joven entre el embobamiento y el paroxismo– se nos anticipa un cambio de paradigma, además de ser, como ya hemos avanzado, el movimiento de cámara que cerrará el relato y que certificará el cumplimiento de un sueño (por cierto, esa secuencia climática antes mencionada, también arranca con el uso del mismo recurso).
Dos ejemplos a este respecto. El primero, en el episodio inaugural, con Dre tirada en el sofá tras la muerte de Marissa, mientras vacían en el apartamento que comparten. La cámara se acerca hacía ella, indiferente a lo que sucede. A partir de ese momento, su actitud cambiará. El segundo, en el capítulo dos. Dre conduce al grupo de bailarinas con las que trabaja de vuelta a casa y, tras una avería, se toparán con Reggie (Atkins Estimond), el tipo que figuraba como prioridad número uno en su lista de víctimas. Cuando lo vea, la directora Adamma Ebo volverá utilizar el movimiento referido.
Ese tipo de conducta obsesiva se refleja en otros aspectos tangenciales como la comida o el uso del teléfono móvil, dos elementos cuyo uso está destinado a satisfacer una ansiedad desmesurada que cuando se vuelve incontrolable deriva en… cargarse a la gente. La compulsión llevada al extremo (las redes sociales también generan este tipo de comportamientos, y la serie, que va creciendo en número de muertos a medida que avanza, reproduce en su argumento esos modelos de viralización, un aumento exponencial que se producen gracias a una difusión masiva llevada a cabo por los propios usuarios).
Es cierto que, para alcanzar según qué tipo de secuencias climáticas, los guiones abusan de las casualidades en no pocos episodios. Por ejemplo, en Honey (1.02) es el azar -primero como avería y después como epifanía- el que hace que Dre se encuentre con Reggie en la secuencia mencionada anteriormente (por cierto, ella se inscribe como bailarina de ese strip-club tras saber, vía Twitter e Instagram, que su futura víctima lo frecuenta: la exposición en las redes sociales como arma de doble filo).
Otro tanto sucede en Taste (1.03), un capítulo trufado de casualidades, en el que Dre logra colarse en un gimnasio de alto standing porque uno de sus usuarios la confunde con otra persona (es una de las muchas arbitrariedades que se suceden en el episodio). Es cierto que aquí se juega con determinados códigos racistas –los blancos ven a todos los negros iguales– que luego tendrán su correlato en la creíble excusa de corte machista que Dre expone para colarse en casa de Byron Bowers (George Clemons): no llames a la policía porque mi pareja, que me maltrata, me encontrará (el uso de tópicos como trucos de guion).
Con todo, el guion siempre va a favor de obra, como también se observa en esos fortuitos encuentros que tejen esa improbable love story entre Dre y Rashida (Kiersey Clemons) del último episodio.
Quizá por eso, los dos mejores capítulos sean aquellos que se apartan de cierta linealidad, por más que nos encontremos en el seno de una serie muy compartimentada en función de su propia estructura elíptica (cada capítulo puede verse como un pequeño ejercicio consagrado al terror).
En ese terrorífico viaje a través de un Estados Unidos pesadillesco (pasamos por Texas, Tennessee, Washington, New Hampshire y Atlanta) habitado por escenarios fantasmales (strip clubs decadentes acharolados por los neones, hogares falsamente familiares iluminados por los sueños de Val Lewton, retiros de meditación bendecidos por Ari Aster) y salpicado por un humor negro que se derrama como brea caliente sobre determinados modelos de masculinidad (atención a las tipologías de hombre que refleja la serie), Enjambre ofrece un crudo retrato de la América actual (no es casual que en el último episodio se escuche la frase "América os está fallando" por boca del padre de Rashida a propósito del desfase de oportunidades generacional que existe entre ambos).
Pero no nos desviemos. Esos dos capítulos a los que hacíamos referencia son el cuarto y el sexto. Fallin' Through the Cracks (1.06) que se aparta de la trama principal para ofrecernos un true crime protagonizado por la agente de policía Loretta Greene (Heather Simms), cuyas investigaciones la ponen tras la pista de Dre y su ristra de asesinatos, y que sirve como epítome de una serie que, de manera muy sutil, señala los modelos de entretenimiento que modulan ideológicamente el país (la proliferación del true crime, pero también los youtubers que difunden ideas inspiradas por el modelo Fox News o shows de corte liberal del estilo Ellen DeGeneres) y lo hace, además, rompiendo los patrones de la serialidad, algo que Donald Glover ya impusiera como marca de fábrica en la temporada inaugural de Atlanta en el ya mítico B.A.N. Somos lo que vemos.
Y la joya de la corona sería Running Scared (1.04) en el que, de camino a un festival para ver a Ni'Jah, Dre termina formando parte de un grupo de empoderamiento femenino (así se hacen llamar) que, a través de la meditación y el autoconocimiento, intenta reconducirla y sanar sus traumas. El capítulo es importante no solo por lo que supone dentro de una propuesta como esta que una ídolo pop como Billie Eilish encarne a la líder de esta cuadrilla de 'hippijas', sino porque Dre pasa de convertirse en sujeto activo (y asesino) a convertirse en objeto manipulable (y manipulado); esto es, vuelve a ser alguien dependiente.
Su individualidad se diluye entre sesiones de terapia, largas meditaciones y excursiones campestres. Una dilución que lleva adosada una mochila que incluye la pérdida de libertades (simbolizada por el robo de su móvil) y un desentendimiento del mundo en aras de una sanadora reclusión en el interior de una burbuja aislante y hasta cierto punto confortable siempre que uno sea capaz de renunciar a sus anhelos.
En una propuesta tan extrema como Enjambre, no es de extrañar que los guionistas hermanen el concepto de white saviour (el grupito de niñas blancas bien que salvan a la pobre negrita descarriada) con una estética sectaria que incluye vestidos vaporosos, marcas en la piel y una mansión de portada de la revista Arquitectura y Diseño, todo ello asociado a esos grupos de apoyo tan en boga en estos tiempos.
Y es que Enjambre también es eso. Una enmienda a la totalidad. Una serie que empieza mirándose en el subgénero de películas de venganza para, a las primeras de cambio, guiñarle un ojo a Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976). Cuando, al final del segundo episodio, Dre deja de ser una justiciera para revelarse como una psicópata, cuando deja de ser una presunta aliada para ser una asesina, todo cambia.
A través de la mirada de esa mujer desnortada y furiosa se filtrará una descarnada reflexión sobre una sociedad que parece diseñada para crear monstruos, jóvenes como Dre a las que, a posteriori, es muy fácil juzgar, pero sobre las que preferimos no preguntarnos de donde salen, no sea que las respuestas terminen por señalarnos (en este sentido, la serie es ejemplar). En todo caso, siempre es mejor matar (metafóricamente) a nuestros ídolos, antes que empezar a asesinar (literalmente) a cualquiera que no los ame.