Con todos ustedes Esther Shapiro y Dex Parios
'Unorthodox' se centra en la huida de la comunidad jasídica de Williamsburg emprendida por Esther. 'Stumptown' es una serie de género escrita por tipos y tipas que conocen bien las reglas del juego como para pervertirlas
¿Todavía no las conocen? No se preocupen. Se las presento enseguida. Esty Shapiro es la prota de Unorthodox, la serie de Netflix sobre la que parece estar hablando todo el mundo (esto es falso, recuerden que vivimos en una pequeña burbuja, pero digamos que sí, que han escrito sobre ella hasta en ‘Jara y Sedal’, es un decir, ustedes ya me entienden). Dexedrine Parios (¡ouh yeah!) es la puta ama (eh, ¿se puede escribir esto?) de Stumptown, la serie de la ABC que aquí se puede (¿se debe?) ver a través de HBO España. Sin más preámbulos, vamos allá.
Unorthodox. Bajo el yugo jasídico
En el primer episodio de Unorthodox, la miniserie basada en la historia personal de Deborah Feldman, Esther Shapiro (Shira Haas) pasea por un supermercado de barrio. No ha ido a comprar nada. Camina entre las estanterías atestadas de productos -el abigarramiento de la composición es evidente- esperando a ser observada, primero, y seleccionada (o no) después por la que puede que se convierta en su suegra que, a su vez, va acompañada de su hija. La adolescente -Esther tiene 17 años- recibe el mismo tratamiento que un brik de zumo de naranja, que un refresco o que una caja de detergente. Busque, compare y si encuentra algo mejor, cómprelo (si desconocen este eslogan son -qué cojones son, sois- muy jóvenes).
Esta teleficción basada en hechos reales dirigida por Maria Schrader se centra en la huida de la comunidad jasídica de Williamsburg emprendida por Esther, una joven que, torturada por las presiones de una tradición que reduce su papel en la vida al de una máquina fabricadora de bebés, se marcha con lo puesto a Berlín, ciudad en la que reside su madre, también obligada a casarse a temprana a edad, separada de su padre (un señor para el que no se elabora suficiente vino kosher) que en el exilio ha encontrado el amor de otra mujer.
La serie se estructura en dos tiempos. En el presente asistiremos a la fuga de Esther y a la persecución que emprenden su marido Yanky (Amit Rahav) y Moische (Jeff Wilbusch), el acompañante que le asigna el líder de la comunidad dados sus conocimientos de la ‘vida exterior’. En el pasado observaremos todo el proceso que conduce a Esther hacia su casamiento y los primeros meses de vida conyugal; esto es, los momentos previos a su marcha. El montaje alterna causas y consecuencias (pasado y presente) y ese encabalgamiento temporal ayuda a disimular las insuficiencias de un guion cuyas faltas de cohesión van siendo olvidadas a medida que los enormes ojos de Shira Haas van conquistando cada pulgada de la pantalla, ofreciéndose como un abismo insondable del que es imposible apartar la mirada. Como un recipiente minúsculo, el cuerpo de la actriz va recibiendo el líquido abrasador de la represión -en esta rama del judaísmo ultraortodoxo ellas viven prácticamente en reclusión, llevan el cabello rapado y cubierto, caminan por la acera contraria a la de los hombres, no pueden tocar a sus maridos durante las semanas que tienen la regla, no pueden trabajar, etc. – para terminar volcándolo en torrentes de lágrimas, quizá la única manera de drenar tanto dolor.
Además de la cautivadora interpretación de Haas, Unorthodox se adhiere a las retinas gracias a su descripción de corte etnográfico (también etnológico porque existe una labor comparativa) de las costumbres, ritos y tradiciones que rigen los quehaceres diarios de los judíos jasídicos residentes en Brooklyn. Aprenderán qué es un eruv o una Mikve; observarán, atónitos, la intimidad de sus prácticas sexuales (los preceptos religiosos naturalizando la violación, por ejemplo) y sin que se les cierren los ojos contemplarán las pautas que ordenan las fiestas de guardar (esa cocina forrada con papel de aluminio) o qué tipo de relaciones entre hombres y mujeres (y entre mujeres y mujeres) son las que predominan en ese tipo de organizaciones (no hace falta comentarlas).
Ese rigor de raíz analítica que envuelve toda la parte neoyorquina de Unorthodox desaparece casi por completo cuando la protagonista llega a Berlín (que vendría a ser el contrapunto al constreñido universo del que logra salir Esther). Si la serie se sostiene es tanto por el magnetismo de su actriz protagonista como por el buen trabajo de realización de Maria Schrader -que ya dio muestras de su talento en Stefan Zweig: Adiós a Europa (2016) cuyo último plano es inolvidable- porque el guion de Alexa Karolinski y Anna Winger -que modificaron con el beneplácito de Feldman algunos pasajes de su vida- concentra demasiado optimismo, como si el buen rollo que desprende la capital alemana se apropiara de la dramaturgia.
En primer lugar, existe un problema de orden temporal: si la persecución que el marido de Esther inicia al descubrir su ausencia es inmediata, se antoja un tanto inverosímil que ella consiga una audición en una prestigiosa escuela de música en un periodo de tiempo tan breve (hablamos de días, a lo sumo una semana). O igual es que en Berlín los perros se atan con bratwurst y el papeleo se tramita a la velocidad de un Mercedes AMG-GT. Sea como fuere, allí todo da la impresión de ser maravilloso. Esther no tiene donde dormir y no es que sea Sheldon Adelson -ha ido con unos pequeños ahorros- pero parece que eso solo le preocupa la primera noche, después ya verá donde encuentra acomodo (además en el Berlín de la serie hace un tiempo envidiable, tan bueno que me resulta incomprensible pensar en un alemán que prefiera irse a Benidorm en lugar de estar tomándose birras en algún bar de Kreuzberg). Y después está lo de la música. Vale, vemos cómo ella muestra cierto interés por el piano, pero en la trama neoyorquina ese hecho aparece como algo anecdótico, como la única vía que tiene para escapar de su angustiante existencia (no la vemos siquiera tocar o asistir a una de sus clases secretas). Sin embargo, cuando llega a Berlín y se encuentra (casualmente) con un profesor de música, no es que se convierta en Arthur Rubinstein (como pianista es regulera, le dicen sus nuevos colegas que parecen sacados de un anuncio de Benetton) es que va camino de ser la nueva Ariana Grande (y nosotros sin saber que sabía cantar: y no me digáis que es porque su religión lo prohíbe, que es cierto, pero si vas a vendernos su transformación a través del canto al menos tendrías que haberte molestado en mostrarla tarareando en la ducha o cuando está sola en casa).
Pero -y ahí radica el talento de Haas y Schrader- las incongruencias se hacen llevaderas cuando uno se queda prendado de imágenes como la que cierra el primer episodio (el bautizo pagano de Esther, quitándose la peluca mientras se sumerge en el lago y un cámara montada en un dron registra su renacimiento) o se maravilla viendo las miradas esquivas de Yanky a Esther en su reencuentro berlinés (él no puede -no se atreve- a mirarla; ella le observa frontalmente). La dirección de actores es, simplemente, soberbia. Con la audición final, por más reparos que le pongamos al guion, te dan ganas de darle al pulsador rojo y decirle a la chiquilla que sí, que ha entrado en La Voz. Bromas aparte, esa actuación carece de cualquier edulcorante emocional: la vemos cantar a capella, con los ojos cerrados; la cámara se fija en sus gestos (¿cuántas cosas dice esa manera de retorcerse el vestido con los dedos?) y, en muy contadas ocasiones, se nos muestra alguna reacción del escaso público -es un examen- que es, básicamente, la misma que la mía (solté el moco pero bien soltado). Cuando Esther termina y descorre los párpados asistimos a una transformación tan profunda -vemos a otra persona- que no recurrir a un término como milagro quizá sea una herejía.
Desde un punto de vista estético, Maria Scharder sabe captar la sensación de ahogamiento que envuelve a Esther: la secuencia en la que pierde su virginidad, filmada en picado con ella tapándose los ojos con el antebrazo, contrasta con la de su liberación (la secuencia del lago ya mencionada), con la cámara alejándose de ella, dándole el espacio que en Williamsburg le era negado (el uso del dron aquí tiene todo el sentido). La reconstrucción vital que Esther inicia en Berlín también se traslada a las imágenes: Schrader la filma, en no pocas ocasiones, pasando por delante de edificios que, como ella, están en fase de remodelación. Los espacios son sumamente importantes en la serie y su valor queda sintetizado en la secuencia del parque en la que Moische la amenaza con la muerte (que se causará ella misma cuando se dé cuenta de su desdicha) sino vuelve con su marido.
Moische le explica que, en 1932, en ese parque antes había un edificio en el que residía la familia del señor Auerbach, que ahora tiene una pastelería allá en Williamsburg. Él fue el único que logró escapar del Holocausto. El resto de la familia ingresó en campos de exterminio y el edificio fue bombardeado. Si el señor Auerbach ha logrado tener una pastelería en Williamsburg, 13 hijos y 30 nietos es, explica Moische, porque se fue de Berlín, una ciudad maldita para los jasídicos, una ciudad llena de almas judías en la que es imposible florecer, en la que es imposible criar a un hijo. Para ellos, el peso de un pasado inacabable -el genocidio judío que costó la vida a seis millones de personas- sigue ordenando sus vidas, de ahí sus altas cuotas de natalidad que pretenden paliar el déficit demográfico causado por el régimen nazi. Cargan con la losa de la Historia de un pueblo maltratado durante milenios –la esclavitud en Egipto, la Inquisición, el pogromo, la Shoah- y hacen de esa persecución su razón de ser, como si la conservación de la pureza religiosa (y étnica) fuera el contrapeso de tanta desdicha histórica. Esther, que va unas cuantas neuronas por delante de Moische, le contestará que “las almas ya están con nosotros. Da igual dónde vivamos”, una frase llena del respeto y la lucidez necesarias para reiniciar una nueva vida sin olvidar el pasado pero sin necesidad de seguir dominados por él. A los expertos en teología les dejaré que indaguen en las razones que hay detrás de la elección del bíblico nombre de Esther para la protagonista.
Stumptown. Rompecabezas Dex
A veces uno tiene la sensación de que, en un contexto de producción masiva de contenidos, le exigimos a cada una de las numerosas novedades que nos llegan a diario que cambie la historia de la televisión, de la literatura, del cine o del periodismo. Y sucede -a mí me sucede- que, desde lo alto de esa escala de valores, es complicado no ya disfrutar de pequeños placeres sino de reconocer que algunos divertimentos esconden atractivos que van más allá de un goce digamos superficial.
Los géneros siempre fueron el mejor vehículo para pasear discretamente las reivindicaciones ideológicas o sociales o para poner en jaque al sistema sin necesidad de recurrir al monólogo aleccionador. Antes de hablar de Stumptown, pongamos un par de ejemplos sobre esto último. ¿Por qué prefiero Agenda oculta (1990) a cualquier película posterior de Ken Loach? Porque su colleja al thatcherismo llega de la mano del thriller sin necesidad de que un personaje me grite cómo de oxidado tenía el corazón la dama de hierro. En definitiva, Agenda oculta no me dice qué tengo que pensar, las conclusiones las saco yo solito. Desconfío de la gente y de las películas que hacen eso, por más que comulgue con sus postulados ideológicos.
Otro ejemplo. Ayer vi Alarma catástrofe (Jack Gold, 1978), otro hito de la traducción cinematográfica española, sobre todo porque su título original es bastante mejor: The Medusa Touch. Mitad whodunit, mitad relato de ciencia-ficción (es del mismo año que La furia de Brian de Palma con la que comparte temática parapsicológica) la película de Gold es una crítica feroz a la sociedad británica del momento y su solución para mejorar las cosas no es otra que arrasar con todo. La fuerza destructora la encarna el escritor John Morlar, un Richard Burton al que le basta el azul de sus ojos para que se te apriete el esfínter cada vez que la cámara los enfoca. Sus poderes telequinéticos, lejos de servir para ayudar a sus congéneres, los utiliza para la venganza personal, primero, y para reorganizar un mundo al que, en una opinión que comparto en demasiadas ocasiones, le sobran los seres humanos ("We’re all the Devil’s children. We find what powers the sun and we make bombs out of it, we create wealth and we become obsessed with greed, we achieve power and we go mad. We always destroy.")
Mientras estás esperando que el inspector interpretado por Lino Ventura averigüe quien ha dejado a Morlar en coma profundo, el escritor, desde su mullida cama de hospital, pone su cerebro a centrifugar y fulmina la ficticia Minister Cathedral en la que se ha reunido lo más granado de la sociedad civil británica. La reina se salva por los pelos, pero políticos, iglesia y demás autoridades, caen como moscas. En el repaso de sus actividades previas -que van introduciéndose mediante flashbacks- Morlar se ha pulido, simbólicamente, el estricto sistema educativo del Reino Unido, el pasado militarista de su país o la sagrada institución del matrimonio. Por último, tiene como objetivo hacer estallar la central nuclear de Windscale y liberar al planeta de ese hongo contaminante. Recuerden que todo eso sucede en una divertida película de corte fantástico.
Y esto me lleva a Stumptown (los caminos de mis conexiones neuronales son inescrutables). Serie con detective privado de las de toda la vida. De Los casos de Rockford protagonizada por James Garner a mediados de los 70 a Veronica Mars (y en mitad de esas dos todas las que se les ocurran, aunque, por tono y por la aparición de Donal Logue, no está de más recordar la olvidada Terriers). Un caso por episodio y algunas tramas que abrazan un arco de tres o cuatro capítulos (principalmente referidas a las relaciones sentimentales/emocionales que surgen entre los protagonistas). Una realización funcional con algunas escenas de acción pintonas (el arranque del piloto). Nada que no hayamos visto. Sin embargo, la teleserie de Jason Richman lo peta (disculpen mi nivel de erudición de esta semana). ¿Por qué?
Retrocedamos un poco (por cierto, los flashbacks ‘militares’ son lo peor del show). Stumptown es un cómic escrito por Greg Rucka y dibujado por Matthew Southworth (volúmenes 1 y 2) y Justin Greenwood (3 y 4) cuyo primer tomo se publicó en 2009 (el cuarto salió en 2017). Al prolífico escritor californiano siempre le tiraron el policiaco -ahí está su magnífica Whiteout llevada al cine, desgraciadamente, por Dominc Sena en 2009 o las novelas protagonizadas por el guardaespaldas Atticus Kodiak- y la ficción militar -del cómic Queen and Country a las dos novelas con el Delta Force Jonathan ‘Jad’ Bell al frente- así que Dex Parios parece una fusión lógica de esos dos universos genéricos. Dexedrina (ahí es nada) Parios es, evidentemente, la protagonista de Stumptown. Exmarine con un trastorno de estrés postraumático del tamaño de Oregón que vive con su hermano Ansel, un chaval con síndrome de Down que acaba de cumplir los 21. Dex bebe cerveza como si fuera una actividad necesaria para mantenerse con vida. Dex conduce un viejo Ford Mustang que tiene encasquillada una cinta de casete cargada con una batería de clásicos que el reproductor dispara cuando que le viene en gana (cuando le viene en gana es justo en el momento en el que la situación pide a gritos un toque irónico). Dex folla a discreción. Es promiscua y es bisexual. Y es espabilada y un poco temeraria y es dura y es frágil y tiene un miedo terrible no tanto a quedarse como a sentirse sola. Ah, y Dex es Cobie Smulders at her best. Un desastre con patas al que no puedes dejar de mirar. Con sus camisetas holgadas, sus pantalones ajustados y esas Converse con más pasos andados que el móvil de un maratoniano. Vais a caer rendidos (o no, pero eso da igual, a mí me tiene pillado).
Alrededor de Dex y su improvisado aterrizaje en el mundo de la investigación se orquesta todo, pero no les voy a aburrir con los espacios -el bar de su colega Greg (Jake Johnson), en el que curra su hermano Ansel (Cole Sibus), es su despacho- ni con las tramas ni voy a ahondar en la relación entre personajes. No hace falta. Centrémonos en que mientras Dex resuelve casos, recibe palizas y se complica la vida, los estereotipos van cayendo como un chupito de burbon por su gaznate antes o después de una dura jornada de trabajo. A veces Dex lleva camisetas de gente como Janis Joplin, en el instituto se peleó con el profesor de literatura porque faltaban escritoras en el programa curricular, en una iglesia le suelta con sorna a la exdirectora de una agencia de adopción un “no soy propiedad de nadie, abajo el patriarcado”, en no pocos capítulos termina coaligándose con otras mujeres con las que se llevan tan bien como Bernie Sanders con el Partido Demócrata, ¿ven por dónde voy? Pues síganme.
El capítulo que rompe el molde es ‘Dirty Dexy Money’ (el 12) -confieso que es el último que he visto, aún me quedan seis- en el que Dex es contratada por Ginger Lloyd (Cheryl Hines), propietaria del Hold the Meat’ un club de striptease masculino en el que está despareciendo dinero de la caja. Sin duda el strip-club ha sido un motivo visual (y argumental) recurrente desde finales de los 90 -del Bada Bing de Los Soprano al Moves de Estafadoras de Wall Street- y aquí se trata de darle la vuelta (pero no de cualquier manera). Todos los ‘bailarines’ lucen sus cincelados torsos venga o no a cuento (¿he oído cosificación?). En sus horas libres la mayoría ejercen como escort (que son putos, vamos). Hay un alto grado de corporativismo entre ellos hasta que se dan cuenta de que en un futuro no muy lejano en lugar de bailar sobre una barra bailarán detrás de unos barrotes. Y aquí viene lo importante: no son solo pedazos de carne con ojos, bastan un par de diálogos para describir diferentes tipologías de hombre, del padre soltero con urgencias económicas al pedazo de carne con ojos (¡claro!) pasando por aquel cuya novia gana 400.000 dólares al año pero sigue quedándose en tanga porque “Dios me hizo así para bailar desnudo ante mujeres agradecidas”. Adiós a los tópicos. Esa inversión de género sirve para poner de manifestó dos cosas: A) cómo tratan determinadas ficciones los roles y ‘profesiones’ que, mayoritariamente, desempeñan mujeres (y aunque esto suene como el culo me refiero al striptease y la prostitución) y B) que esos roles en particular, y los personajes femeninos en general, pueden recibir un tratamiento muy diferente, poniendo sobre la mesa todas las paradojas que encierran.
Todo eso está en Stumptown, solo que lejos de parecer que la serie va cumpliendo objetivos marcados por la agenda feminista, nos llega enunciado por un personaje que está lejos de ser un ejemplo para nadie, una mujer rota, contradictoria hasta la autodestrucción. Y está escrito para ser dicho en un tono desinflado de superioridad, tan parecido a un sermón como una orden de asesinato dictada por Tony Soprano. Solo hay que ver la relación que Dex mantiene con su hermano al que pasa de tratar con superioridad cuando este le comunica que quiere independizarse (como va a estar solo “alguien como él”) para terminar dándose cuenta de que la soledad que le da pavor es la suya. El personaje interpretado por Cole Sibus es sumamente interesante porque cada vez que alguien le trata con paternalismo acaba recibiendo una lección y todo ello sin que eso suponga renunciar a los problemas que conlleva su alteración genética.
Esperen, que hay más. Ahí está el volteo de algunos clichés establecidos por la propia ficción made in USA: no, el instituto no fue la mejor época de tu vida; sí, los colegios elitistas son enfermizos y peligrosos; no, Portland no es una ciudad bonita ni este es un policíaco de postal (es cutre sin dejar de ser cool); sí, casi siempre toca elegir entre ganar dinero y hacer lo correcto y no, hacer lo correcto no implica que las cosas terminen saliendo bien (verbigracia ‘November suprise’, 1.07). En definitiva, Stumptown es una serie de género, una buena serie de género, escrita por tipos y tipas que conocen lo suficientemente bien las reglas del juego como para pervertirlas (a ver el piloto lleva por título ‘Forget it Dex, it’s Stumptown’… ¡Hola Robert Towne!) e introducir, utilizando un tono aparentemente ligero, un discurso crítico sobre el entorno sin caer en el maniqueísmo. Si no les parecen méritos suficientes no pasa nada, Dex Parios (¿cuántas veces he escrito su nombre? ¿Estaré obsesionado?) no es para todo el mundo.