A uno le gusta que se cumplan sus previsiones. Significa que la brújula de la intuición sigue funcionando correctamente y que el receptor de señales todavía decodifica con precisión los impulsos de significado que emite la pantalla, como si las series y las películas fueran mapas de signos que necesitan de interpretaciones más profundas que penetren la linealidad superficial de una trama. Algo así -conjeturar una posibilidad a partir de unos indicios mínimos- me ha sucedido con El Visitante/The Outsider, la teleserie que esta semana terminó de emitir HBO España escrita por Richard Price y basada en la antepenúltima novela de Stephen King.

A principios de año, y con motivo de los múltiples estrenos que llegaron con la inauguración de 2020, le echamos una ojeada a unos cuantos pilotos. Entre ellos figuraba el de esta producción de HBO sobre la que ya apuntábamos algunos aspectos que hacían de ella una propuesta a tener en cuenta. Hagamos memoria. El visitante arranca con la muerte de Frankie Peterson, un niño de 11 años que aparece brutalmente asesinado en el bosque que circunda la ficticia Flint City, situada en el estado de Oklahoma. Las investigaciones llevadas a cabo por el detective Ralph Alderson (Ben Mendelsohn) concluyen, sin apenas margen de error, que el culpable es Terry Maitland (Jason Bateman), profesor de literatura y entrenador del equipo infantil de beisbol. Sin embargo, los testigos oculares que lo sitúan en el pueblo durante la noche en la que se cometió el crimen (una profesora que lo vio recoger al chaval, una niña que se cruzó con él cuando salía del bosque, el propietario de un tugurio que habló con él y vio la sangre que ensuciaba el dorso de su chaqueta) y las imágenes de videovigilancia que certifican tales hechos no son suficientes para encausarlo puesto que el entrenador Maitland, a través de su abogado Howie Salomon (Bill Camp), demuestra que pasó esa misma noche en Cap City, donde asistía a una conferencia para profesores. Sus compañeros de seminario, las imágenes del circuito cerrado de televisión del hotel en el que se alojó y sus huellas así lo corroborarán. Pero, entonces, ¿cómo es posible que estuviera en dos sitios a la vez?

Por un lado estaba el atractivo que encerraba esa premisa argumental y, por el otro, un revestimiento visual rupturista que la apartaba de formatos más académicos. Recordemos que ‘Fish in a Barrel’ (1.01) se abría con una sucesión de tomas aéreas y cenitales de carácter descriptivo que nos enseñaban el ambiente de placidez que envolvía ese pueblo sencillo y pequeño de los Llanos Centrales, cercado por el verde de los bosques y salpicado de edificios bajos y casas unifamiliares. A ese encadenado de planos le sucedía otro tomado a ras de suelo: el asfalto y los bajos de una furgoneta daban paso a una panorámica de 90 grados que mostraba la puerta lateral de un vehículo manchada de sangre. Ese cambio de emplazamiento -del cielo al suelo- provocaba un choque escalas, tensando la relación entre las imágenes. Tal y como sucedía en el arranque de Terciopelo azul (David Lynch, 1986), esa combinación de imágenes ya nos advertía que algo olía a podrido en Flint City.

En ese primer episodio, un Jason Bateman que ejerce también como director, derrama un humor malsano que enturbia la atmósfera de cada secuencia. Desde el travelling hacia delante -del salón a la cocina- con el que filma el desayuno familiar de los Maitland (como si un intruso invisible se colara en la casa) hasta la yuxtaposición de planos cenitales y tomas a ras de suelo con que rueda el partido de béisbol, pasando por la casi total ausencia de composiciones limpias (con objetos que intermedian entre los personajes y el ojo del espectador), por no hablar de la desasosegante música de Danny Bensi y Saunder Jurrians. A partir de esos indicios era pertinente deducir que algo extraño sucedía en Flint City, algo que ni la policía, ni los familiares de la víctima ni el propio acusado eran capaces de explicar; algo que atenía a una lógica distinta e irracional y que, atendiendo a esa recurrencia a los planos basales - con la cámara pegada al pavimiento- quizá podía haber sido causado por alguien procedente del subsuelo.

Finalmente, lo que aventurábamos tras el visionado de aquel primer capítulo ha terminado por confirmarse nueve episodios después. La teleserie de Richard Price plantea, como ya se intuye en su sinopsis, una batalla entre la razón y la fe cuyo resultado podría suponer un cambio en la percepción que el ser humano tiene de la realidad. ¿Qué sucedería si un mal inexplicable, cuya génesis no atiende a las leyes de la causalidad y su evolución no se correspondiese con ninguna verdad biológica conocida, existiese? ¿No destruiría por completo nuestro sistema de creencias? ¿No ahogaría bajo una oscuridad de arpillera los principios acuñados por la ciencia? Esos son los dilemas que King y Price les arrojan a unos personajes que se debaten entre resolver un caso de asesinato por la vía convencional -Ralph Alderson, Howie Solomon, Alec Pelley (Jeremy Bobb) o la viuda Glory Maitland (Julianne Nicholson) - y los que están convencidos de que, esta vez, el criminal al que se enfrentan no puede ser detenido aplicando métodos deductivos. La capitana de esta segunda unidad de investigación sería la singular Holly Gibney (Cynthia Erivo), respaldada por el agente Yunis Sablo (Yul Vázquez). Ese duelo entre la razón y la fe, entre la ciencia y la mitología, entre el dato y la leyenda marcará la evolución de todos los personajes de la función. Por cierto, que los involucrados, aun conociendo la verdad, decidan cerrar el caso ocultando su raíz sobrenatural no es más que lo que ellos entienden como un ejercicio de responsabilidad para con el resto de sus conciudadanos: revelar la existencia de ese ser bautizado como ‘El Cuco’ supondría cambiar las reglas del juego con las que se maneja la humanidad.

Que Richard Price es quizá el mejor dialoguista de televisión en activo no hace falta ni recordarlo (Ralph: I have no tolerance for the unexplained. / Holly: Then you'll have no tolerance for me.), pero aquí me quedo con el diseño de unos roles que se te quedan plastificados en el álbum de fotos de la memoria (por cierto, Price también se ha hecho con los servicios del escritor Denis Lehane para que firme un par de episodios: los dos trabajaron en la writers’ room de The Wire). Ralph Alderson es un tipo pragmático, desprovisto de esperanza tras la pérdida de su hijo, con un chaleco antibalas en el corazón y una fe inquebrantable en el trabajo policial. Un tipo al que los hechos le obligarán a abrazar realidades inimaginables para su empírico intelecto. Holy Gibney es la reina del baile. Una detective mística, mitad Saga Noren (Sofia Helin) mitad Dale Cooper (Kyle MachLachlan). No es necesario que la describa yo, porque la escritora Mariana Enríquez lo hace mucho mejor: “tiene un trastorno mental nunca definido. Quizá esté en el espectro del Asperger; también está deprimida y tiene una clara dificultad para interactuar socialmente. Toma medicación y fuma en secreto. Es aniñada aunque tiene cuarenta y cinco años, y cinéfila obsesiva, y habla sola, y es asombrosamente inteligente, muy nerd, tiene una intuición genial para la investigación, un poco por su personalidad y otro poco porque mira muchos programas de tele de tema forense. Es fiel y si ama lo hace con feroz lealtad”. La transformación de Gibney -que también aparece en las novelas de King Mr. Mercedes y Quien pierde paga- nada tiene que ver con sus convicciones metafísicas, es mucho más terrenal. Los cambios que trastocarán su ordenado modo de vida vendrán provocados por el enamoramiento -incondicional, tierno, heterodoxo- compartido con el exdetective de la policía de Dayton, Andy Katcavage (Derek Cecil). En el fondo, es como si la habilidad vírica que posee ese ente bautizado como ‘El visitante’ -un ser que se reproduce por contagio: con un arañazo pasa de un huésped a otro- también la tuvieran unos personajes que mudan de piel entre el inicio y la clausura de la serie. Todos quedan alterados, incluido Claude Bolton (Paddy Considine), forma última que decide adoptar ese ser inefable y metamorfo, propietario de un garito de striptease y curtido maleante, uno de esos tipos duros de barba descuidada y camisa de cuadros que saluda como si te amenazara de muerte y que, súbitamente, se ve atrapado en una situación incontrolable que lo convierte en el ser más vulnerable del mundo. El mal (quizás debiera escribir el MAL) como agente transformador.

A la serie se le pueden achacar algunas licencias dramáticas -casi todas ellas relacionadas con el personaje de Jack Hoskins (Mark Menchaca): si ‘El visitante’ puede apoderarse de las mentes de tipos como él, sin necesidad de replicarlos, para que sirvan a sus propósitos, ¿por qué solo uno? ¿Por qué no crear un pequeño ejército? Si Holy Gibney es un problema, ¿por qué Hoskins no la elimina a la primera oportunidad y permite que se le escape? - pero el guion tiene demasiadas virtudes como para desacreditar la propuesta y las decisiones de realización la colocan muy por encima de la media de las producciones televisivas del momento.

Sin ánimo de destripar los giros argumentales, y recuperando aquel pálpito que nos provocó ‘Fish in a Barrel’, resulta reconfortante ver como El visitante se resuelve en las entrañas de la tierra, en una cueva en la que, años atrás, tuvo lugar un funesto incidente que costó vidas humanas y que nuestro ‘hombre del saco’ utiliza como refugio, como lugar de reposo para alimentarse y recuperar fuerzas. Como hemos recordado al inicio del post, ya en el primer episodio las decisiones de puesta en escena nos inducían a pensar que el causante de la desgracia de Terry Maitland procedía del algún lugar situado bajo el suelo.

Esos planos basales han sido una de las marcas de estilo de un show al que hay que agradecerle su ‘intención’ en la composición de cada encuadre, su magnífico uso de recursos como el desenfoque, el picado o unas angulaciones de cámara inusuales pero nunca alejadas de los presupuestos dramáticos que proponía la ficción. Quedémonos con tres de ellos.

Episodio 3. ‘Dark Uncle’. El detective Alderson tiene la intención de interrogar a la hija pequeña de los Maitland a propósito de lo que parece ser un sueño recurrente en el que un hombre misterioso, semejante a su padre, la visita. Glory, irritada con un cuerpo de policía que acusó a su marido de homicidio, imputación que terminó por costarle la vida, se niega a que el agente hable con su hija, pero permite que su mujer, Jeannie (Marie Winningham), lo haga. El realizador Andrew Bernstein se vale de la barandilla que delimita la escalera de la casa familiar para separar a los personajes en función de la prohibición establecida por Gloria en el pasaje inmediatamente anterior. Así, Jeannie y Jessa (Scarlett Blum) estarán sentadas en los escalones y compartirán planos mientras charlan, sin nada que se interponga entre ellas. Glory estará situada un par de escalones más abajo, observándolas a las dos, vigilante, desde un plano inferior, quedando separada de su hija por la pilastra de la barandilla: ese objeto mobiliario divisor indica, también, que la madre no está dispuesta a creer que el mal sueño de su hija no sea otra cosa que una simple pesadilla infantil. Como veremos más adelante, Jeannie, que está al mismo nivel que la niña, será la primera en creer en la existencia de ‘El visitante’; a Glory le costará mucho más asumir que lo que tenía su pequeña no eran terrores nocturnos y Ralph Alderson -alguien que no tolera lo inexplicable- será el último en convencerse de la existencia de ‘El coco’, ‘El hombre del saco’, la ‘Baba Yaga’ o el ‘Krampus’ (llámenle como quieran). Por eso, en esa secuencia, Alderson está colocado en la parte baja de la escalera, con el balaustre interponiéndose entre él y la niña como una barrera física pero también simbólica, remarcando a su vez la prohibición impuesta por la madre.

Episodio 7. ‘In the pines, in the Pines’. Tras escapar del punto de mira de Jack Hoskins, Holly Gibney se reúne con todos los involucrados en el caso para transmitirles sus conclusiones. Sabe que lo que va a contarles no les gustará nada, a Ralph ‘Mr. Evidencias’ Alderson el primero. Cada vez que Gibney aporta un dato que incomoda a la audiencia –“un diablo lo mandó”, “solo pueden sentirse libres a través de la muerte”- la directora del episodio, Daina Reid, introduce un plano picado y en escorzo que aumenta la sensación de extrañamiento que tanto los participantes en el briefing como los espectadores comparten. Ese recurso no exclusivo de este episodio y se emplea con idéntica función en el resto. Otro tanto sucede con el desenfoque, que aquí marca la enorme distancia que existe entre Holy y el resto de los investigadores: si ella está en foco, el resto no lo están; cuando la cámara filma a Alderson, los demás quedan difuminados, indicando que es quien más alejado está de las consecuencias que conllevan las explicaciones de Gibney.

Episodio 10. ‘Must/Can’t’. La serie también utiliza el foco para marcar el desamparo de los personajes o la distancia emocional entre interlocutores como sucede con las charlas que Alderson mantiene con su psicólogo para tratar de lidiar con el duelo por la muerte de su hijo. Pero quedémonos en la parte final de este último episodio, en el momento en el que Holly Gibney, después de que todo haya acabado, declara ante las autoridades y recuerda al pobre Andy. Es un bloque de tres secuencias. En la primera, Gibney aparece encajonada por la puerta de una sala de interrogatorios mientras presta declaración. En ese plano general, el primer termino del encuadre esta desenfocado y un objeto que no acertamos a adivinar interrumpe la visión. La segunda secuencia, suturada por la voz en off de la detective privado recordando a su excompañero profesional y sentimental, es un flashback: Gibney le dice adiós a Andy tras pasar una noche juntos, la mano sobre sus labios mientras él duerme, los dos personajes en foco. Y tres: nueva imagen del interrogatorio, esta vez una toma de Holly de espaldas, con el resto del cuadro difuso, como un lienzo impresionista a medio dibujar. Intuimos cómo el interrogador se retira y ella se queda sola en la sala y en la vida. Los dos planos que completan la secuencia serán el de su rostro llorando y el de sus manos tocando la muñeca que, de pequeña, su abuela le regaló, quizá su única conexión con el mundo. No me dirán que no es una buena manera de representar la soledad (también habría que escribirla en mayúsculas).

Podremos discutir su final artero que nos prepara para una continuación, los comportamientos oportunos de algunos personajes, pero solo por su inventiva formal o por el bueno uso de algunos motivos tan clásicos como presentar al monstruo por partes hasta que está completo (cuando adopta la forma de Claude Bolton lo vamos viendo poco a poco: primero un brazo, luego de espaldas, etc.) supone, al menos para mí, un disfrute y sitúa a El Visitante como una de las producciones más estimulantes de lo que va de año.

@EnricAlbero