'The Accident': parte de culpa
Las dos mejores secuencias de la serie tienen que ver con la depravación que, en mayor o menor medida, vincula a unos personajes con otros
La corporación Kallbridge Developments, en colaboración con el Consejo Municipal de la pequeña localidad galesa de Glyngolau, está levantando un gran edificio que generará decenas de puestos de trabajo destinados a paliar las urgencias de este pueblo (ficticio) depauperado tras el cierre del que era su principal motor económico: la mina de carbón. Un grupo de adolescentes liderado por Leona Bevan (Jade Croot) allanará la obra en construcción con el firme propósito de pasar un buen rato a costa del inmueble. Chiquilladas, you know. Pero como suele decir mi padre, “las cosas no pasan hasta que pasan” y esa mañana, que debía terminar con la contrapartida punitiva correspondiente a un acto de vandalismo lúdico e inconsciente, es decir, con la consabida reprimenda y el posterior arresto domiciliario, termina con un castigo desproporcionado que adopta la forma inicial de una explosión y concluye en fatal derrumbe que se salda con nueve víctimas mortales y una herida grave (guess who).
Esos son los cimientos sobre los que un especialista en tragedias lower class como Jack Thorne (The Virtues, This is England) edifica este drama en el que importa tanto saber quién fue el responsable último de unas muertes accidentales - ¿por qué el edificio cayó cuando, según los informes, no debía de haberlo hecho? - como la disección de una pequeña comunidad agrietada por una catástrofe inasumible. A lo largo de los cuatro episodios dirigidos por Sandra Goldbacher (Endeavour, Victoria) se relatará el doble proceso judicial que enfrentará primero al Estado y después a la acusación particular contra la corporación, a la que se le imputa la falta de haber utilizado un acero de baja calidad en la estructura que sostenía el edificio para abaratar costes. Ahora bien, quizá lo menos relevante del que, hasta la fecha, es el mejor estreno de la historia de Filmin, sea lo relativo al pleito. El meollo del asunto, el factor diferencial, por así decirlo, está en el tipo de relaciones que se establecen entre los individuos que conforman esa comunidad aparentemente unida frente al desastre (y frente al gigante empresarial).
Thorne sitúa el foco principal de la narración en la familia de la superviviente, que no es otra que Leona. Su madre, Polly (Sarah Lancashire), es una peluquera de fuerte carácter bien considerada dentro del pueblo y con sólidas amistades, tal y como se observa durante la celebración de esa marcha popular que festeja la inminente inauguración de unas instalaciones que mejoraran el futuro de Glyngolau. Su marido es Iwan (Mark Lewis Jones), miembro del Consejo Municipal y valedor político de tan esperanzador proyecto. A partir de la descripción, superficial primero y profunda después, de la relación entre ambos y de ellos dos con su única hija, es posible comprender, sin necesidad de revelar detalles referidos a la trama, la mecánica que rige el funcionamiento de esa comunidad y, por ende, de la historia misma.
Polly se muestra como una mujer férrea en sus convicciones, tenaz a la hora de defender sus opiniones y sumamente elocuente cuando debe exponer sus argumentos. La elección de Lancashire se antoja fundamental, puesto que carga al personaje con su background interpretativo, lo que nos induce a pensar que estamos ante un rol femenino destinado a prevalecer a pesar de los contratiempos (como la agente Catherine Cawood de Happy Valley). Su esposo, que se nos presenta disfrazado de plátano en la primera secuencia en la que hace acto de aparición, parece un tipo servicial que mira por el bien de los suyos y al que sus conciudadanos ven como alguien dominado por su mujer, poco menos que una suerte de concejala en la sombra. Polly lleva las riendas en casa y a pesar de las tiranteces con su hija, a la que riñe pero también comprende, es su única interlocutora: la despierta con un chico en su cama -ella tiene 15 años- al que obliga a saltar por la ventana para que Iwan no lo encuentre. Leona y su padre se toleran, él siente que su hija lo desprecia y no quiere empeorar esa percepción. Lo cierto es que no va desencaminado: si la ya no tan niña entra ilegalmente en la obra es, precisamente, para que a su papá le salga una úlcera si es que no la tiene ya.
Esa primera impresión de la familia Bevan, que es la comparten todos sus vecinos, es una suerte de pentimento, un dibujo amable que oculta el verdadero retrato, ese en el que la violencia y un amor mal entendido ocupan todo el lienzo. Nada es lo que parece y eso es aplicable al conjunto de una sociedad civil precarizada por la falta de empleo, viciada por las envidias y profundamente egoísta. Si las relaciones entre los Bevan son insanas y se sustentan en una dependencia tan atroz como frecuente, otro tanto sucede con el resto de ciudadanos del villorrio galés: Angela Griffiths (Joanna Scanlan) estará dispuesta a aniquilar a quien se le ponga por delante para hacerle justicia a su hija muerta (¡ese momento en el que todo el odio acumulado hacia su marido estalla en una tremebunda línea de diálogo!) y Debbie Kethin (Genevieve Barr), la esposa del responsable de seguridad del edificio, también fallecido en el incidente, verá cómo los que decían ser sus amigos la repudian y acusan a su compañero de negligencia. Si la parte ciudadana es un nido de podredumbre moral en busca de culpables, la sección empresarial de la serie, comandada por Harriet Paulsen (Sidse Babett Knudsen) no le va a la zaga. La responsable del proyecto para Kallbridge Developements se beneficia a su mucho más joven secretario Tim Ras (Nabhaan Rizwan), al que no duda en sacrificar cuando ve peligrar su futuro: si la relación entre Polly e Iwan es enfermiza, la de Harriet y su subalterno es todo un tratado sobre la posesión y la dominación.
En una teleficción demasiado enfática en la que el volumen de la banda sonora sube y la imagen se ralentiza cuando necesita darle importancia a un hecho, las dos mejores secuencias tienen que ver, precisamente, con la depravación que, en mayor o menor medida, vincula a unos personajes con otros (y se hace ampliable a todo el contexto). Así, al final del episodio primero descubriremos cuál es la verdadera naturaleza del ¿amor? que comparte el matrimonio Bevan: la escena, por momentos de una dureza insoportable, terminará con Polly e Iwan abrazados al pie de la escalera de su casa, con la barandilla adoptando la forma de los barrotes de un cárcel en la que ambos llevan décadas encerrados y de la que, en ese final sacrificial (y esperanzador) que nos brinda The Accident, uno de ellos logrará salir.
El segundo pasaje importante de la serie producida para Channel 4 no es otro que el momento en el que Harriet masturba a Tim al tiempo que le informa de su descenso a la categoría de chivo expiatorio. La directora utiliza el sexo como herramienta de dominación: toca sin permitir que la toquen y expone sus fatales intenciones sin dar pie a la réplica. La sensualidad de Knudsen, que ya explotara magistralmente y en un sentido muy similar Peter Strickland en The Duke of Burgundy (2014), y el juego con el cuerpo y la mirada de los actores, pone esta secuencia muy por encima del resto de una propuesta sumamente convencional en su realización y por momentos con un guion entre ingenuo y torpe: la adopción, por parte de la familia Bevan, de Martin Harris (Shaun Parks), el homeless que le salvo la vida a Leona, oscila entre lo inverosímil -por su duración- y lo cursi (demasiada ternura).
Con todo, esta exitosa mini-serie pide un visionado no solo por el alto nivel interpretativo, con esos duelos estelares entre Lancashire y Knudsen -¿por qué no hay más?- sino también por esos ecos que resuenan en ‘Aberfan’, el tercer episodio de la magnífica tercera temporada The Crown (Peter Morgan, 2016-?), y que invitan a reflexionar sobre el largo historial de tragedias fabriles -o relacionadas con lo laboral- ocurridas en el Reino Unido, una sucesión de desastres que siempre termina con los currelas bajo tierra y los culpables exonerados.