'The Virtues': fe, esperanza y caridad
Además de las magníficas actuaciones de sus protagonistas esta serie tiene otros alicientes que la convierten en una obra que merece ser vista
Filmin, que ha encontrado un filón en la ficción seriada de origen británico, estrenó antes del verano The Virtues, la última creación de Shane Meadows. Cualquiera que esté familiarizado con la obra anterior del autor de This is England -o que haya frecuentado algunos trabajos de Mike Leigh (Meantime) o Ken Loach (Riff-Raff)- no encontrará ninguna novedad en esta miniserie; a cambio recibirá unas cuantas lecciones sobre savoir faire actoral, arquitectura dramática y sobriedad formal.
Esta producción para Channel 4 se ocupa de las desventuras de Joseph (Stephen Graham), padre divorciado que ve como su exmujer y su hijo se marchan a Australia en busca de nuevas oportunidades. Esa decisión, en principio aceptada por él y asumida desde la cordialidad, terminará por doblegar su frágil voluntad. Solo y perdido, volverá a beber como Athos encerrado en su bodega. Completamente desnortado, Joseph decidirá regresar a la tierra donde se crio (Irlanda) y contactar con su hermana, Ana (Helen Behan), a la que no ve desde niño, cuando los servicios sociales los separaron y él recaló en un centro de acogida del que terminó escapando. Allí encuentra un pequeño hogar, formado por su hermana, su marido Michael (Frank Laverty), que le da trabajo en la construcción, y sus tres hijos. La última rama del árbol genealógico la dibujará Dinah (Niamh Algar), hermana de Michael, otra niña perdida que, con el paso de los años, se convierte en una adulta conflictiva.
Explicar The Virtues desde unos parámetros estrictamente narrativos no tiene demasiado interés, es casi mejor verla e ir descubriendo como dos seres hechos añicos como Joseph y Dinah tratan de recomponerse, de superar los miedos que les acechan desde la infancia-adolescencia. Estamos ante una historia cuyos tiempos han sido perfectamente medidos, con un crescendo final de una inusitada intensidad emocional capaz de sacarle una lagrimilla al mismísimo Thanos. Me parece más provechoso analizar determinados aspectos estéticos que contribuyen, precisamente, a que ese crescendo dramático tenga tanto impacto.
La superficie de la imagen
Cuando la narración regresa a la infancia de Joseph, Shane Meadows recurre al vídeo. La textura que esa tecnología imprime a las imágenes sirve para situarnos en un periodo de tiempo concreto y crea un desajuste con las imágenes referidas al presente de la historia, estableciendo, de manera sutil, una ruptura entre las dos épocas. Entre la infancia de Joseph y su vida adulta algo se quebró y la aproximación a esas dos partes de su vida no solo no puede quedar igualada en el plano visual, sino que este debe evidenciar ese rompimiento. El montaje paralelo del final del primer episodio es un buen ejemplo: en el presente vemos a Joseph mirar desde la barandilla del barco que le llevará de Liverpool a Ballybraigh, en el pasado mira desde una ventana. El rácord nos hace creer que el niño observa al adulto y, de hecho, esos flashbacks también funcionan como recuerdo recurrente, como los fogonazos de un trauma que regresa, incesante, al ahora porque jamás se cerró. Ese diálogo entre pasado y presente que va de la materialidad de la propia imagen al conflicto interior del personaje es uno de los grandes aciertos de la serie (ese juego se repetirá en no pocas ocasiones, como cuando Joseph visita las ruinosas instalaciones en las que estuvo tutelado en el episodio 3). Meadows remata esa conversación formal en la última secuencia de la miniserie: cuando Joseph ya se ha enfrentado cara a cara con el fantasma de su pasado, un travelling lateral encuadrará la carrera de huida del centro de acogida en el que estaba recluido, solo que esta vez ya no estará filmada en vídeo sino en digital: superado el trauma, la imagen para filmar presente y pasado se iguala.
La música de PJ Harvey y el uso que Meadows hace de ella también merecen ser destacados. Me refiero a la música original compuesta por la autora de Let England Shake, no a las canciones que conforman el soundtrack, que no son pocas: de hecho, algunas de ellas han sido colocadas por el director de Dead Man’s Shoes (2004) para emocionar -aún más- al espectador, como sucede con el If the Truth Hurts de Ted Barnes al final del capítulo tercero, acompañando a un montaje paralelo de Dinah escribiéndole una carta al hijo cuya custodia ha perdido y de Joseph trabajando en la obra (y filmado en ralentí).
Pero volvamos a PJ Harvey. Lo importante de su composición musical -y del uso que de ella se hace- es, precisamente, ese trabajo subterráneo que no busca imponerse a las imágenes ni saturarlas, sino construir una atmósfera que mezcla lamento y tensión a partes iguales. De hecho, la música empieza a sonar a los dos minutos del primer episodio cuando Joseph, desde la ventana de su casa, observa a unos niños jugar en el parque. Esa visión despertará en él unas sensaciones, quizá unos recuerdos, que la irrupción de la música connotará: aun cuando los espectadores no tenemos ni la más remota idea de qué es lo que puede perturbarle, la guitarra de PJ Harvey sumada a la (portentosa) actuación de Graham ya nos anuncia que la contemplación de esos chavales le ha provocado una gran desazón.
Rupturas
Como ya hemos señalado anteriormente, el episodio final es el más interesante, no solo en términos de crescendo dramático, sino también a nivel formal. En sus últimos 20 minutos, The Virtues coloca a sus dos protagonistas frente al origen de sus traumas. Meadows recurre, una vez más, al montaje paralelo para que veamos como Joseph se enfrenta a su abusador y Dinah discute con su madre, que dio en adopción a su nieto y ha mediado para que ella no recupere la custodia.
El realizador británico recurre al plano que vemos en la fotografía superior para introducir la secuencia en la que Joseph se las verá con su verdugo. Dentro de una planificación sobria, siempre pendiente de los actores, este excurso visual se introduce como claro reflejo de la personalidad rota del protagonista. El espejo quebrado y su cara enmarcada en él no son sino una metáfora del estado mental del personaje interpretado por Graham. Esa composición se coloca justo antes del encuentro con aquel que provocó ese desequilibrio mental.
Dinah toma el té con su madre en un salón acristalado. Meadows maneja inteligentemente el plano-contraplano y el reencuadre, de manera que los dos personajes están encerrados literal y metafóricamente (las decisiones de ambas las han llevado a una situación de bloqueo). Sucede que, mientras los planos de la madre son limpios -ningún objeto se cruza entre el objetivo y su rostro, están filmados desde el interior de la estancia- en los correspondientes a la hija siempre hay algo que se interpone entre el actor y la mirada del espectador: están tomados desde el exterior y el cristal y los marcos de las ventanas aún la encierran más; es decir, mientras que la madre se encuentra cómoda con sus decisiones, Dinah padece las consecuencias (de ahí esa planificación ‘agónica’). Cuando los planos son de conjunto, Meadows también sabe marcar la división que existe entre ambas, como refleja la imagen que sigue a este párrafo.
Las dos secuencias, montadas alternadamente, comparten, además de un ajuste de cuentas vital que se salda con dos finales muy distintos, otro elemento: el crucifijo. La madre de Dinah lo lleva colgado al cuello y en la habitación del ‘bully’ lo vemos en la pared sobre la cama. Recodemos que estamos ante una serie que se llama The Virtues, que está ambientada en un país tan católico como Irlanda y que en ella se habla de abusos a menores y de niños apartados de sus madres. Asociar, aunque sea con una sutil metonimia, tan delicadas cuestiones no ya con una iglesia -contenida en la figura del Cristo- a la que no se hace referencia jamás, sino con un determinado modelo pedagógico es toda una audacia, porque, precisamente, esa ‘educación en el catolicismo’ no ha evitado que todas esas atrocidades sigan sucediendo (lástima que, esa delicadeza quede emborronada por un clímax plagado de insertos de crucifijos y vírgenes… No se puede obviar que a Meadows se le va un tanto la mano con los subrayados).
Si las tres virtudes teologales -fe, esperanza y caridad- de algún modo aparecen reflejadas en la conducta de los personajes (la fe para seguir adelante cuando todo parece haber terminado; la esperanza por volver a ver a esos hijos perdidos y la caridad representada por ese hogar de acogida que tutelan Anna y Michael), jamás están asociadas al hecho religioso y, si atendemos a la resolución final de los dos conflictos, solo podremos concluir que ni siquiera aplicando tales principios la supervivencia está garantizada.
Esa labor subliminal es otro de los puntos fuertes de esta producción británica que, al contrario que en el último cine del ya citado Ken Loach, es capaz de retratar, partiendo de los conflictos que afectan a sus personajes, problemas de orden socioeconómico sin necesidad de cargar las tintas sobre ellos, simplemente reflejándolos. Solo observando las viviendas, el tipo de trabajo que desempeñan los personajes, en qué emplean su tiempo de ocio (recuerden aquel tópico: ¿qué nombre recibe un irlandés abstemio? Cadáver), cuales son, en definitiva, sus modos de vida, uno se puede hacer una idea de la situación de aquella región y de la necesidad de abordar políticas que la reviertan. En resumen: The Virtues, además de las dolorosas, hirientes y magníficas actuaciones de Stephen Graham y Niamh Algar tiene otros alicientes que la convierten en una obra que merece ser vista.