Otis Milburn (Asa Butterfield) ha circundado su pene con un cordón sanitario. Tiene 16 años. Es inteligente y está lejos de ser un mojigato. Pero tiene un problema con su mini-yo. Le tiene tanto miedo que hasta le niega el saludo, aunque esté a media asta, y este responde a tamaño desprecio escupiéndole por las noches, cuando duerme. Otis cree que sus retrasos pueden venir causados por la conducta de su madre, Jean (Gillian Anderson), una terapeuta sexual que parece haberse propuesto el reto de igualar la estadística entre número de pacientes y polvos semanales. A su promiscuidad, hay que sumarle un inusitado interés profesional en los contratiempos que experimenta su hijo que, quién sabe, podrían dar lugar a un nuevo libro.
Otis habla de su bloqueo genital con Eric Effoing (Ncuti Gatwa), su mejor amigo y compañero de instituto. Eric es negro y homosexual y al inocultable brillo de su piel le superpone ropas vistosas, raya azul para los ojos y, sí le viene en gana, pendientes a juego. De todos modos, sus consejos sirven de poco a un Otis que no termina de descubrir porque la relación con su ‘hermano pequeño’ parece un remake de Kramer contra Kramer. Porque una cosa es la cuestión práctica y otra la teórica. No hay ausencia de deseo en Otis. De hecho, cuando ve a Maeve (Emma Mackey) sus pantalones empiezan a apretarle, como si un volcán entrara en erupción y tuviera un sismógrafo entre las piernas.
Maeve se sitúa en el linde de la normalidad. Su pelo teñido de rosa, su aspecto punk y su porte duro la apartan de la esfera de la gente cool, pero aún así no forma parte de pleno derecho del estamento en el que se incluyen gays, nerds, gordos y demás carne de cañón. A pesar de su corta edad, vive en una caravana, tiene un padre anónimo y una madre drogadicta. Su hermano se debate entre imitar al padre o seguir la estela de su madre. Al menos la Nochebuena es tranquila. Solo que, en esas condiciones, Maeve necesita ingresos, así que cuando descubre que Otis, no se sabe si por instinto o por conocimientos heredados (o por las dos cosas), es capaz de resolver las dificultades sexuales por las que atraviesa una de sus compañeras de instituto, no duda en montar un consultorio junto a él. Ella se encarga de las relaciones públicas y el de la terapia, y así se saca un dinero que le hace falta para subsistir.
A partir de ese planteamiento, y con esos tres personajes como pilares que sustentan una narración de corte coral, Sex Education se nos presenta como el antídoto de la superficialidad propia de las series sobre adolescentes, la kryptonita de Élite e incluso de Riverdale. Es el reverso luminoso de la comedia teen ya desde un casting que entiende que la única manera de abordar el peliagudo concepto de normalidad pasa por la pluralidad: esmirriados, tipos mazados, gordos que necesitarían sostén, un nadador esculpido en ébano, adolescentes hermosas de mirada huidiza, freaks de la sci-fi que parecen sacadas de una peli de la Troma, una pija con dientes de excavadora…
Esta selección integradora no es más que la punta del iceberg. La serie creada por Laurie Nunn desmonta todos los tópicos de la que podríamos denominar high-school fiction empezando por el reparto y siguiendo por la construcción dramática que da la vuelta a todos y cada uno de los clichés codificados por la televisión, el cine y los libros a lo largo de décadas. Es muy interesante, por ejemplo, la relación que se establece entre Otis y Eric. Dos adolescentes, uno heterosexual y el otro gay, que lo comparten absolutamente todo, hasta disfrazarse de reinonas para ir a ver Hedwig and the Angry Inch (John Cameron Mitchell, 2001). La ausencia de justificaciones, el estatuto de normalidad que la serie da a esa amistad para muchos, por desgracia, heterodoxa (y más a esas edades) y el hecho de que ello no implique obviar los problemas a los que, por su condición sexual, se enfrenta a Eric, suponen una conquista no poco importante. Una amiga de pelo multicolor, de profesión buscadora de unicornios (y montadora y productora y…), me llamó la atención sobre la naturalidad que desprendía una serie que jamás juzga a sus personajes y que es consciente de las contradicciones que los dominan (la misma naturalidad con la que se habla de sexo, vaya).
Pensemos, por ejemplo, en Jackson (Kedar Williams-Stirling). Es el típico héroe del instituto. Si estuviéramos en Estados Unidos sería el quarterback titular del equipo de fútbol americano; en Inglaterra se conforma con ser el nadador estrella de la escuela (Atención pregunta: ¿Cuántas veces aparece la natación representada en la ficción? Otro guiño a lo minoritario). Jackson es un negrazo de los que quita el hipo: alto, bien parecido, con unos abdominales en los que se puede lavar la ropa de cama de un hotel de 500 habitaciones y que, para colmo, cae bien y sabe cantar. Sin embargo, detrás de tan primorosa fachada se esconde un joven frustrado, víctima de la ansiedad que le provoca no alcanzar el listón que le impone una de sus dos madres. Alguien que está haciendo algo que no quiere hacer.
En el fondo, uno de los grandes temas de Sex Education es la represión. Mientras en las sesiones de terapia improvisada, Otis intenta que sus pacientes superen los miedos que les atenazan y pasen al siguiente nivel, la mayoría de los personajes de la serie necesitan, a su vez, romper con ciertos esquemas para seguir avanzando. Jackson está reprimido por una madre exigente que ni siquiera tiene en cuenta su opinión y lo mismo le sucede a Otis con Jane (esa línea de diálogo entre ambos que dice tal que así: “-Pero hijo, eres parte de mí; -No lo soy” y que apunta a la necesidad de independencia). En ese sentido, es paradigmática la figura de Adam Groff (Connor Swindells), el hijo del director del centro que no hace sino reproducir los comportamientos autoritarios que ha observado en su padre (un padre cuya idea de autoridad va asociada al estamento militar). Un bully de manual que acosa siempre a los más débiles y que sacará a relucir su verdadera identidad cuando, metafóricamente, mate a su padre; esto es, cuando se rebele contra él públicamente. Un personaje secundario cuya evolución dramática da la medida de una serie en la que todo el mundo termina cambiando (Otis empieza con pánico a masturbarse y termina, en fin, digamos que se viene arriba).
También podemos hablar de represión en el caso de Eric, pero de una represión de índole asistencial más que coercitiva. Su padre, que solo tiene un hijo varón en un entorno familiar repleto de mujeres, tiene asumida y aceptada su identidad, solo que ese apoyo parece circunscribirse al hogar. De puertas para fuera tiene miedo. Y tiene un miedo justificado como la propia serie se encarga de mostrar. “No te vistas así, no seas escandaloso, ten cuidado, no llames la atención”. Más o menos ese es el mensaje de un progenitor que no sabe que, a pesar de sufrir acoso en el instituto, Eric es capaz de soltar frases como “la homofobia pasó de moda en 2008”. En virtud de la impetuosa cruzada por la autoafirmación que emprende Eric, el temor lógico del padre, poco a poco, se irá desvaneciendo y llegará a un nuevo grado de compresión que va más allá de la aceptación (quizá podamos llamarlo respeto, quizá incluso admiración).
Aunque a veces abuse de su construcción pop -no tanto por el uso del color como por la saturación de temas (¿temazos?) musicales que, ciertamente, contribuyen a marcar el ritmo pero que, en determinados momentos, suenan a recurso facilón- la teleficción de Netflix reflexiona, desde el humor, sobre ese caprichoso concepto de normalidad al que aludíamos en líneas anteriores. Y se van tocando temas como la crisis de la masculinidad o la importancia de la herencia genética en nuestra construcción como personas (toda la historia de Maeve), por no hablar de cuestiones estrictamente feministas que van desde esa defensa genital en plan Espartaco del capítulo quinto hasta la resignificación del lenguaje con el uso de la palabra ‘bitch’ en positivo (en plan Olivia Colman en la gala de los Globos de Oro). También resulta curiosa su lectura de las relaciones románticas, en las que el azar y la empatía tienen un papel más importante que la pura atracción física.
A su modo, sin engolar la voz, también se habla sobre las urgencias sexuales propias de la adolescencia, los desajustes del termómetro hormonal, la mitificación del sexo y su sublimación a través de la ficción o lo complicado que resulta para alguien como Otis mostrar la misma seguridad en las relaciones personales que cuando diserta sobre el vaginismo. Tengo un amigo -sí, otro- que escribe en El Progreso de Lugo que dice que a esas edades creemos que todo lo que nos sucede, desde las rupturas a los desengaños pasando por el fracaso escolar, es trágico cuando, en realidad, lo que es, es patético. Pero eso solo lo sabremos cuando pase una década si, con suerte, hemos madurado algo, cosa que nunca está garantizada puesto que la madurez no debe deducirse de la edad (no hay tanta diferencia entre una asamblea entre alumnos de cuarto de la ESO y los últimos debates en el Congreso). Sea como fuere, en ese periodo en el que nuestra relación con nuestro cuerpo y, por lo tanto, con el mundo, cambia, buscamos encajar desesperadamente, forjar un sentimiento de comunidad, una asociación por minúscula que sea, una señal compartida que nos indique que no estamos solos. Por eso las composiciones visuales más interesantes de Sex Education son esos planos generales que dejan a un personaje solo en mitad del paisaje, reflejo de lo que siente Eric, varado frente a un muro con su bicicleta, cuando ve partir a su inesperado amante; de lo que siente Maeve cuando ve que llega tarde a dar ese paso que tenía que haber dado días, semanas, antes (y después de la decepción la vemos adentrarse, sola, en el bosque), o de lo que siente Jackson, abandonado en todos los sentidos posibles, tirado en mitad de un prado, con una torre de alta tensión señalando al cielo como un dedo que acusa al destino de tanto infortunio. Si la cosa iba de pedagogía, con Sex Education se aprende mucho (mientras se disfruta).