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“Me cago en España” espeta la actriz Edurne Bengoetxea (Verónica Echegui) en el arranque de la segunda temporada de Paquita Salas, recuperando la polémica que rodeó el estreno de El guardián invisible (Fernando González Molina, 2017) a propósito de unas viejas declaraciones sacadas de contexto de Miren Gaztañaga. En la nueva España surgida después de la muerte de Franco se caga, también y a su manera, el comisario Hermenegildo Landa (Karra Elejalde), personaje clave en El día de mañana, la última producción estrenada por Movistar +. Dos ficciones que, desde muy diferentes ópticas, observan dos realidades –el showbiz audiovisual y el tardofranquismo en Barcelona– en las que, y créanme que lo siento, muchas veces no queda más que ciscarse.
A una pregunta de Isabel San Sebastián, los representantes patrios en Eurovisión, Amaia y Alfred, respondieron que “no existe solo una manera de querer a un país”. Los cantantes, surgidos de la última edición de Operación Triunfo, son, por definición, dos iconos de la cultura popular contemporánea, el suelo en el que hunde sus cimientos la segunda entrega de Paquita Salas y desde el que construye su muy particular revisión del negocio de la interpretación. La llegada a Netflix y la incorporación como productor de Enrique López Lavigne no ha comportado un reblandecimiento crítico de la teleserie que arrancó en Flooxer. Javier Calvo y Javier Ambrossi, lejos de caer en la trivialización discursiva, elaboran un artefacto que mezcla con extraña naturalidad orgullo profesional, reflexión sobre el medio y nostalgia disruptiva.
El primer episodio, que modifica astutamente el ‘incidente Gaztañaga’ constituye un alegato a favor de la libertad de expresión en tiempos de la ley mordaza (no olvidemos que la actriz principal, Marta Etura firmó, junto con González Molina, Dolores Redondo y las productoras/distribuidoras un comunicado desmarcándose de su compañera de reparto). Pero más allá de esa valiente pulla (y hay muchas más), en el capítulo se valora como riqueza interpretativa la diferencia oral (ese acentazo vasco), se señala la precariedad laboral del sector o la tiranía que pueden llegar a imponer los directores de casting.
Sin embargo, esa mirada crítica hacia el bisnes no oculta una ferviente defensa de la profesión actoral, y lo hace desde la reivindicación de figuras alejadas de los estándares de excelencia, rescatando de la trastienda de los noventa a actrices y actores de series de indudable éxito como Compañeros, A las once en casa o concursos como Un, dos tres, cuya progresión quedó truncada por muchas y muy diferentes eventualidades. Aquí las alfombras rojas se ven de lejos, las suites no están invadidas por centros florales y en los cócteles no se sirve Cristal. Paquita Salas cambia el glamour por los torreznos, las camas compartidas y los actores metidos a taxistas. Y lo hace apelando a la dignidad de un oficio que va mucho más allá de las portadas (y que la mayoría de las veces es ingrato). En definitiva, lo que nos regalan Javier Calvo y Javier Ambrossi no es una foto de Sara Montiel durante el rodaje de Veracruz (Robert Aldrich, 1954), sino un vídeo de la de Campo de Criptana en una gala de Noche de Fiesta, lo que, en el fondo, no deja de ser una reflexión sobre el paso del tiempo y sobre la necesidad de seguir ganándose el pan cuando la flor del éxito se parece al retrato de un cactus.
Aunque el ‘Fumando espero’ no desentonaría en la playlist de Paquita Salas, es, mediante el uso expresivo de las canciones cuando la serie alcanza sus mejores momentos. Del ‘No controles’ de Olé Olé aplicado a libertad de decir lo que uno le da la santa gana, al ‘Punto de partida’ de Rocío Jurado con el que se cierra la serie y que vaticina un reinicio en la vida personal y profesional de Paquita (y de Magüi). Esas referencias a la música popular –ahí está también el ‘My way’ versionado por Julio Iglesias y Paul Anka– no son más que un epígrafe dentro del gran volumen de citas que contiene la serie. La mayoría vienen servidas en forma de cameo (Ana Obregón, Antonio Resines, Paz Vega, Eva Santolaria, Pepo Oliva, Virginia Rodríguez, Beatriz Luengo o Miriam Díaz-Aroca) y remiten, como señalábamos, a la década de los noventa, retrotrayéndonos a los momentos álgidos de la carrera profesional de Paquita, tal y como nos recuerda el capítulo que cierra la serie.
'Punto de partida' (2.05) es, en ese sentido, el único ejercicio de estilo que se permiten sus creadores. La estructura, a partir de flashbacks que nos sitúan en 1994, modifica la forma: se le da play a un walkman, suena el ‘Back for good’ de Take That, cambia el formato de la pantalla, la imagen pierde la nitidez digital para adquirir textura videográfica y la sintonía ya no la canta Rosalía sino un icono noventero como Sergio Dalma. Sin embargo, ese retorno al pasado, conjugado con un presente desalentador, sirve para trazar una línea que une esos dos puntos y contornea un panorama que apenas ha cambiado en un cuarto de siglo.
El juego de espejos propuesto por la serie conduce de Sandra Escacena, la Verónica de Paco Plaza, a Paz Vega y Eva Santolaria (por no hablar de la cita a Silke). De Laia Artigas (Estiu 1993) a Lidia San José. De Ava Salazar a Pilar López de Ayala. Una sucesión de reflejos que no queda reducida a los actores, sino que se hace extensiva al resto de estamentos que componen el mundillo cinematográfico y que culmina con la aparición de Terelu Campos como Bárbara Valiente, propietaria del showroom BFashion, en un guiño metalingüístico sin par en el que se mezclan parecidos físicos (la Paquita Salas de Brays Efe parece una pariente cercana del clan Campos), retruécanos argumentales (se hace aquí un recorrido por la evolución de la figura del representante: de los reales María José Poblador y Piti Alonso a los ficticios Salas, Fernando Canelón -Secun de la Rosa- o la citada Bárbara Valiente) y un cliffhanger épico (¿de verdad van a querer/poder seguir con esta línea?). Todo ello conducido por un Brays Efe superdotado para desarrollar un papel que borda, pero también para sacar a bailar a Ana Obregón y conseguir que el episodio segundo, que él mismo escribe, no trastabille (del todo).
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Al igual que sucedía con una de las comedias más críticas con la España actual, Selfie (Víctor García-León, 2017), Paquita Salas se sirve de la estética del falso documental –cámara en permanente movimiento, zooms y rectificados– y formatea todas sus imágenes a partir de esos códigos. Es esta una opción tan efectiva como formularia, que, en ningún momento, queda justificada: seguimos sin saber quién ni porqué está haciéndole un ‘repor’ a la propietaria de PS Management. No es la única entrada en la columna del deber de la producción de Netflix: la brevedad de la temporada y de los episodios (5 para un total de 130 minutos) impide que determinados arcos narrativos se desarrollen con profundidad, por más que el talento de actrices como Belén Cuesta y Ana Castillo consigan salvar los papeles de Magüi y Belén de Lucas, dos personajes sin apenas recorrido durante una temporada en la que, sin embargo, Lidia San José coge vuelo. Creo que ese gusto torrentiano por los cameos lastra el desarrollo de una idea de conjunto o, como mínimo, de las subtramas, puesto que la línea argumental principal –la caída de Paquita– tiene una mínima consistencia. Ahí hay un desequilibrio evidente que ni siquiera la buena dirección de actores consigue ocultar.
Recapitulemos. Javier Calvo y Javier Ambrossi fueron profesores de interpretación en la última edición de OT. De allí surgieron aquellos dos mozalbetes que abogaron por el poliamor nacional. Es este tipo de amor lleno de aristas que no se define de manera disyuntiva el que lleva a Edurne Bengoetxea a cagarse en su país –y en su ama, aunque la quiera con toda su alma– simplemente por el hecho de que hacerlo comporta un crisis de estado. Y en el fondo, lo que Ambrossi y Calvo hacen, en un ejercicio de funambulismo escatológico, es cagarse un poco en su mundo sin dejar de sentir amor por él. Entiendo que Paquita Salas pueda resultar paradójica porque es una suerte de sátira amantísima (hasta el punto de que genera dudas en quien esto firma). Lo que sí sé es que no es sencillo sacar pecho de tu trabajo y, al mismo tiempo, airear todas sus miserias implicando en la operación a los propios profesionales: el juego al que se presta Sandra Cervera y todo lo que rodea a la creación de El secreto de Puente Viejo son la muestra perfecta de ello.
Historia e ideología
La secuencia más potente de El día de mañana, la miniserie dirigida por Mariano Barroso basada en la novela de Ignacio Martínez de Pisón, consiste en el montaje paralelo de un suicidio y la toma de posesión como sucesor de Franco por parte de Juan Carlos I. Que una metáfora visual tan punk como cualquiera de los ejercicios revisionistas de Kikol Grau aparezca en una producción de estas características debería ya ponernos en alerta. En primer lugar, porque recurre a unas imágenes apenas mostradas que vienen a decirnos que seguimos representados por el sucesor que designó el dictador; y, después, porque a través del montaje se muestra, primero, a diferentes personas en un bar viendo la ceremonia del traspaso de poderes, para, justo en el momento en el que el monarca jura lealtad al jefe del estado y a las leyes del movimiento, ofrecer el documento en bruto, la pura imagen del escarnio. Acto seguido, la muerte. La perpetuación de una España negra como el ala de un águila.
Lo más interesante de la adaptación escrita por Barroso y Alejandro Hernández no está, sin embargo, vinculado a lo estrictamente visual sino a la lectura desmitificadora de los albores de una Transición cuyas rémoras, como bien demuestra la próxima exhumación del Valle de los Caídos, siguen vigentes. A lo largo de sus seis episodios viajamos desde 1966 hasta 1977 al lado de Justo Gil (Oriol Pla), un emigrante aragonés que se desplaza a Barcelona buscando una cura para su madre inválida y que resultará ser un “paleto, trepa, cabrón” (una clarísima evolución del arquetipo del pícaro). Las mayores virtudes de la nueva producción de Movistar + están en su guion. Hernández y Barroso son capaces, principalmente mediante el uso de la elipsis, de ligar el proceso de cambio histórico que se produce en ese lapso temporal que engloba desde los últimos años del franquismo hasta la legalización del Partido Comunista, con la evolución que padecen sus protagonistas. Justo Gil está más cerca del Pijoaparte de Marsé que del Ripley de Patricia Highsmith (le falta más maldad) aunque las comparaciones son del todo lógicas. Estamos frente a un arribista de manual, capaz de cambiar de bando en función de sus intereses, de esconder sus orígenes y sus intenciones bajo una montaña de mentiras, de huir hacia delante hasta agotar el último horizonte (la simiente de la corrupción actual).
La construcción de los arcos dramáticos de los tres protagonistas principales, sumada a los injertos históricos en el seno de la trama (qué bien funciona la dupla history/story cuando se sabe mezclar), la dota de una solidez alcanzada desde la escritura y desde las interpretaciones (y, claro está, desde la dirección de actores). A un Oriol Pla inmenso, hay que sumarle a la siempre brillante Aura Garrido como Carme Román –de empleada obediente a dama del teatro independiente– y a Jesús Cabezas, cambiando (¡por fin!) de registro y metiéndose en la piel del agente de la Brigada Político Social, Mateo Moreno (de policía torturador a militante del PSOE… ¿Han oído boom?). Y luego está Karra Elejalde, que borda al comisario Hermenegildo Landa, inequívoca mezcla de los inspectores Contreras y Lifante creados por Manuel Vázquez Montalbán para la serie de novelas protagonizadas por Pepe Carvalho. Fascista convencido, trata de guardar el yugo y las flechas mientras nada en las aguas de la protodemocracia (como Contreras). Amante de Mozart, de Tintoretto o de Henry Miller (en la línea del semiólogo Lifante), su inteligencia le permite hallar coartadas culturales que justifiquen sus abominables actos. Una composición magistral.
Al libreto le sobran, sin embargo, las entrevistas de los personajes a cámara, todas ellas destinadas a descifrar la indescifrable personalidad de Justo Gil. El recurso, que se torna monótono hasta provocar tartamudeos dramáticos redunda en explicaciones innecesarias, puesto que el magnetismo de Gil se desprende de su carácter ignoto: nada aportan esas confesiones que no se observe a lo largo de la trama.
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Sea como fuere, la visión de aquel periodo de la Historia reciente de nuestro país está lejos de ser idílica: la transición de los afectos al régimen que fue desde la tortura estatal hasta a la creación de organizaciones parapoliciales del corte de Los guerrilleros de Cristo Rey vinculadas a grupos como Fuerza Nueva o a la CEDADE; las contradicciones a las que se enfrentaba un legalizado Partido Comunista en el que muchos de sus militantes entendían que alcanzar la democracia equivalía a jugar con la baraja del capitalismo; la construcción de un perdón nacional basado en el olvido (ese mirar para adelante) y no en la verdad, justicia y reparación,… A raíz de estas consideraciones hay dos imágenes que cobran fuerza leídas en función del contexto: la del intelectual, el director teatral Emili (Pere Ponce) desprovisto de sus funciones cerebrales (lo que hizo el franquismo con todos los librepensadores, bien eliminándolos, bien forzándolos al exilio) y la de la casa que Justo quiere y no puede arreglar, metáfora de una restauración (nacional) imposible. Digamos que Barroso hace una foto en la que todos salen mal: desde la iglesia hasta la policía.
Esa carga de profundidad no se ve refrendada por una imaginería rompedora, como uno pudiera pensar después del análisis de la secuencia que abría este apartado. Hay quien, acertadamente, ha establecido un vínculo entre El día de mañana y las series producidas por Televisión Española en los años 80, el problema es que esa relación no solo se establece a niveles de ambición temática, sino también a niveles estéticos… y han pasado casi 40 años. Barroso asume los códigos del medio sin preocuparse por buscar hallazgos visuales que rompan con una homogeneidad fatigante. El encadenado de planos y contraplanos, filmados con ligeros travellings de acercamiento o movimientos laterales para evitar ese tono monocorde que, no obstante, termina imponiéndose; las mismas opciones fotográficas a cargo de Marc Gómez para iluminar casi todos los ambientes, el machacón uso de la música de Vicente Ortiz… En una propuesta marcada por los vaivenes ideológicos –ese retrato de la burguesía catalana visto por alguien que procede de un estrato inferior– se echan de menos rupturas o fugas estéticas que estén en consonancia con un panorama y unos personajes tan convulsos. De hecho, ese tipo de choques solo se producen cuando los cachorros de la gauche divine aparecen en escena o en las escenas subterráneas (una potencia que, por ejemplo, nada tiene que ver con las desdibujadas y pobretonas secuencias rodadas en el monasterio).
Su puesta en escena ilustrativa no esconde las bondades de un guion redondo y sólido como una bola de demolición que arrasa con pasados sobre los que demasiada gente está empeñada en no escarbar. Y eso también es, de otra manera, cagarse en una determinada visión del país. En una visión, como diría Vázquez Montalbán en ‘La muchacha que pudo ser Emmanuelle’, desideologizada y deshistorificada:
CARVALHO: -Usted parece no tener ideología y no formar parte de la Historia.
LIFANTE: -En efecto (…), Contreras, mi jefe entonces, estaba ideologizado, había hecho la guerra, la había ganado, había pertenecido a la Brigada Político Social, en parte porque bajo el franquismo era obligatorio pasar por esa prueba si querías hacer carrera en el Cuerpo General. Por eso no funcionaba bien la química entre usted y Contreras.
Frente a esa Santa e Inmaculada Transición, bienvenidas sean las ficciones historificadas e ideologizadas (el tiro en la cabeza se lo lleva quien se lo lleva) en permanente batalla contra una desmemoria siempre interesada.
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Y para terminar, una de esas conexiones locas elaboradas por un cerebro con el que, sorprendentemente, me llevo demasiado bien.
Brays Efe figura, junto con el historiador y coordinador del programa Historia de nuestro cine, Luis E. Pares y el cineasta Luís López Carrasco, como firmante del guion de El futuro (Luís López Carrasco, 2013) la que probablemente sea la película contemporánea más radical y más lúcida filmada sobre la Transición (o sobre sus últimos coletazos, puesto que está ambientada en 1982). Resulta curioso que aquel título marcado por su estética áspera, su estudiado soundtrack y por los fragmentos de conversaciones recogidos en una fiesta casera, rastreara el origen del descontento actual en un momento de aparente felicidad colectiva. Allí, López Carrasco empleaba el 16 milímetros para reproducir la textura de una home movie de la época; una estrategia parecida a la que ha utilizado en su último cortometraje, el magnífico Aliens (2017) en el que Tesa Arranz le quita el brillo a esa otra Arcadia histórica llamada Movida. Si El día de mañana desmonta, desde el clasicismo visual, el periodo inmediatamente anterior al que se observa en El futuro; el último episodio de la segunda entrega de Paquita Salas maneja los registros formales muy similares –aunque menos rupturistas– a los de Aliens para mirar a una década de los 90 que no es menos cutre que el presente reflejado por la serie. Los polvos y los lodos. Y es que, a veces, cagarse en España es justo y necesario.