De la maldad y la bondad: una reflexión sobre los enemigos de la decencia
La envidia, como digno vástago de la vileza del ser humano, se recrea en minar el camino de los buenos y virtuosos.
La condición humana es lo que somos y si no sabemos lo que somos no somos nada. La bondad produce una serie ingente de beneficios al ser humano: la paz, la estética, la amistad, la justicia, la ética, la salud, la bonhomía, la simpatía, el bien, el talento bien aprovechado, la satisfacción por las cosas bien hechas, la honradez, la honestidad, la complicidad, la admiración.
Es decir, el contrario de las que provoca la maldad todos los días: la guerra, la fealdad, la animadversión, la falta total de ética, la antipatía, la enfermedad, la mediocridad creciente, la banalidad del mal, la ignorancia, el fracaso y la frustración por las cosas mal hechas, la deshonra, la deshonestidad (robos, asesinatos y violaciones de todo tipo), la envidia.
Estos dos contrarios, entonces nacen de dos opuestos: la admiración de la bondad y la envidia de la maldad. Mil veces se han aplicado estos dos "modos de ser y actuar" en la vida al extenso mundo de la creación en general: a las bellas artes, desde la literatura a la arquitectura, desde la música a las artes plásticas, desde la decoración más doméstica a las grandes y hermosas artes de la ingeniería; de la maldad saldrá entonces la envidia por las cosas que produce la bondad.
En la literatura, por los siglos de los siglos hubo y hay escritores admirados (y admirables, es decir, envidiables) a los que los escritores envidiosos y otras raleas sin talento alguno, que siempre fueron mayoría pero hoy son creciente legión, acucian con frecuentes improperios, ninguneos de desprestigios, desafecciones y embustes capaces de llevar al escritor al ostracismo (voluntario, por cansancio, o contrarios a su voluntad, por la propia banalidad del mal que practican sin cesar los escritores envidiosos), a la más grave de las enfermedades (la locura y el olvido propios) y hasta la muerte por suicidio.
Para el mal escritor, tan abundante, el gran escritor o el escritor bueno son el peor enemigo, el infiel al que hay que derrotar a la primera sangre (pero a ser posible sin dar la cara) y llevarlo a la tumba para siempre, lejos del panteón del Olimpo y del recuerdo de las generaciones siguientes. Hay ejemplos en la historia de escritores grandes asesinados por las envidias y los ostracismos que crean las élites y poderes baratos siempre envidiosos.
Cito dos de épocas aparentemente gloriosas: Séneca, el filósofo, y Mariano José de Larra. Cicuta y suicidio. ¿Quiénes son los responsables de estos crímenes? Normalmente los envidiosos y su banalidad del mal, que cultivan como si fuera una de las Bellas Artes. En la literatura hay cientos de ejemplos de este vicio sinfónico de la envidia.
¿Y en la música? Mozart era un músico de una escala excepcional, estaba de parte de la luz, del talento y del bien. La envidia, sin embargo, siempre de parte del mal, inventó y se inyectó en el ser de un buen músico y compositor, Antonio Salieri, que terminó en el lado del mal y de la oscuridad por la envidia enfermiza y demencial que sintió por el genio bondadoso y creativo de Mozart.
¿Y en la plástica, en la pintura, en la escultura, en el diseño artístico? La envidia corre por las calles de todo el barrio universal de la plástica como un interminable reguero de sangre después de una masacre de miles de muertos. Vincent van Gogh, gran genio pintor, en su locura perniciosa y con un cuchillo en la mano se acercó una noche a la cama de Paul Gauguin, su amigo hasta ese momento, que dormía plácido en los brazos de "Amor Feo", como decía el barbero que me acicaló y cortó el pelo durante mi larga e irresponsable adolescencia.
Y algunos de mis improbables lectores (préstamo que tomo de Manuel Rodríguez Rivero) se estarán preguntando a qué viene toda esta empecinada reflexión por mi parte. Amigos y amigas: reflexionen ustedes al leerme, si les vale la pena, piensen en su entorno a ver si no tengo razón o si mi razón no vale la pena.
¡Aquel que se mueva entre la admiración bondadosa y la repugnante envidia y se queda a medio camino, en el dolce far niente sobre estos asuntos aparentemente sin importancia verá, a poco que salga a la calle, cómo está el mundo gracias a los millones de seres humanos que por prudencia, desidia o más la voluntad no se integran en los ya menguados ejércitos de la decencia, según acuñación antigua y moderna, clásica en fin, de Emilio Lledó, mi profesor de la disciplina de Filosofía en los primeros años universitarios.
Esta es mi reflexión de hoy, pensando en lo que nos regalan, no sé ya con que intención, los canales de todas las televisiones, las emisoras de radio y los medios escritos (dejo fuera las redes sociales, creciente y envidiosa banalidad del mal y de la envidia). ¡Y pensar que nacieron para decirnos la verdad, para ser el contrapeso de la maldad y de la mentiras, para hacer crecer la luz, más luz, frente a la bestia salvaje e insaciable de la oscuridad!