D. H. Lawrence, la literatura como venganza
La tuberculosis y la envidia llevaron al autor británico a escribir 'El amante de Lady Chatterley' para ajustar cuentas con su mujer y su amante.
Hay quienes piensan -yo mismo, a veces- que la literatura nace de la venganza; que desde lo más oscuro del resentimiento del novelista brota una energía vengativa que todo lo puede. Cervantes escribió El Quijote para ridiculizar la novela de caballerías y, a cambio, consiguió escribir la mejor de todas las escritas hasta hoy.
En el caso de Moby Dick es la venganza misma la que mueve todo el gran relato, de modo que, al mismo tiempo, es la venganza la gran protagonista de la tragedia de Ahab y los suyos. En la tragedia clásica griega, si no todas las obras, la mayoría procede de ese fondo negro del corazón del ser humano que genera y provoca la venganza.
El caso de David Herbert Lawrence, D. H. Lawrence, y su novela El amante de Lady Chatterley es uno de los más pertinentemente claros. Ya conocemos la historia de Lady Chatterley y sus pasiones. Conocemos a Constanza, la protagonista, y a Mellors, el bello y culto guardabosques con quien tiene amores secretos y prohibidos.
En la novela, el amante jardinero es un compendio de cosas buenas, de excelencias difíciles de encontrar en un hombre de su profesión: ahí está el amante que muchas mujeres quisieran para ellas, sobre todo en el caso de Constanza, con un marido hemipléjico, incapaz de valerse por sí mismo.
En la realidad, el amante de Frieda von Richthofen, la mujer de Lawrence, es un cochero, feísimo, andrajoso y maleducado que viene a buscarla todos los días a la casa-cueva en la que viven el novelista y su mujer. Viene a buscarla supuestamente para llevarla de compras al pueblo cercano, Taormina, en Sicilia, pero en realidad y en la realidad viene para llevársela y a escondidas, cumplir con el ritual de la pasión erótica mejor incluso que en la novela.
Lawrence padece tuberculosis y su envidia le lleva a escribir la novela para vengarse de los amantes. Ahí está la condición humana, el rencor sin medida que crece como una semilla oculta y estalla como un volcán que todo lo destruye.
La venganza de Lawrence, la del novelista, se nutre de la memoria y del propio conocimiento de las cosas y logra escribir una gran novela modernista, al margen de los secretos de la realidad, y al mismo tiempo describir su propio caso personal y el de su mujer y el cochero. La novela se publicó con gran escándalo en Florencia, en 1928, pero el revuelo en Inglaterra la convirtió en una fechoría, vetada hasta 1960.
D. H. Lawrence escribió Lady Chatterley en Sicilia, mientras se ahogaba con la tuberculosos y vivía en una cueva adaptada como vivienda en una pequeña localidad muy cerca de Taormina. Años más tarde habitaría en esa misma casa el escritor norteamericano Truman Capote, durante la temporada que vivió en la localidad italiana.
Hace años, durante mi corta estancia en esa isla llena de misterios y tesoros, subí a Taormina a ver esa casa-cueva que es historia de la literatura universal, pero estaba cerrada a cal y canto como si se hallara a la espera del tercer escritor que la viviera.
Justicia poética, casualidad literaria o sincronicidad jungiana, lo más importante y lo mejor de esta historia es la concomitancia secreta entre la vida y el sufrimiento del escritor y la historia de la novela en la que, conocida la realidad, se ve que la venganza fluye como la sangre cuando se cortan las venas.
Pero es que, además, Lady Chatterley es un novelón con escasos errores y con mil maravillas por descubrir, desde la más estricta sexualidad a la más sutil descripción de las relaciones humanas entre los tres protagonistas, una terna o un trío que Lawrence saca de la lucha de clases, un aristócrata, su bella mujer y el amante jardinero de su esposa. De este modo, se sirve la venganza: en plato frío, con tiempos para disfrutarlo y a disposición del consumidor, capaz de desvelar todos los secretos del relato.
El caso de Lawrence y su venganza literaria es uno más de los que nos muestran que la escritura literaria es una forma fina de venganza por los siglos de los siglos. Eso ha sido siempre uno de los caminos más firmes de la escritura literaria occidental.
La venganza es un acero de primera dimensión en el relato y, el hecho de que oculte una realidad que tiene mucho que ver con la vida del autor, muestra que la imaginación procede, sin más, del desacuerdo de la realidad con la mentalidad del escritor.
No es una excepción sino una costumbre el que la venganza ocupe un sitial importante en los componentes humanos del relato, de la novela, del cuento: son un espejo el uno del otro. Espejos al fin, como la historia de Lady Chatterley y Mellors, la misma historia del cochero de Taormina y la mujer del escritor enfermo de tuberculosis.