En los años en los que el poeta Heberto Padilla comenzó en La Habana su calvario final, ya se había convertido en el Yevgueni Yevtushenko de la literatura cubana. Era el contacto de esa literatura con el mundo entero. Hablaba ruso, inglés y francés y era un muy considerado poeta en el mundo entero. Pero jugó un papel de ángel caído en una Revolución totalitaria, la castrista, que no permitía ni una sola crítica por parte de ninguno de sus ciudadanos-súbditos. Mucho menos de un rapsoda rebelde como era Padilla: exuberante, expresivo hasta el histrionismo, brillantísimo en la expresión verbal, crítico con todos y con todo, poeta al fin y al cabo.
Todo empezó con un premio y sus envidias: Fuera del juego le brindó su camino al fuego, pero antes las envidias y los líos de mujeres lo llevaron poco a poco al abismo, donde se columpió durante una temporada que acabó en lo peor: su detención policial y su inmolación en la confesión pública en la que se culpó de traición y culpó a muchos de sus amigos más cercanos, poetas como Pablo Armando Fernández, Norberto Fuentes o el gran Lezama Lima, el inmenso poeta que se daba festines caribeños con las palabras.
Le habíamos publicado en el año 1970 Por el momento, en Inventarios Provisionales, en Las Palmas de Gran Canaria, mientras yo caminaba hacia mi Consejo de Guerra y mi propia condena por publicar un libro de José Ángel Valente, Número trece. De modo quien había leído con amplitud a Padilla sin saber nada de su gólgota cubano, que ya había empezado.
[Celebración del poeta Heberto Padilla]
Luego, cuando salió de La Habana para siempre, lo conocí y fuimos amigos y cómplices en decenas de locuras de las que no me arrepiento. Entonces, le contraté y publiqué en Barcelona, en la editorial Argos Vergara, la novela En mi jardín pastan los héroes y las memorias La mala memoria. Dos fiascos editoriales de los que tampoco me arrepiento.
Ahora anda corriendo por las redes sociales un documental de más de dos horas en los que Padilla, haciendo un guiño a los juicios estadistas de Moscú, se autoinculpa de pecados de sacrilegio que la Revolución de Fidel Castro, ya en la construcción del totalitarismo, no podía permitir. Padilla fue advertido varias veces de su locura verbal y del peligro que eso le traía a él y a sus amigos. No se dio por enterado.
Cuando salió de La Habana para siempre, lo conocí y fuimos amigos y cómplices en decenas de locuras de las que no me arrepiento
Incluso Lezama, hombre sabio, le había sugerido más prudencia “con estos brutos” y más discreción en su vida privada, donde además de su poesía, brillaban con luz propia el alcohol en demasía, las mujeres por doquier y esa gran elocuencia pública que se lo llevó al suplicio.
El documental muestra a un Padilla duro, sudoroso, atrabiliario, casi imitando a Fidel Castro en sus gestos brutales y autoritarios. El Caso Padilla recorrió entonces el mundo y provocó una ruptura definitiva entre el mundo intelectual de Occidente y la Revolución Cubana. En mi segundo tomo de memorias, todavía en escritura, me explayo con detalles inéditos sobre este asunto y sobre Cuba en general, mis viajes, mis novelas sobre la Isla y las gentes que conocí de primera mano.
El documental es brutal. Padilla termina de hablar dos horas completamente enchumbado de sudor, agotado, agónico, como que ha dado todo en aquella atrabiliaria obra de arte terrible y atrabiliaria de auto condena y delación de sus amigos. Sólo se opuso a su discurso Norberto Fuentes, el “enfant terrible” de la Revolución, que me acaba de enviar el documental entero, no como el que anda por ahí en las redes, el oficial para enseñarnos las miserias de la Revolución, sino las tres horas largas de confesión del poeta Padilla, una perfecta obra teatral que el mundo occidental y libre entendió a la primera.
Fuentes se levantó y, en parte, destruyó el gran teatro de aquella noche habanera negando que él fuera lo que decía Padilla, un contrarrevolucionario.
Cuando abandonó Cuba, Padilla ya no era él mismo ni el mismo. Lo sé por que fui su confidente durante años y me impregné de la psicología del poeta destruido por los demás y por sí mismo.
El Caso Padilla recorrió el mundo y provocó una ruptura definitiva entre el mundo intelectual de Occidente y la Revolución Cubana
El último día que pasó en La Habana, lo llamó Fidel Castro: que fuera al Palacio de la Revolución para despedirse. Padilla me contó muchas veces aquel encuentro en la noche, en la cumbre del poder cubano y con el Tirano Máximo reconviniéndole una y otra vez, jesuita como era, y aconsejándole que no se fuera sino que se quedara en Cuba, donde gozaría de todos los privilegios: el diablo tentando a Cristo.
Padilla no cejó. Le dijo a Castro que esa determinación no tenía marcha atrás. “¡Pues, vete, allá tú!”, le gritó Fidel Castro. Cuando el poeta trasponía y ya tenía la puerta abierta de aquel despacho para salir de aquel atolladero, Castro lo volvió a llamar a gritos: “¡Heberto!”, le dijo, “¿y te vas a perder este proceso?”. Jesuita soberbio no se daba por vencido: creía que estaba construyendo la Historia mientras destruía Cuba y no dejaba piedra sobre piedra…