Este verano acabo de ver, una vez más con asombro, dos exposiciones del pintor Manuel Millares en Las Palmas de Gran Canaria, su ciudad de nacimiento y la mía; una en el CAAM y otra en el Museo Canario, que fue una gran escuela para el salto en el aire y el cambio cuantitativo que sufrió benéficamente la obra de Millares cuando terminó por instalarse en Madrid, en la calle de Hilarión Eslava, al otro lado de donde Galdós, unas décadas antes, habitó entre nosotros.
Comenzaré por decir lo que siempre digo ante una arpillera de Millares: la obra impresiona; el carácter atrevido del artista despliega una suerte de extraño sentimiento en el espectador, hipnotizado ante un aparente catafalco aborigen o ante un sudario cubierto de colores vivos, rojo, blanco y negro, sobre todo, aunque en las últimas obras del pintor aparecen los grises y los negros más suaves que antes de enfermar de su tumor en la cabeza.
Emilio Machado me contó una vez, en una larga tenida que tuvo como tema central la pintura de Millares, que el artista le pidió de repente en su casa un papel para escribir; un papel grande, de casi un metro por un metro. Y entonces escribió Manuel línea tras línea la misma frase en distintas dimensiones: “Me duele mucho la cabeza, Me duele mucho la cabeza, Me duele mucho la cabeza, Me duele mucho la cabeza”. Me dijo Emilio Machado que la letra de Millares en aquella frase impresionaba tanto como la observación cercana de algunas de sus arpilleras, las obras de una madurez adelantada de Millares que murió muy joven debido a aquel tumor por el que le dolía mucho la cabeza.
[Manuel Millares por Francisco Umbral]
Tengo para mí que era el artista “más duro”, con más argumento artístico y con más discurso plástico de aquel grupo mítico llamado El Paso que irrumpió en España con el mismo ímpetu que el caballo de Atila sobre las tierras conquistadas: con la intención de no dejar vivo el arte figurativo que hasta entonces inundaba las dulces praderas del régimen franquista. No voy a entrar en la valoración entre Antonio Saura y Manuel Millares, ni voy a confrontar sus obras. Sólo afirmaré una vez más (confirmaré, pues) que la obra de Millares me emociona hasta el entusiasmo y puedo estar ante una arpillera colgada en cualquier museo horas y horas sin que el tiempo valga nada ante una simple ojeada de espectador.
Esta exposición doble de Las Palmas de Gran Canaria es, sin duda, un homenaje, aunque Millares y su obra no se dejan fácilmente homenajear. Hay como una hosquedad frenética en la arpillera pintada de Millares que no arranca de los “homenajeadores”, institucionales, públicos o privados, una sonrisa de aceptación. La obra de Millares se resiste a ser una obra muerta y dispuesta para el museo, aunque sea (y lo es) considerada como clásica de la pintura abstracta española de la mitad del siglo XX.
La obra de Millares se resiste a ser una obra muerta y dispuesta para el museo
Millares no cuenta. Desprecia lo que él siempre llamó, con meridiana claridad, la “técnica de la mezquindad” de la sociedad que lo vio nacer y crecer como ser humano y como artista plástico, y fotografía (pinta y fija para siempre, para toda su eternidad) el tiempo detenido en la obra de arte que abraza, además, una época antigua y la devuelve nueva, viva, desde el sudario a los simples trazos simbólicos sobre las telas teñidas de negro o rojo en todas sus variantes.
Durante un tiempo pasado, gocé de la hospitalidad de la ciudad de Millares. Mi amiga Elvireta Escobio me permitió hospedarme durante mis viajes a Madrid, mientras yo vivía en Las Palmas de Gran Canaria, en el estudio que el pintor tuvo mientras residió junto a su vivienda, en la calle de Hilarión Eslava.
Cada noche, al apagar la luz, veía desde mi cama y colgadas sobre las paredes del estudio diez o doce de esas arpilleras que no olvidaré nunca más. La visión era sobrecogedora y fue una gran experiencia sentimental y plástica para mí: para comprender el trabajo del artista y el esfuerzo descomunal que significaba cada una de aquellas obras, que venían a cerrar un tiempo viejo y a alumbrar un tiempo nuevo (y asombrosamente luminoso) en la lúgubre y sórdida sociedad cultural del franquismo.
Hubo un tiempito, también de mezquindad, después de años de fallecido Manuel Millares, en el que la “confluencia” conspiratorial de ciertos críticos y profesores de arte, desde Santiago Amón (padre) hasta Fernando Huici, quisieron manchar la obra de Millares y buscarle tres pies al gato al tratar de establecer “influencias excesivas” en la obra del artista español, como si hubieran salido de un rincón de la obra plástica del pintor italiano Alberto Burri. La guerra no llegó a sangre, pero el espectáculo no dejó de ser bochornoso y la mala fe de sus “insurrectos críticos” frente a Millares quedaron al descubierto. Fuese y no hubo nada.
Busco la obra de Millares por los museos del mundo para verla y admirarla en la soledad sacral que exige el arte eterno
Ahora Millares es un artista con perspectiva de tiempo, como lo que quería Picasso, que distinguía entre pintor y artista: “Un pintor pinta lo que vende, un artista vende lo que pinta”. No es lo mismo, pues, sino todo lo contrario. Ahora Millares, dondequiera que se cuelgue una de esas fantásticas arpilleras, está presente en la obra plástica universal, sin griteríos ni performance, sin canciones de protesta y sin espectáculos añadidos que no hacen sino confundir a un espectador ya confundido por sí mismo.
A mí, lo digo una vez más, las arpilleras de Millares me conmueven hasta el escalofrío. Siento vivo al artista, cada vez más, en su obra, en cada una de las esas arpilleras que busco por los museos del mundo para verla y admirarla en la soledad sacral que exige el arte eterno. Todavía me pregunto qué buscaba Millares con toda esta fastuosa obra de arte. Y sigo pensando lo mismo siempre: se buscaba a sí mismo, a través de una búsqueda que lanzara al espacio un grito silencioso pero firme, contundente y exacto de libertad.