Madrid, hasta vacío
J. J. Armas Marcelo recuerda hoy cómo se enamoró perdidamente de la capital desde el primer día que llegó
Salir a las calles de Madrid durante la pandemia nos provoca una melancólica desolación que no se nos borrará de la memoria. Amo Madrid con tal pasión que me considero, además de canario, un hijo más de ella, aunque no seamos integralmente gatos, de cuantos nos hemos venido hace ya muchos años aquí, a Madrid, para sentirnos integrados, hijos completos e integrados de y en esta ciudad que a mí me parece cada vez más maravillosa. César Manrique, cada vez que hablábamos de Madrid, ciudad en la que vivió durante un tiempo, contradecía mi amor por la capital de España con una frase terrible: "¡Pero si no se puede vivir con ese cocherío...!". Pues aún así, con el tráfico exagerado, los atascos terribles, las prisas excesivas, las urgencias antes que las cuestiones importantes; aún así, Madrid me vive.
Llegué a Madrid por primera vez en octubre de 1963, a estudiar en la Facultad de Filosofía y Letras la especialidad de Lenguas Clásicas en las que soy licenciado universitario desde 1968. Durante los primeros meses, mi adaptación fue absoluta y asombrosa: me enamoré perdidamente de Madrid, de las gentes de Madrid, de las tascas, las glorietas, los cines, las fiestas, la gastronomía casera de sus restaurantes, sus museos, sus librerías abiertas y vivas, amables y de par en par. Me enamoré de sus calles y plazas, de sus edificios, de su aire y de su agua delgada. La recorrí en los ratos libres de estudios que fueron, por decirlo de una manera castiza, las veces que me dio la gana, incontables, y pasaba horas saltando de un barrio a otro con la facilidad del curioso hipnótico que se olvida del paso del tiempo. Todavía era una ciudad de carencias, en plena etapa desarrollista de España, una ciudad color gris franquista y hollín, el metro en las mañanas y en las tardes apestaba a una humanidad necesitada de limpieza cotidiana, los autobuses iban llenos hasta la bandera porque la gente madrugaba para trabajar. En fin, había estrecheces y muchas necesidades, pero la ciudad fagocitaba y abrazaba a todo el que llegaba a y lo trataba como si hubiera nacido en el barrio de Chamberí. Era una ciudad de la que yo nunca entendí ni entiendo su mala fama, una falsedad absoluta, aunque de todo hay en botica. Aquella Calle Fuencarral, con cines cubriendo las dos aceras y los bares y cafés llenos de gente pidiendo bocadillos de calamares. Era una ciudad inolvidable, una vez que pisabas la Gran Vía o llegabas hasta la Plaza Mayor a tomarte una cerveza o te acercabas al Palacio Real y paseabas por la Plaza de Oriente de la mano de tu novia o de una miga de estudios universitarios.
Cierto que no me queda mucha melancolía ni añoranza de aquel Madrid de mis estudios donde comías en algún restaurante de Argüelles una fabada con bichos y un pan (más agua): 5 pesetas con postre. Pero la quise mucho los tres años de mis estudios y marché a hacer patria inútilmente a mi ciudad natal. Durante un tiempo largo, mi destino era siempre Barcelona: tomaba un avión desde Gran Canaria y llegaba a Barcelona, a la Barcelona de los años 70, ilustrada y asombrosa hasta la sacralidad. Pero un día ocurrió un milagro: para regresar a Las Palmas de Gran Canaria tuve que pasar esa vez por Madrid y decidí quedarme en la capital para recordar aquel pasado que conocí y recordaba de mis estudios universitarios. Bajarme del avión en Barajas y llegar a la ciudad fue un viaje lleno de emociones renovadas que regresaban a mí con la fuerza de un destino señalado contra el que, sin darme cuenta, había estado luchando: mi casa para vivir estaba en Madrid. Y un par de años después de la muerte del dictador, me vine a Madrid hasta hoy en día, de modo que he vivido en mi ciudad casi cuarenta años. La conozco por los cuatro costados, incluso en los barrios y urbanizaciones que llegaron después de yo haber regresado a ella. Me gustan más que nunca sus parques, El Retiro y los parques menores y recovecos que albergan una vegetación viva y son el pulmón limpio de la ciudad. En algunos momentos siento la necesidad de visitar en la mañana algunos de los fantásticos mercados de Madrid, ver qué habla la gente, qué compra, cómo intercambian información doméstica, cómo quieren vivir y cómo han conseguido vivir como querían en Madrid.
Ahora, en estos tiempos de pandemia y confinamiento, leo de vez en cuando, acostado en mi cama, hechos de Madrid, episodios contemporáneos o no tanto, y he vuelto a leer el olvidado Gentes de Madrid de mi añorado amigo Juan García Hortelano, tan madrileño en su esencia y existencia, en su humor y su amistad.
Ahora que camino lo poco que se nos permite las calles de mi barrio de Salamanca me aferro a este Madrid vacío al que sigo amando como si estuviera lleno. El paisaje humano se ha vuelto desolador en estos días, pero estoy completamente seguro de que Madrid regresará a ser lo que era hace tan solo unos meses: una ciudad espléndida para vivir que, como dijo Antonio Muñoz Molina, hay que amarla porque hay mucho tonto que dice que es la ciudad que tiene la culpa de todo.