La calima es un fenómeno climático extremo que, en algunas ocasiones, alcanza las Islas Canarias y las aplasta con una lluvia de arena. Durante los cuatro o cinco días que se mantiene con fuerza el fenómeno sobre las islas, influye sobremanera en el trato y carácter cotidiano. La ciudad y el campo, el paisaje invisible, gracias viento y al polvo de arena soplando con el siroco del desierto, se vuelven desagradables: lo que ayer era azul claro, luminoso, rociado de suave alisio el ambiente, hoy, con la calima africana que llega a alcanzar en poco tiempo territorios marinos de la mitad del Océano Atlántico, se vuelve nervioso, inquieto en el trato, la gente se refugia en sus casas, no quiere ver ese fenómeno, que es un invasor, dominando las emociones de los insulares canarios. Además, con la calima llega una sensación muy visible en las canarios en estas jornadas de polvo sahariana: la característica nefasta de la inseguridad. Mucha gente, alarmada y alarmista, llega a creer que esa tormenta no le corresponde a su territorio, que es un ataque de no se sabe qué divinidades partidarias del suceso apocalíptico.
Con la ola de calor, llegan los incendios, alarma sobre alarma, y también la plaga de langosta, esta sí citada en la Biblia como un castigo de Dios a los pecados de los hombres. Mucha gente ajena a las islas cree que la langosta (llamada popularmente cigarrón o cigarra) viene por el aire, volando desde el desierto cercano y empujada en enjambre por la fuerza del viento y la arena. Nada más lejos de la realidad: la plaga de langosta invade por mar. Vienen en bolas de individuos que traen las corrientes marinas llenas de calor como si vinieran nadando; llegan a las playas con los individuos que ocupan las paredes exteriores de las bolas ya ahogados y, conforme el resto se van secando echan a volar en manada. Es un espectáculo precioso sino fuera por el gran perjuicio que causan a las islas: en lo que el diablo se restriega un ojo, digamos un par de horas, se comen todo el verde que van encontrándose en su vuelo colectivo y loco y llenan de depresión nerviosa a los habitantes de las islas. Tengo experiencias personales sobradas con la calima y la subsiguiente llegada de la langosta en tropel invasión a destruir todo cuando puede comerse de la ya depauperada agricultura insular. Cuando era niño las vi borrar el sol de su lugar en el universo con la sombra que dibujaba en el aire las miríadas de langostas sueltas sobre el cielo de la isla de Gran Canaria. Y no desaparecen hasta que no vuelve a llover y se normaliza, días más tarde, el orden climático. Otra vez, mientras caminaba por Playa Blanca, en la isla fantástica de Fuerteventura, miré hacia el mar y vi venir aquellas bolas de un color más o menos rojo en el que viajan apiñadas unas a otras las langostas que convierten después en sombras la luz natural del archipiélago.
No dudé, en mi juventud literaria, en titular mi tercera novela (la tercera del ciclo que incluye El camaleón sobre la alfombra y Estado de coma) Calima para resaltar el estado de cosas ciudadanas que provocó en el verano de 1976, tras la muerte de Franco, el secuestro del importantísimo tabaquero canario Eufemiano Fuentes. La novela, hoy lo creo, no es buena ni es mala, ni negra ni blanca, ni siquiera gris, sino del color de la calima, un amarillo confuso que la arena del desierto pinta arbitrariamente sobre la geografía de la isla. La novela describe el secuestro del industrial, cuya leyenda de asesino falangista en la Guerra Civil creció en los años del franquismo, entra en las diferentes hipótesis que marcan el origen del episodio, desde el meramente criminal al objetivo político y se interna en el estado de ánimo de la población y las autoridades supuestamente competentes. Ahí llega la calima: la calima moral, la característica de las novelas, el estado en que la gente se encuentra inmersa en la inseguridad y en unos días de inquietud que la sobrepasa.
Un día fui invitado a dar una conferencia sobre Francisco de Miranda en la ciudad de Mendoza, Argentina. Hace ya algunos años de aquel viaje, pero para mí sigue siendo inolvidable el hecho de llegar a ver en aquella parte del mundo un fenómeno parecido a la calima de Canarias: el viento sonda, que sopla desde todos lados y -dice la leyenda aunque parece que es historia- transforma a mucha gente. Hasta el punto de que se prohíben por ley durante los días del viento sonda las transacciones financieras, y los bancos no conceden sino pequeñas cantidades de dinero que no son peligrosas. Sufrí ese fenómeno en Mendoza durante unos días y pude comprobar que hasta los columnistas habituales de los periódicos estaban tocados por esa presencia terrible que los trastornaba durante estos días extraños en los que se pierde la visión del paisaje más cercano, la gente parece hablar de otro manera con el objetivo de no entenderse bien y, por regla general, deciden salir poco de sus casas hasta que el viento y el aire desaparecen. Sí, parece realismo mágico, pero no lo es. Esos fenómenos se dan en localidades de todo el mundo de manera parecida y en todos esos lados parece, durante esos días, que está a punto de llegar el Apocalipsis y el Juicio Final.