La Rama y agosto
El pueblo canario Agaete celebra cada año la Bajada de la Rama, una fiesta pagana y aborígen que conmemora la continuidad de la especie a ritmo de charanga
Todos los años, el 4 de agosto, en medio de la canícula, se celebra la Bajada de la Rama en un pueblo del noroeste de Gran Canaria, Agaete. Se cumple una tradición de muchos años, una fiesta pagana y aborígen que se salió del aire durante décadas y resucitó gracias, entre otros, a un Armas, mi tío-abuelo Juan, que gastó parte de su inmensa fortuna de terrateniente en volverla a la vida. Desde antes del amanecer los romeros esperaban el estallido de la diana para saltar sobre el suelo de unos centímetros y comenzar a llenar el pueblo de la rama sagrada con la que al final de la segunda parte de la fiesta del día, la Rama en sí misma, azalean el mar en sus orillas pidiéndole a los dioses la continuidad de la especie y las viandas necesarias para ello. Recuerdo haber bailado esa fiesta de la Rama hasta 35 veces, año a año, hasta que marché de Gran Canaria y me vine a Madrid. La fiesta termina en la noche, a veces con cierta violencia entre los bailarines, sobre todo los fuereños, los que no conocen las normas del pueblo en la fiesta. Ahí, en la noche comienza la Retreta, el final de la fiesta pagana hasta la madrugada, donde todo se calla y espera al día siguiente, cuando la Virgen de las Nieves se empodera de la devoción de la gente del pueblo.
Así es la vaina de la que siento todos los años el 4 de agosto una añoranza imponente. Trato de paliarla desde por la mañana, desayunándome un café con leche a la canaria (poca leche y mucho café), con pan bizcochado y un buen chorizo de Teror (un manjar especial de ese pueblo de Gran Canaria) y, al final, un jugo de naranja natural. El almuerzo lo cubro en la lejanía con un gran sancocho insular, cherne salado y desalado, aunque en mi caso es de lomos de bacalao nórdico desalado y cocido (sancochado), papas cocidas (sancochadas), cebolla de Lanzarote en vinagre y orégano, sin batata, y con mucho mojo picón por encima, además de una pella de gofio amasada con agua salada por las manos limpias de la última princesa guanche que se sabe que existe, mi mujer, Saso Blanco, ojos grises, entre verdes y azules, y sonrisa perenne en sus labios. Todo es un amor ese día, en ese almuerzo que acaba siempre con un buen mango dulce, frío y espléndido traído también de las islas. Al final de la tarde, otro gran mango de mi remesa personal y acaba el día con esa remembranza del baile de la Rama en Agaete, ahora que escribo en este verano describiendo el Huerto de las Flores y casi todas sus plantas, flores y árboles en mi novela Cuatro veces mariposa. En ese Huerto de las Flores viví muchos veranos de mi infancia y de mi adolescencia y juventud: es un territorio del alma para mí. Inolvidables en muchas de sus esquinas secretas, un edén que mi abuelo Frasco fabricó con sus propias ideas botánicas y que mimó, lo sé bien porque lo vi cientos de veces hacer lo mismo, hasta que se puso viejo y dejó de venir a Agaete. Gracias a la institución municipal, propietaria hoy de ese paraíso vegetal, el Huerto sobrevive en su mayor esplendor en el día de hoy, y además yo lo uno a mi recuerdo de la Rama porque, cuando era niño y desde la madrugada de ese 4 de agosto, escuchaba el principio del ritual de la fiesta con renovada exaltación: la diana comenzaba con el estampido de un volador en el aire y seguía con una explosión de música de la charanga de Agaete, una orquesta tan célebre y famosa en todas las islas que cientos de veces ha sido requerida en cien lugares distintos para animar la fiesta intemporal de nuestra memoria.
Hago preces todos los años: el año que viene voy. Y luego me quedo escribiendo sobre la buena memoria de las cosas como ésta, que genera -esa memoria- un brinco en el aire del tiempo y convierte el ayer feliz en recuerdo generoso y vivo. ¡Ah, pero no es suficiente! Hay que estar allí, en Agaete, en ese momento, a pesar de la invasión miope de las gentes de fuera del pueblo que vienen atraídas por la tradición y la fiesta, por esa memoria oculta de Canarias que ahí, en Agaete, sobresale entre recuerdos de conquistas pasadas, utopías del presente y bailes tradicionales que tocan los músicos, canciones de amor y fiesta, de memoria, canciones y músicas que llenan el espíritu de vitalidad y recomponen el alma para que, durante todo un año, sepamos que el próximo 4 de agosto, en medio de la canícula, la sal, la sed, el mar y Agaete, se celebrará una fiesta que siempre es el mismo ritual pero se verifica de distinta manera, siempre nueva y epifánica, la gloria de la Rama, la exaltación de los sentidos, en fin, la vida.