Los santos bebedores
No es la primera vez que escribo sobre "los santos bebedores", la Generación Poética española del 50. José Esteban y yo ideamos hace algunos años un proyecto de libro, medio ensayo, medio biografías, sobre "los santos bebedores". Caminamos parte del texto y lo hablamos en público en lugares como Roma, Oslo o Madrid. El proyecto ahora está dormido (o durmiente), pero vivo, y de vez en cuando siento necesidad de hablar de él, del proyecto, y de ellos, de los poetas, algunos de los cuales no bebían mucho trago, Valente, por ejemplo, como excepciones a la nada discutible costumbre de dipsómanos que atesoraban los poetas. Carlos Barral, por ejemplo, uno de mis maestros. Me adiestró en el trago de vodka que acabó conmigo en la UVI del 12 de Octubre ("Orcasitas Medical Center", según mi médico y amigo personal Antonio Manrique) con una pancreatitis alcohólica de caballo. Barral bebía toneladas de vodka, hasta que comenzó a envejecer y le fueron quitando el trago poco a poco, e incluso de un golpe. Nunca hizo caso. Una vez, siendo senador socialista por Barcelona, viajábamos Pilar Miró y yo a Tenerife para presentar alguna de sus películas en un cine-fórum. Barral estaba en la barra del aeropuerto, sentado en un taburete y bebiendo vino blanco. Había una botella entera encima de la barra, y Barral iba cumpliendo el rito del santo bebedor empujándose el caldo copa tras copa. Le dije que tuviera cuidado (él regresaba a Barcelona), que no bebiera tanto trago... "No sabes nada", me contestó, "ni siquiera sabes que el vino blanco no tiene alcohol". Así era el hombre y el maestro al que una tarde aciaga, de cuya fecha no quiero acordarme, se llevó la Parca hasta el otro lado del universo.
El vino blanco no tiene alcohol: es la misma afirmación que, durante los últimos días de su estancia en Madrid como diplomático venezolano, repetía sin cesar Adriano González León, el inolvidable novelista de País portátil. González León se había escapado durante años de ron y whisky, de caña y juerga caraqueña en la República del Este, de una muerte segura, y había sobrevivido tan campante a lo que todo el mundo veía como inevitable destino: el final gracias al alcohol. "Santo bebedor" hasta el final, González León falleció con las botas puestas en la barra de un bar de El Paraíso, en Caracas. Entró a tomarse un trago, se lo pidió al mesero (o barman) e, inmediatamente, se cayó para siempre al suelo. Pero durante sus años madrileños, ya en la decadencia como escritor, mantenía que el vino blanco no tenía alcohol. Había, sin embargo, una condición muy sofisticada que él añadía científicamente a la teoría de Barral sobre el vino blanco. El venezolano creía que el vino blanco, desde luego, no tenía alcohol en la primera copa de la botella, sólo en la primera copa de la botella, porque el alcohol se caía y depositaba dentro de su recipiente de cristal a partir de la primera copa. De modo que entraba en el Café Gijón y si esa tarde se tomaba cuatro copas de vino blanco había que abrirle cuatro botellas para que Adriano se tomara una copa, la primera de cada botella, que, según él, no tenía alcohol.
¡Ah, "los santos bebedores"! Caí en las garras de su amistad alcohólica, tiempo estático en el que las horas no pasaban, sino que se detenían dentro de los vasos de alcohol y en una conversación más o menos hilarante. Quienes tenían mal trago eran Jaime Gil de Biedma, que se ponía muy clasista en sus apreciaciones discursivas, y José Agustín Goytisolo, a quien con dos whiskies de mala muerte, con hielo y agua además, le salía de dentro el señorito catalán que jugaba a ser más comunista que Stalin (¡vana ilusión, como tantas otras del poeta!). Los demás, empezando por Caballero Bonald y Ángel González eran bonancibles, divertidos, habladores, "santos" y "bebedores", muy buenos poetas y bastante amistosos. González cayó en sus años finales en manos de una cuadrilla poética que ahora dice que fueron amigos de toda la vida y, bajo su influencia y la de la señora Regàs (que muchas veces pagaba las copas, vaya usted a saber con qué dinero), acabó por distanciarse de mí para siempre. ¡Ojos que te vieron ir, poeta, por esos mares abiertos! Su viuda, Susana Rivera, sabe muy bien de lo que hablo aquí, y sería bueno un librito de memorias de la mujer que lo acompañó hasta el final para ver quién o quiénes tenemos razón en este tipo de afirmaciones. Caballero Bonald, sin embargo, ha sabido (ahí está la sabiduría de verdad) esquivar con gran talento los peligros de las brujas supuestamente amistosas, y comedoras del alma prestigiosa de los poetas, y goza de muy buena salud mental a estas alturas de su vida.
Así son los "santos bebedores": locos lúcidos, con obra firme y eterna, vitalistas hasta el final, genios en bastantes de sus maneras.