Tom Clancy murió en 2013, pero su nombre sigue funcionando como una megafranquicia transmediática de valor incontable. Sus libros discurrieron principalmente por el género del techno-thriller y las novelas de espías. En los ochenta y noventa copaban las listas de best sellers de medio mundo. Varias de las adaptaciones cinematográficas, como La Caza del Octubre Rojo o Juego de Patriotas, gozaron de gran éxito de crítica y público, pero no siempre dejaron contento a su autor. Quizá por ello en 1996 Clancy fundó el estudio Red Storm para adaptar su universo al medio de los videojuegos. Rápidamente encontró éxito con Rainbow Six y Ghost Recon, progenitores del shooter táctico, donde la paciencia y la precisión estratégica resultaban fundamentales, en clara contraposición a los juegos de la época. Ubisoft compró el estudio en 2000 y años más tarde el uso de su nombre para futuros videojuegos, por lo que su influencia quedó más difuminada en los títulos posteriores. Sin embargo, está claro que tanto los temas como el enfoque, incluso de los títulos más problemáticos, como este The Division 2, se alinean bastante con su ficción novelesca.
Objetivo: Washinton D.C.
Después de que un virus letal se haya propagado a través del dinero en efectivo durante la jornada del Black Friday, las principales ciudades de Estados Unidos están al borde del colapso. Como última medida, la presidencia de la nación activa el protocolo de la Strategic Homeland Division, una agencia encubierta incrustada en la sociedad civil, para combatir el auge de facciones fuertemente armadas. Si el primer juego se situaba en la zona cero de Nueva York, en el segundo los agentes de The Division llegan a Washington D.C. varios meses después para reconquistar la ciudad, barrio a barrio, desde el cuartel general instalado en la Casa Blanca. Los que han sobrevivido al azote de la enfermedad se han agrupado en asentamientos fortificados donde intentan crear un nuevo tipo de normalidad, pero los restos de un estado corrupto se organizan desde el Capitolio para aprovechar el caos e imponer su visión radical del país.
Los desarrolladores de Ubisoft han hecho una recreación a escala real del centro de la capital administrativa de los Estados Unidos, incluyendo varios de los principales puntos de referencia: el National Mall, el Lincoln Memorial, el Washington Monument, el Congreso, los Archivos Nacionales, el Museo del Aire y del Espacio del Smithsonian… La superposición de la arquitectura brutalista de los bloques de hormigón y el verdor exacerbado de una naturaleza que ha invadido los espacios urbanos componen el mosaico de los símbolos del poder, la iconografía asediada por las luchas intestinas de una nación en descomposición. Las tres facciones que se han repartido las calles las componen una coalición de anarquistas que buscan explotar al débil, los abandonados en la brutal cuarentena de Roosevelt Island que tratan de expandir la infección con técnicas de terrorismo biológico y una escisión del ejército impulsada por ideales neofascistas. En el país con la tasa de armas per cápita más alta del mundo, 120 por cada 100 habitantes, solo el adiestramiento y la tecnología marcan la diferencia.
La obsesión con la verosimilitud obliga a los desarrolladores a discurrir por una fina línea para no incurrir en torpezas
La premisa de The Division es mucho más problemática que otro tipo de juegos de su estilo, que hábilmente recurren a mundos de fantasía para no tropezarse con las consecuencias directas de las acciones del jugador. Pero la obsesión con la verosimilitud geopolítica del universo Clancy obliga a los desarrolladores a discurrir por una fina línea. La primera entrega fracasó al presentar a los primeros enemigos del juego como saqueadores de comercios, sus caras ocultas por sudaderas. Fuera por malicia o torpeza, la verdad es que la estética enraizaba directamente con la hoodie que llevaba Trayvon Martin la noche de su muerte, y el epicentro simbólico de una ola de protestas contra la disparidad racial y la brutalidad policial en Estados Unidos. Al poner también la sacrosanta propiedad privada por encima de todo, el juego parecía promulgar un escenario de guerra de clases que se hacía eco de los miedos que pueblan el imaginario conservador, donde las clases oprimidas se alzan contra las pudientes.
Soflamas ultraconservadoras
En la secuela, Ubisoft ha tenido mucho más cuidado para no volver a embarrarse en los mismos lodazales, volcándose en los símbolos nacionales para examinar de cerca la historia y la identidad americanas. La campaña de marketing prometía mucho más de lo que el juego ha terminado ofreciendo (con detalles provocadores como el Capitolio funcionando como el Ojo de Sauron, al cementerio de Arlington o la posibilidad de una Segunda Guerra Civil), pero aunque el juego no entre de lleno, sí que está plagado de detalles, algunos cargados de ironía, que conectan con la actualidad política. En una grabación se puede escuchar al presidente tratando con su homólogo mexicano sobre el flujo de refugiados que huyen hacia el sur, y en otra cómo la élite política se preocupa más por mantenerse a salvo que por contribuir a superar la crisis.
También se apuntan los problemas de tener agentes con autoridad judicial absoluta, los riesgos del sistema de sucesión presidencial y el papel de las compañías militares privadas en la configuración del Deep State. De hecho, todo el final versa sobre ello, revelando al presidente (antiguo Speaker of the House) como un traidor al servicio de un grupo de mercenarios denominado Black Tusk (en obvia referencia a Blackwater).
Al seguir The Division 2 el modelo de juego como servicio, en los próximos meses se irán publicando las diferentes expansiones que aten todos los cabos, pero el juego sigue adoleciendo de la calculada ambivalencia que Ubisoft parece imponer a sus obras. Por un lado quieren ser provocadores pero por otro temen a un grupúsculo ultraconservador de jugadores que puedan boicotearles al menor signo de progresismo. Ya pasó con Far Cry 5, y aquí se quedan también a medio camino, pero el anunciado Watch Dogs Legion, con su énfasis en un Londres distópico post Brexit, no puede seguir mostrando tanta cobardía. Si quieren generar conversación con sus juegos tienen que atreverse a hablar alto y claro, sin relegar la narrativa más bizarra a la periferia.