The Murder of Crows (La bandada de cuervos, 2008) es una obra de los canadienses Janet Cardiff (Brussels, 1957) y George Bures Miller (Vegreville, 1960) perteneciente a la colección TBA21 de Francesca Thyssen, que celebra (¿por qué aquí?) su 20 aniversario. Inspirada libremente en El sueño de la razón produce monstruos, de Goya, se adentra en el territorio siniestro de las pesadillas.
Una voz que sale de un gramófono describe sueños cruentos en los que concurren rasgos de la lógica onírica: lugares volubles, acciones turbias, traslaciones inexplicables o la angustia de no poder escapar a una situación estresante. En las pausas entre locuciones emergen paisajes sonoros a través de la interacción de 98 altavoces que nos rodean y en los que escuchamos sucesivamente música clásica, sonidos de la naturaleza, una canción de cuna o un himno militar. Triste casualidad en el actual contexto bélico: este último es Svyaschennaya Voyna (La guerra sagrada), compuesto en 1943 por Alexander Aleksandrov para el Coro del Ejército Rojo, pero aún entonado el Día de la Victoria (contra los nazis), siempre presente en la propaganda rusa. “Las alas oscuras no osarán / volar sobre la Madre Patria”.
El sonido se desplaza, engulle, roza… Los atentos escuchantes sienten una extraña conexión. Esto sí es arte inmersivo
Cardiff y Miller son unos artistas extraordinarios. Trabajan con el sonido como materia escultórica, incluso geográfica, y emocional. Comenzaron (Cardiff en solitario, primero) con los audio-walks o paseos auditivos, con los que transformaban la experiencia visual –y motriz– a través de palabras y sonidos transmitidos al oído. La grabación de ruidos ambientales se combinaba, como en The Murder of Crows, con instrucciones, monólogos, efectos sonoros y músicas relacionados con la narración, que solía hacer referencias a la historia de los lugares. A veces provocaban paradojas entre lo que se veía y lo que se escuchaba… Lo imaginario, en forma de “pista de sonido”, se superponía a lo real. Se inducía la sinestesia y el participante se sentía “coreografiado”. Añadieron después complejidad a la experiencia visual-auditiva al hacer que el caminante viese, a la vez que escuchaba y observaba la realidad, imágenes fotográficas o vídeos de ese mismo lugar, haciendo confluir representación y espacio real, y provocando nuevas incoherencias.
Pero también han realizado piezas de interior o más estáticas. Unas funcionan como escenarios o teatrillos –caso de la decepcionante El hacedor de marionetas, que vimos en el Palacio de Cristal en 2014– y otras, como la célebre The Forty Part Motet (2001), la inolvidable Forest (for a thousand years...) en la Documenta de 2012 –era un espacio natural pero acotado– o esta convierten al visitante en imprescindible “cuerpo intérprete”, envuelto, aunque libre para moverse, por los efectos y los estímulos. El sonido se desplaza, engulle, roza… Los atentos escuchantes sienten una extraña conexión. Esto sí es arte inmersivo y no la bobada que nos han puesto en la nave 16 de Matadero.