Detalle de Dos cestas con florecillas, 1998
Monótono en los temas, lacónico en las formas, rítmico en su disposición, místico en sus significados. La obra de Cristino de Vera (Santa Cruz de Tenerife, 1931) aparece hoy cristalizada, tal y como la formuló a mediados de los sesenta. En esta época nuestra, en la que el tiempo parece haber pisado el acelerador, en la que asumimos que ni los electrodomésticos ni las parejas ni los trabajos son duraderos y en la que nos conectamos con una playlist para pasear por el campo, un artista que lleva medio siglo empeñado en repetir unos temas y unas formas tan limitados, es de una valentía casi suicida.En las 28 pinturas y los ocho dibujos a tinta china que componen esta muestra, se reiteran tazas boquiabiertas, velas alargadas hasta la extenuación, algunas rosas que parecen hechas de azúcar y alguna calavera privada de gesto. Todo ello, en cuadros, pintado con su pincelada característica, corta, individualizada, como una rejilla tupida que dejara pasar la claridad del fondo. Sus dibujos también son leves, hasta un grado tal que el pintor no tiene más remedio que titular uno de ellos, de 2011, Cristo disolviéndose en el papel. Los escenarios también son parcos en detalles: en varias ocasiones es el antepecho de una ventana o una arquitectura esquemática, otras una mesa o simplemente un espacio geométrico desnudo, un lugar abstracto. Pero esos espacios no son menos protagonistas que los escuetos motivos que antes enumeraba. Y están pintados con el mismo esmero. Incluso en alguna ocasión, los travesaños de la ventana dejan de ser sólo eso para convertirse en una cruz.
Dicho todo lo anterior, es comprensible que esta pintura despierte en unos espectadores fascinación y en otros aburrimiento. Como decía también, nuestro régimen visual y lo que conlleva no pueden estar más alejados. Por eso es precisamente tan interesante esta obra, que parece proceder de otro tiempo y de otro lugar. Una extranjería en la que Cristino de Vera se encuentra acompañado de otros raros y discretos pintores españoles como Xavier Valls, Luis Fernández, Díaz Caneja, Juan Carlos Lázaro. O, destacadamente, el italiano Giorgio Morandi. Todos ellos comparten con él la monotonía y la serenidad. Y una forma de pintar que pone en cuestión las delimitaciones convencionales entre abstracción y figuración. Al artista le ha interesado también siempre el arte abstracto, desde su paisano Manolo Millares, a Tàpies, dando una gran vuelta por Josef Albers o Agnes Martin. La vibración telúrica de los primeros se atempera en su obra con la organización visual de los segundos. Excúseme quien me esté leyendo la profusión de nombres. También la de adjetivos. Una de las consecuencias de esta pintura es cuántos ecos lejanos suscita y también (basta ver lo que se ha escrito sobre él) la inventiva verbal que inspira a quienes tratan de describirla.La pintura de Cristino de Vera da a la realidad una dignidad que gran parte del arte contemporáneo está encantado de destruír
El minimalismo figurativo y la sequedad cromática de Cristino de Vera encarnan valores que no sé si llamar morales o espirituales. No por ese Cristo que he mencionado, no. No se trata de pintura religiosa, sino de dar a la realidad una dignidad que gran parte del arte contemporáneo está encantado de destruir. En vez de eso, tendríamos que remontarnos a algunos bodegones de Zurbarán y a todos los de Sánchez Cotán, también posados en lugares inexplicables, para encontrar casos semejantes de atención concentrada en unos pocos objetos.
Noche de luna en el Teide,, 1999
Cristino de Vera, casi nonagenario, llevaba más de quince años ausente del panorama expositivo. Ahora muestra al público su etapa más reciente, con obras que van de 1995 a 2013. No hay y no sé si habrá muchos pintores como este.