Vista de sala

Museo Guggnheim. Abandoibarra, 2. Bilbao. Comisaria: Edith Devaney. Hasta el 25 de febrero

A punto de cumplir los ochenta años, Hockney sigue en plena actividad, remontando los golpes de la vida y la enfermedad (sufrió un ictus hace un par de años). Si en su anterior muestra en el Guggenheim sorprendía por el uso del iPad, los enormes formatos, la introducción del vídeo y un radical cambio en la paleta de colores, ahora vuelve con una galería de retratos de amigos suyos que llama la atención por sus planteamientos formales y reflexión sobre la condición misma del acto de producir un retrato.



Alineados en la enorme sala 105 del Guggenheim, con el nombre del retratado encima del cuadro, la sensación de uniformidad que producen los ochenta y dos cuadros es impresionante, dejando a las claras el rígido planteamiento con el que fueron concebidos. Una silla de brazos, sobre la que se sienta el modelo y una cortina de fondo en tono azulado. Silla y cortina estaban, como puede comprobarse en una fotografía colocada en la zona educativa de la muestra, sobre una tarima, a unos noventa centímetros del suelo, lo que permite al pintor observar a su sujeto desde una posición ligeramente superior. Siguiendo con las pautas y los límites del proyecto, cada retratado posaba durante tres días consecutivos, en sesiones de unas seis horas, con una pequeña pausa para comer. La ropa era una elección del retratado, mientras la pose se determinaba tras una cierta negociación con el pintor. Una vez acordada, uno de los ayudantes de Hockney marcaba en el suelo la posición de los pies, con el fin de que el modelo pudiera colocarse cada día como el anterior de la forma más precisa posible, y la sesión comenzaba. Primero un esquema al carboncillo, ejecutado con la maestría y rapidez de quien siempre ha tenido el dibujo como una de sus principales habilidades. En la entrevista publicada en el catálogo, el autor calcula haber dedicado aproximadamente una hora a ese boceto, tiempo durante el cual pensaba sobre las características de ese retrato en concreto. Luego, la aplicación del color de fondo, la expresión, hasta completar el retrato, siempre en el mismo formato de 121 x 91 cm. Un día, el invitado previsto faltó a su cita y la rutina de Hockney se vió inesperadamente interrumpida. La anticuada silla de brazos quedó vacía y, para ocupar el tiempo, Hockney decidió sustituirla por un tosco banco de madera sobre el que colocó un pimiento rojo, tomates, una pera, dos limones, plátanos y una naranja. Dedicó a la naturaleza muerta el mismo tiempo, exactamente, que al resto de los ochenta y tres cuadros de la serie.



Vista de sala

Todo lo que hemos mencionado hasta el momento lleva a una idea, la de uniformidad. No es Hockney el primero en utilizarla. En un ámbito que él ha utilizado con frecuencia, como es el de la fotografía, es habitual este planteamiento seriado. Philip Halsman hacía saltar a sus fotografiados, Irving Penn los colocaba ante dos paneles que construían un ángulo profundo, Richard Avedon, casi siempre contra un fondo neutro. El resultado es una cierta negación de la individualidad, mediante la repetición, al tiempo que se señala esa misma personalidad a través de elementos como la descripción física, la expresión o la vestimenta (para Hockney los zapatos son algo que dice mucho de quien los lleva). Pero el proceso mismo de construcción de la serie va introduciendo pequeñas diferencias. El retrato inaugural es el de su asistente durante muchos años, JP Gonçalves de Lima, y en él JP (como le llama coloquialmente el artista) aparece con la cabeza entre las manos y el rostro oculto, en clara referencia al cuadro de Van Gogh Anciano en pena. (En el umbral de la eternidad), 1890. A los pies del modelo, una alfombra con dibujos geométricos en rojo y azul. El momento en que Hockney pinta ese cuadro coincide con la muerte inesperada de Dominic Elliot, uno de los ayudantes del estudio, por lo que puede inferirse que, en realidad, JP está manifestando el dolor del propio pintor y su entorno por la muerte de Elliot.



Ese primer cuadro marca las características de la serie, salvo el detalle de una alfombra, con dibujos geométricos en rojo y azul, que desaparece en los retratos posteriores. Y añade dos nuevos elementos: el trasfondo psicológico del personaje y la proyección del propio artista en el retrato. La galería incluye únicamente a personas relacionadas con Hockney y a quienes, lógicamente, el artista conoce bien, pero ese conocimiento produce una interacción entre las características del retratado y el efecto que éstas han producido en el pintor. Hockney resuelve el problema en clave expresionista, combinando la minuciosa reproducción del color de unos pantalones, por ejemplo, con la deformación de ciertas partes del cuerpo humano. Los ojos de Chloe McHugh son totalmente azules, esclerótica incluida; los zapatos de Jacob Rothschild demasiado grandes en relación a su cabeza y el comediante Barry Humphries aparece como hinchado, con una cabeza desproporcionada al resto del cuerpo. En otros retratos, el espacio de la parte inferior del cuadro se viene hacia delante, recordando los bodegones de la última etapa de Cézanne. En esa aparente contradicción entre rigidez formalista y libertad expresionista se mueve una galería que abarca desde la cocinera y mujer de la limpieza de Hockney a sus hermanos Margaret y John, a artistas como John Baldessari, o Edith Devaney, comisaria de la exposición.



@esprz

El pasado mes de diciembre Jean Frémon, presidente de la galería Lelong, visitó el estudio del artista en Los Ángeles donde colgaban ya los retratos que estos días se ven en el Museo Guggenheim de Bilbao tras su paso por la Royal Academy of Arts de Londres. No es la primera vez, ni tampoco la última, que el autor y galerista se encuentra con Hockney en su entorno natural tan conocido por ser tema habitual de sus obras.



Bajo el título David Hockney. Love Life publicado por la editorial Elba, este ensayo recoge los escritos en torno a su gran retrospectiva David Hockney: una visión más amplia que se vio por primera vez en la Royal Academy of Arts en 2012, o aquella de la Tate Britain que le consagro como el primer artista vivo cuya obra se exhibió en sus salas, y posteriormente, la del Centro Pompidou también del año pasado, la más grande. Además, el autor intenta dar respuesta a las preguntas que Hockney se plantea en sus dibujos, en concreto, su experiencia práctica con la pintura de los grandes maestros como Vermeer, Ingres o Canaletto, pintores que se valieron de lentas ópticas, y que él mismo utiliza en su versión moderna, en iPad, del que rara vez se separa. Desde la amistad que le une al pintor, Frémon nos descubre las costumbres de este artista, sus conversaciones y experiencias comunes, y nos lo muestra siempre curioso y divertido ante el arte y la vida.