Vista de sala
¿Qué pinta una obra de 2013 en una exposición del siglo XIX? Al entrar en la Fundación Juan March para recorrer William Morris y compañía, uno se tropieza en la puerta con un Morris-Godzilla a punto de arrojar el yate de Roman Abramovich a la laguna de Venecia. We Sit Starving Amidst Our Gold, el mural del turner Jeremy Deller, habla de Morris en diferentes niveles de significado: desde su rebelde ética socialista a su condición de productor separado de unas piezas que, como Deller, no ejecutaba necesariamente en persona. Pero ese kaiju connota, además, otra cosa: que no se ha venido aquí solo a ver relojes, mesas, o sillas. O, al menos, a verlos como si no tuviesen nada que ver con nosotros.William Morris es una entrada recurrente en todas las historias de arquitectura moderna y, sin embargo, no proyectó un solo edificio en solitario. Suele ser considerado un pionero del diseño doméstico, aunque actuase como entusiasta defensor de la artesanía y enemigo declarado de la modernidad industrial en la Inglaterra victoriana. Estas paradojas, así como su indisimulada predilección por el mundo medieval -la exposición incluye sobradas muestras, desde mitos artúricos a tipografías góticas-, pueden leerse, más que como compulsiones luditas, como manifestaciones del anhelo de conjugar el arte y la vida cotidiana. Morris consideraba el sistema de gremios como una organización igualitaria que apelaba a su propio socialismo; y a los trabajos decorativos derivados de las artes manuales como una manifestación alegre y moralmente deseable de la actividad humana.
La vigencia del "poeta, libelista, decorador y proyectista" -como una vez lo caracterizó el historiador Nikolaus Pevsner- radica en que supo entender lo cotidiano como un campo de batalla estilístico y político; una extensión en nuestros salones de los conflictos de la primera época de la industrialización. Sus esfuerzos, centrados en la compañía que fundó con menos de treinta años, se materializaron en productos comerciales que trasladaron al público su interés por la domesticidad artesanal. Pese a los buenos propósitos de Morris, la laboriosa producción de sus muebles, vidrieras, cerámicas, tapices, libros o papeles pintados -todavía hoy en venta- hizo que, en la práctica, fuesen inasequibles salvo para los bolsillos más acomodados. Todo pionero tiene dos caras, y el británico alumbró, junto al embrión del objeto de diseño, su envés capitalista: el moderno accesorio de lujo.
Philip Webb: Detalles constructivos de la cubierta del pozo de Red House, Bexleyheath, 1859 (detalle)
La imposibilidad de sintetizar a Morris resulta evidente, y esta muestra de la March encuentra lógicas dificultades para cerrar todas las líneas narrativas que sugiere. A partir de ahí, puede jugarse al comisariado-ficción. El personaje aúna ideales utópicos, tensiones tecnológicas e incluso reflexiones sobre la autoría de la creación artística cuando mente y mano se separan. Quizá por estos motivos, como también por su posición central en un ecosistema creativo, Morris haya sido comparado en ocasiones -precisamente por Deller- con Andy Warhol. Tampoco sería descabellado que sus filiaciones alcanzasen a equipos contemporáneos como los británicos Assemble, que tratan de conjugar disciplina estética y compromiso social. No hay, sin embargo, reproche alguno: que puedan siquiera imaginarse esas exposiciones alternativas resulta la mejor indicación posible de la pertinencia de la actual.
En la segunda sala de la exposición, junto a un pequeño telar, hay una caricatura de Edward Burne-Jones en la que una figura rechoncha se afana, de espaldas, en la confección de un tejido. Se trata del propio Morris. Ese cuerpo robusto, embebido en una práctica supuestamente femenina, transmite una libertad insultantemente moderna. Seguimos sin alcanzarle.