Vista de la exposición
Hay una habitación en el Metropolitan de Nueva York que siempre ha fascinado a Abigail Lazkoz (Bilbao, 1972). Invita a relajar el ojo atento al detalle y a observar las obras a distancia. Es la galería 354. Tiene unas ventanas inmensas que dan al Central Park y engloba la colección de grandes esculturas de Melanesia, el grupo de islas que hay al este de Australia. Son, en su mayoría, tótems, tallas ceremoniales y figuras funerarias que conceden forma humana a la naturaleza y un símbolo de identidad encerrado en una síntesis de escritura. Una economía y abstracción del lenguaje que mucho tiene que ver con las obras de la artista y la Antología del desajuste adverbial que ahora propone en la galería Bacelos.No es la primera vez que Abigail Lazkoz plabtea un dilema lingüístico. El suyo es un espacio narrativo en constante desplazamiento, como retablos llenos de cortocircuitos y disonancias, con el que reflexiona sobre las posibilidades del dibujo cada vez más lleva hacia la escultura. Los dibujos en blanco y negro a gran escala abandonan las paredes y reclaman un estatus de obra tridimensional para interactuar con jarrones, bustos y cerámicas, que responden a un diario objetual de la vida de la artista durante este último año en Roma.
Funcionan como cuentos de vida, como todas sus obras, que vuelve a llenar de humor y una sofisticada ironía. Se parecen a los tótems no sólo por las formas verticales que reproducen mediante figuras abstractas en un equilibrio casi imposible; también por la reflexión que proponen sobre la sociedad y el mundo en que vivimos. Son obras que hablan de lo artístico y lo vital como experiencias complejas aunque casi siempre relativas. En el fondo no dejan de ser como emblemas y aluden a tres ideas recurrentes de la artista, el ser humano, la naturaleza y el artefacto. Un paso gigante en un trabajo cada vez más certero.