Sean Scully y la luz de la Alhambra
Luz del sur
6 abril, 2012 02:00Fotografías de la serie Alhambra, 2011
La cultura islámica toma protagonismo en la propuesta que el americano Sean Scully ha hecho para la Alhambra. Unas obras que inciden en los mismos motivos que sus pinturas: geometría, ritmo y luz. También emoción.
Es fácil deducir a partir de estos significativos efectos iniciales la relevancia que la cultura islámica va a tomar en su trabajo a lo largo de su trayectoria, un tipo de representación anicónica que incide continuamente en los mismos motivos cuyos tres pilares básicos (geometría, ritmo y luz) podemos relacionar directamente con su obra. En este sentido, es pertinente plantear un proyecto expositivo suyo en La Alhambra, asumiendo la importancia que toma la influencia árabe en su iconografía y entendiendo el palacio nazarí como una parada ineludible para un autor anglosajón que encuentra en este envés una huella histórica tan seductora como diferente. Así, esta muestra comisariada por Kosme de Barañano, se articula en tres espacios distintos que completan una selección en su mayoría inédita.
El recorrido comienza presentando 40 acuarelas de la colección personal del artista que comprenden un lapso de tiempo de más de veinte años (de 1982 a 2006) y se ven ahora por primera vez en una sala inicial pequeña, sin una jerarquía determinada y con un montaje sobrecargado, que hubiera resultado más clarificador si no se hubiesen colgado todos los papeles. Aún de este modo, sus texturas, delicadeza táctil y riqueza compositiva permiten adentrarse en cada una de ellas y disfrutar de los pormenores. El núcleo central se sitúa en la capilla del Palacio de Carlos V, una estancia cuasicircular donde se han colocado seis grandes cuadros de la serie Wall of Light que envuelven al visitante. Sin duda, estas pinturas son el cénit de la visita, que concluye con tres grupos de fotografías y otra tela final inmensa realizada hace sólo unos meses, que actúa como colofón. Las imágenes de Suite Alhambra (2011) están inspiradas en azulejos, escrituras y detalles decorativos del monumento andalusí, una serie de instantáneas tomadas en septiembre del año pasado, que articulan o superponen distintos planos en una misma superficie. No era ésta la primera visita de Scully a Granada, sino la quinta, un lugar que además de servirle de inspiración le ayuda a profundizar a partir de estos diseños en su propia sintaxis.
Sus cuadros tienen mucho más que ver con la pausa reflexiva de Josef Albers o la profundidad de Ad Reinhardt que con Mondrian o Peter Halley, cuya repetición desapasionada corresponde a una disciplina excesivamente rígida y casi estática. Sus piezas se encuadran en un tipo de geometría cambiante, de líneas vivas y difuminadas, que nos remiten de inmediato a los bordes vaporosos de Rothko y su sentido de la religiosidad, un espacio para trascender donde el hecho pictórico se asume como un motivo de espiritualidad, de acercamiento a cuestiones místicas.
En general, la gran virtud de estas obras es que poseen un principio de organización sencillo y su forma (entendida, del mismo modo que lo hacía Paul Klee, como génesis y acción) no reviste grandes complejidades; su espectro de variaciones horizontales y verticales permite alteraciones sustanciales pero ningún impulso de originalidad; no pretenden referenciar nada, sino enaltecer la pintura ahondando en su lenguaje. Scully inventa una y otra vez nuevas soluciones para un mismo problema en el que lleva insistiendo cuatro décadas. Se podría afirmar que sus estructuras reticulares reinciden en un único pensamiento que elude la realidad y anhela un objetivo tan difícil como encomiable: alcanzar ciertas aspiraciones existenciales comunes al ser humano intentando con ello conmover al máximo al espectador.