La resurrección de Lázaro, 1616
La juventud de los grandes artistas, los años de tanteo y aprendizaje en el taller de un maestro o en los ambientes artísticos de las grandes ciudades europeas, cargados de rivalidades, de encuentros y encontronazos, han sido tradicionalmente uno de los momentos en los que la historiografía atribucionista, la llamada connoiseurship, ha encontrado su campo favorito de trabajo. Lógicamente en estos momentos de la juventud, mientras se forma el estilo del artista, la confusión entre éste y el de sus maestros o el de sus contemporáneos más próximos, puede dar lugar a todo tipo de debates, de opiniones encontradas, en la que el "ojo del experto", a falta, tan frecuentemente, de documentos indubitables que atribuyan una obra a un artista determinado, resulta la única guía posible.Son muy recientes los debates en torno a presuntas obras del joven Velázquez, las discusiones sobre las pinturas que se deben atribuir a la primera etapa del Greco continúan a la orden del día, y siempre se continuará polemizando sobre las relaciones entre el joven Tiziano y su maestro Giorgione, con obras clave de la pintura occidental, como la Venus del Museo de Dresde o el Concierto campestre del Museo del Louvre, atribuidas a uno o a otro según los distintos autores o épocas. A veces, que una obra determinada como, por ejemplo, en el caso del Greco el llamado Políptico de Módena, se considere o no del maestro, hace bascular el catálogo del artista en decenas de obras más o menos, ya que se le atribuyen, o dejan de atribuírsele, cantidad de pinturas semejantes o no al mencionado políptico.
En realidad, se trata, éste de "la juventud del artista" casi de un subgénero historiográfico, del que, por supuesto, no están ausentes los intereses comerciales... Cuando en el año 2001, el Museo del Prado adquirió la monumental pintura La resurrección de Lázaro, que aparecía clasificada en el catálogo de venta como José de Ribera, su incorporación a las colecciones no estuvo exenta de polémica. Hoy día, la intuición visual de José Milicua, patrono entonces, como ahora, de esta institución, y uno de los máximos expertos, si no el mayor, en José de Ribera, secundada por otro gran conocedor del artista como es Nicola Spinosa, aparece plenamente confirmada a través de la exposición que se celebra en el Museo del Prado.
La cuestión era que tradicionalmente se habían atribuido a un "Maestro del Juicio de Salomón" una serie de pinturas datables a principios del siglo XVII y realizadas posiblemente en Roma, resueltas en el estilo naturalista y "caravaggiesco" que entonces florecía en estos ambientes. Según Roberto Longhi, duca, signor y maestro de los conocedores de la pintura italiana del Renacimiento y el Barroco, debía de diferenciarse de Ribera, sobre todo en lo que se refería a las obras del valenciano en sus etapas iniciales italianas (Parma y Roma) y en los comienzos de su etapa napolitana. Las investigaciones de los últimos diez años, sobre todo las realizadas por Papi, han dado un vuelco a la situación y ahora se acepta casi unánimemente que el joven Ribera y el "Maestro del Juicio de Salomón" son el mismo artista, es decir, Ribera.
Los comisarios de la muestra, el mencionado Milicua y Javier Portús, abren la misma oponiendo la serie de apóstoles que Longhi consideró del ya citado maestro, con varios ejemplares de la serie de los Cinco Sentidos, que el mismo conocedor utilizó para configurar el estilo romano de Ribera. El apasionante enfrentamiento sirve para comprender, casi de un vistazo, las dos maneras del joven español, de las que se hacían lenguas algunos de sus contemporáneos.
Una sucesión de obras, ya no de figuras individuales, sino de historias, sirve en la sala siguiente para mostrar cómo La resurrección de Lázaro, que el Prado adquirió hace diez años, constituye la obra más madura y de mayor calidad de este grupo. La claridad y sencillez de su composición, la rotundidad de la figura de Cristo y la autoridad de su gesto para resucitar a Lázaro -que tanto recuerdan al gesto, también de Cristo, en la célebre Vocación de San Mateo de Caravaggio en San Luis de los Franceses de Roma-, la expresión, la palidez y el blanco sudario de Lázaro son momentos inolvidables de esta tela, en la que en su parte posterior, una serie de rostros que surgen de la oscuridad, expresan una elocuente variedad de expresiones, actitudes y afectos ante el hecho de la resurrección. El estudio científico de estas emociones, constituye el aspecto intelectual de esta obra, tan buscado por el joven Ribera.
Es indudable que buena parte de la clientela del artista al llegar a Roma estaba constituida por coleccionistas interesados por estos asuntos intelectuales de la pintura, antes que por las finalidades devotas: ello explica la ya mencionada serie de los sentidos con obras de tanta calidad como La vista, del Museo Franz Mayer de México, o El olfato de la colección Abelló, o los juegos luminosos y compositivos de una obra tan extraordinaria como el Santo Tomás del apostolado antes atribuido al "Maestro de San Bartolomé". A su llegada a Nápoles en 1616, cambia el ambiente y la clientela, y surge el interés devocional y religioso cuya resolución pictórica le hará célebre durante tantos años en la capital del Virreinato. La exposición del Prado muestra obras tan espléndidas como La Piedad de la National Gallery de Londres, el San Sebastián asistido por las santas mujeres del Museo de Bellas Artes de Bilbao y, sobre todo, por el impresionante Calvario de la Colegiata de Osuna. Encargado por el Virrey Pedro Tellez Girón, III Duque de Osuna, con sus más de tres metros de altura, cierra la exposición: es una de las obras más ambiciosas y mejor logradas no sólo de la juventud, sino de toda la carrera de José de Ribera, que con su escala monumental, lo logrado de su composición y el reflejo de la intensidad de las pasiones y de la idea del dolor, sitúa a su autor en la cima del Barroco europeo en sus fases iniciales.