Matisse, a la sombra de las muchachas en flor
Matisse: 1917-1941. COMISARIO: Tomàs Llorens.
12 junio, 2009 02:00Joven en un diván. Lazo negro, 1922
La mejor estimación crítica de la obra de Henri Matisse (1869-1954) se ha centrado en su pintura fauve y en la investigación vanguardista de su primera época, materializada en composiciones de dibujo, color y espacio extraordinariamente sintéticos, y de dimensiones monumentales, como La Danza y La Música. Es su etapa de entre 1905 y 1917. Asimismo la bibliografía ha elogiado los trabajos experimentales del final de su vida: sus ensayos sobre relaciones de color realizados con figuras recortadas en papel de colorido brillante, que llevó a cabo en la década de 1940, durante su última enfermedad. Ha quedado, así, un importante tramo intermedio de su producción (el de 1917-1941) menos analizado y mucho menos tenido en consideración por la crítica vanguardista. Esa etapa central de su trayectoria es el motivo que afronta esta exposición encomiable, producida por el Museo Thyssen y comisariada de manera ejemplar (sobre todo, en la selección de obras) por Tomàs Llorens. Cuenta con préstamos de 37 grandes museos de todo el mundo, y con la colaboración de colecciones privadas internacionales. La muestra reúne 80 pinturas, esculturas y dibujos -en su mayor parte, nunca vistos en España-, configura con ellos una lección magistral y la ofrece como un lujoso regalo de belleza plástica, hedonismo pictórico y elegante espíritu poético, reviviendo registros musicales de Mallarmé y Baudelaire -escritores preferidos de Matisse-, y del "tiempo suspendido" de Prouts, editado en los mismos años en que Matisse pintaba estos cuadros.Hay un motivo medular que orquesta y aclara las razones de la estética diferenciada, el retorno a una pintura conservadora y la nueva preferencia por la temática de los géneros tradicionales, que son cuestiones permanentes en la panorámica de la exposición. Me refiero a un hecho económico que imprimió un fuerte cambio al coleccionismo y al mercado, así como a la vida y a los proyectos de artistas relevantes, Picasso y Matisse, entre ellos, que, en el periodo de entreguerras -sin olvidar el crash de 1929- decidieron retomar la representación y, como ha historiado Arnason, "renovarse en las fuentes de la naturaleza". En concreto, Matisse "huyó" de París -de la comunidad artística y de su círculo familiar- y fijó su residencia en Niza ya en 1917, cuando a consecuencia de la primera Gran Guerra y de la Revolución Rusa, cesaron los encargos importantes de obras vanguardistas de formato mural que le hacían sus principales clientes, y en especial los coleccionistas rusos Shchukin y Morosov. Ante la nueva coyuntura, Matisse renovó su contrato con la famosa galería parisina Bernheim-Jeune, especializada en pintura impresionista y, por tanto, en obras de dimensión mediana o "cuadros de caballete". Pero la cuestión no era sólo de recortes económicos, sino, además de orientación estética: un cambio de clientela que incluía un giro en el gusto.
Así, la exposición Matisse: 1917-1941 constituye una propuesta singular y "aventurada" -en el doble sentido del término: arriesgada y exitosa-, que reafirma a Matisse como "el más conservador probablemente de los artistas modernos", que durante su larga etapa de Niza siguió dibujando del natural -de modelos- y produciendo los cuadros más específicamente naturalistas de su trayectoria. Nos encontramos, pues, ante las obras del "realismo relativo" de un pintor siempre genial, que en su producción de entreguerras, y particularmente en su ciclo de Odaliscas (década de 1920), logró en la riqueza decorativa y en la sensualidad del color "una cumbre nunca alcanzada antes ni después en toda su carrera".
En los temas, Matisse reavivó entonces su interés originario por los géneros de la gran pintura holandesa y flamenca barroca, o sea, por la "temática de intimidad", representando interiores domésticos, jardines y paisajes, flores y objetos, figuras y desnudos. Esos "motivos" articulan esta exposición en seis partes. La primera versa sobre el recogimiento de interiores burgueses, habitados por figuras femeninas aisladas; son cuadros centrados en un motivo emblemático: la ventana, que no funciona aquí como elemento geométrico de perspectiva, sino como un extraño contraste espacial de color-luz, sin desdeñar los efectos de cambio o movimiento que producen las persianas (Interior con violín, 1918). El segundo apartado afronta el paisaje abierto: templados jardines de la Riviera, pero también playas solitarias, en las que se combinan contrastes entre el valor placentero del simulacro pictórico y las manchas escatológicas de la vida (Gran acantilado: las dos rayas y El congrio, 1920). El tercer capítulo se dedica a cuadros de flores y a la manera matissiana de tratar los objetos: espejos, joyas, sedas, junto al afán ornamental y al deseo vitalista de sus arabescos. La parte cuarta -un ámbito magnífico, culminante- trata de los juegos cromáticos, plásticos y espaciales que provocan las maneras de contraponer fondo y figura (destacando tres pinturas inolvidables: Pianista y jugadores de damas, 1924, donde el movimiento del color crea la perspectiva, Odalisca de pie, con brasero y El sombrero amarillo, 1929). La parte quinta analiza el valor de la forma en Matisse, y su concepción esencialmente miguelangesca del desnudo, por más que la estatuaria negra y el propio Cézanne proyecten también aquí su influjo. El ámbito sexto concluye la panorámica documentando cómo, en los años treinta, Matisse pasó bruscamente de su fase de máxima plasticidad a un tiempo de máximo linealismo, de colorido incorpóreo y de simplificación llevada al extremo: a la pintura verdadera que él confesaba estar buscando a su llegada a Niza.